Entro en la cocina.
Paola trastea con las cacerolas. Está muy linda con portaligas, tanga y el delantalito blanco.
Robo una manzana de la frutera y la muerdo. Cruje, chorrea un jugo dulce, levanto cada gota con la punta de la lengua. Me apoyo en el marco de la puerta, Paola me espía de reojo.
Doy otro mordisco a la manzana.
—¿Me convidas un bocadito, guapo?
Muerdo un trocito de manzana y se lo ofrezco de boca a boca. Paola lo toma y nuestros labios se pegan. Sus ojos son más verdes que nunca, me da vértigo mirarme en ellos, pero no puedo apartar los míos de su fascinación.
Sus manos me rodean los hombros, el cuello, me acarician la nuca.
Hechizado, la tomo entre mis brazos. No sé si la manzana cae o la dejo en la mesada.
No sé nada. Sólo su boca contra mi boca, sus ojos verdes en los míos, y mi alma expuesta.
Su cuerpo se aprieta contra el mío. Me frota, me roza. Su calor me llega a través de la ropa.
—¿Qué hay del almuerzo? —pregunto entre beso y beso.
—Lo estás tomando, chiquillo.
Suspiro, porque es cierto.
Su mano corre por mi pantalón, yo le busco los senos.
Paola baja el cierre, abre el boxer, y sus dedos envuelven mi pene.
Cuando chupo sus pezones rígidos, ella gime y echa la cabeza hacia atrás.
Tiro de un hilo, creo que le he roto otra tanga, pero de momento, eso no interesa. Acaricio los labios de su vagina, una humedad tibia me moja la mano.
—¡Está frío! —dice, cuando la levanto por la cintura y la siento en el borde de la mesada. Pero sus piernas se cierran sobre mi cintura y me atraen.
Paola guía mi pene, y yo encorvo sobre ella. Entro en su cuerpo como un fuego.
Siempre la sensación de quemarme en su interior y el suspiro de ambos. Sus tetitas de adolescente acarician mi pecho (¿en qué momento me abrió la camisa?). Le beso el cuello, el hueco de la clavícula, los hombros hermosos. Le paso la lengua, la chupo, la muerdo. Sus uñas de gata hacen líneas de escalofrío en mi espalda.
Me muevo despacio, de límite a límite. Voy hasta el fondo y me retiro casi completo.
—No lo saques, amor. Sigue.
La voz de Paola, su aliento en mi cuello, su lengua.
—Todo adentro, chiquita —le digo, ronco. Y empujo.
Sus talones se clavan en mi cintura, me atraen, me sujetan. Le acaricio la espalda, el culo, los muslos.
Paola se desmelena.
—Sigue, me gusta, sigue, no te detengas, poseeme con fuerza, tomame, hazme lo que quieras.
—Es lo que estoy haciendo —jadeo—. Es lo que estoy haciendo, mi hembra.
Entonces me muerde el hombro. Es un mordisco fuerte, chupado, que me dejará esas marcas que luego ella revisa satisfecha.
Entro y salgo, pujo, me desespero, cada vez más agitado y más rápido. Mis dedos se enredan en su cabello. Y mis brazos son como palancas de hierro, apretándola contra mí.
—Dámela —dice, los dientes aún clavados en mi carne—. Dame tu leche.
—Es tuya, Paola —alcanzo a gemir.
El primer espasmo me paraliza de placer.
Paola jadea. Es el jadeo ahogado que tan bien le conozco. El jadeo del éxtasis, cuando los orgasmos la arrastran oleada tras oleada.
Yo gruño, rebuzno, me encabrito. Clavado en ella hasta el fondo, aprieto las nalgas con la primera descarga. Es como si me pasaran una varilla al rojo por adentro del pene. Estallo en su vagina empapada, nuestros jugos se mezclan y chorrean sexo adentro, sexo afuera.
El deliro dura un largo rato, nunca sabemos si un minuto o medio siglo. Sólo temblamos abrazados, nos sacudimos de placer, electrizados.
Nos quedamos muy abrazados, los párpados bajos, las respiraciones anhelantes. Poco a poco nos vamos tranquilizando, aunque algún ramalazo de goce todavía nos cruza de cuando en cuando.
Mi abrazo yo no es furibundo, ahora la contengo. Y Paola, vuelve a ser mi niña pequeña, acurrucada contra mi pecho.
Le beso el cabello, la frente, apenas si busco sus labios.
—Te amo.
—Y yo a tí, Mario.
Nuestras voces suenan satisfechas, exhaustas.
En cuanto retiro mi sexo del suyo, hago una copa con la mano y colecto el íntimo jugo que rezuma. Tibio y pegajoso, se lo acerco, lo froto sobre su boca.
—Guarro —me dice, y bebe con los ojos cerrados.
—No te apures —dijo, y la beso muy profundamente. Nuestras lenguas se acarician, y saboreamos el placer salobre y dulce de la pasión.
—¿Me llevas a la ducha?
—Vale, ven, pequeña.
Y Paola vuelve a enlazar mi cintura con sus piernas y mi cuello con sus brazos, y yo la levanto por las nalgas; y así vamos hasta el baño.
Bajo el agua caliente nos enjabonamos sin apuro, con sabiduría de amantes. Frotamos espaldas y nalgas y pechos.
Finalmente hago que Paola se gire, y la estrecho contra mí. Enjabono sus muslos, el vello dorado de su pubis; y su vientre, donde apenas se insinúan sus tres meses de preñez.
© Marcelo Choren - 2005
Comentarios
Hace que el relato adquiera una ternura muy especial.
Como siempre brillante. No se te resiste nada.:D
Y la ultima frase convierte a esos amantes en una pareja normal y corriente...
un abrazo y mi voto,
Mariaelena: son locos amantes, y también una pareja normal y corriente.
salud.
me pareció cómica esta parte:
No obstante, como está bien escrita es divertidísimo continuar leyendo.
A vuestro favor, el último párrafo, dónde das un brochazo alternativo al cuadro principal.
Saludos.