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Brandy

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Brandy

En la penumbra del corredor parecía que se veía una protuberancia que colgaba de un lado de la cara de un perro. Pero al aproximárseme éste, vi que se trataba de una lata de leche condensada vacía. Me sentía aliviado. Sabía que estaba de nuevo ante Brandy. Lo llevé hasta la cocina y lo subí en la encimera para examinarlo.

-¡Ya has vuelto a husmear en la basura, eh!

El perro labrador adoptó un gesto que parecía una sonrisa de disculpa, y después trató de lamer mi cara. Inútil, no podía. Su lengua había quedado atrapada en la tapa de la lata. Pero lo compensó con un impetuoso movimiento de rabo.

-Alfonso, perdona que te moleste nuevamente –me dijo la atractiva y agradable dueña de Brandy, que me había hecho ir con urgencia a su casa, sito en Cerro Hierro. Y agregó-: no sé qué le ocurre, pero no puede mantenerse alejado del cubo de la basura. Otras veces, entre mis hijos o yo podíamos extraerle la lata, pero esta vez se quedó muy atrapada, y no lo hacemos nosotros porque no queremos causarle una herida –se apresuró en añadir.

Mientras cogía del maletín unas pinzas pensaba en las de veces que había hecho esto por Brandy. Era un perro grandote, retozón y bobo. Sus ataques a la basura se estaban convirtiendo en una pesadilla. Cogía una lata del cubo de la basura y se comía los restos con tanto ahínco que su hocico quedaba atrapado. Una y otra vez, su ama o sus hijos o yo, teníamos que liberarlo de latas con carne, frutas en almíbar, judías cocidas… Parecía gustarle todo. Y lo curioso era que ponía más afán en comerse los desperdicios que su propia comida, siempre dispuesta en su casuca.

De nuevo regresé junto al perro. Sujeté el borde de la lata con las pinzas y lo doblé hacia atrás hasta poder liberar la lengua. Al poco, esa lengua cubría mis mejillas de lametazos, expresando así su agradecimiento.

-¡Déjame, bobo! –dije, sonriendo.
-¡Apártate del veterinario, Brandy! –Bella, que así se llamaba su propietaria, lo bajó de la base del fregadero-. Está bien que lo festejes, pero te estás convirtiendo en una molestia. Y esto tiene que acabar –añadió, fingiendo un enfado.

Pero esa regañina no parecía surtir efecto, porque sonreía mientras le hablaban. Sentir cariño por Brandy era algo inevitable, debido a su buen carácter, tolerante y sin malicia. Alguna vez había visto a los hijos de Bella, dos niños y una niña, llevarlo en brazos con las patas hacia arriba, o empujándolo en un cochecito, vestido con ropa de bebé. Lo sometían a toda clase de juegos, y el bueno de Brandy los soportaba con humor. De hecho, los disfrutaba.

Pero Brandy tenía otras rarezas, además de su afición por los desperdicios.

Una tarde, en que atendía al gato de esa casa, vi que actuaba de una forma extraña. Bella estaba con sus labores de punto, sentada en un sillón, mientras su hija estaba conmigo, en cuclillas y frente a la chimenea, sujetando la testa del felino.

Mientras buscaba el termómetro en el maletín, vi que Brandy se escurría sobre el suelo del salón e iba remoloneándose a través de la alfombra, con un uniforme compás, hasta posarse ante su dueña. Pero, de pronto, comenzó a subir lentamente. apoyando en el sillón la parte trasera de su cuerpo hasta llegar a las rodillas de Bella, que lo empujaba, una y otra vez, sin prestar atención. Pero el canino reiniciaba el ascenso, y ahora de espaldas. Movía las caderas a un ritmo lento, a la vez que las levantaba, centímetro a centímetro. Y esa maniobra la hacía con una expresión inocente, como si fuese algo normal.

Sorprendido, dejé de buscar el termómetro y seguí observando al perro. Bella se hallaba tan absorta en su trabajo que no se percataba de que el trasero de Brandy se posaba en sus rodillas, enfundadas en unos pantalones vaqueros. Brandy se paró, como confirmando que la fase no había tenido éxito, y luego, con suavidad, reinició a consolidar su posición, empujándose con las patas delanteras. En el momento en que un último empujón lo había acomodado en el regazo de Bella, ésta alzó la cabeza:


-sigue-

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    -¡Eres bobo! -y rodando lo envió hasta la alfombra. El perro la miró con ojos tristes.
    -¿De qué se trata? –le pregunté a Bella, después de observar toda la escena.
    -Es por estos viejos vaqueros que tanto le gustan –y añadió-: cuando era un cachorro, se pasaba horas sobre mis rodillas, y en esa época los usaba mucho. Pero desde entonces, cuando me los ve puestos, trata de subirse. Aunque, obviamente, no puedo tener encima a un perro tan grande.
    -Así que es por eso que se te acercaba.
    -Mientras estoy distraída le funciona, pero si ha estado jugando en el jardín, los ensucia tanto que tengo que meterlos en la lavadora. Y es por eso que están tan deslucidos. Y les tengo cariño. Me los compró mi marido, como regalo de nuestro quinto aniversario de boda. Y cuando me los mancha, se lleva una buena regañina.

    Brandy daba color a mis trabajos casi diarios en Cerro Hierro. Mientras llevaba conmigo a mi perrito Balú, lo veía con frecuencia cerca del río. Un día de mucho calor, había perros refrescándose en el agua del río, y mientras los otros se metían y nadaban normalmente, la entrada de Brandy era apoteósica: corría hacia la orilla se lanzaba al agua con las patas extendidas, como desde un trampolín, y se quedaba suspendido en el aire un momento antes de zambullirse ruidosamente. Para mi forma de ver las cosas, esta era la actitud de un perro feliz y extrovertido.

    Al día siguiente y en el mismo lugar, fui testigo de algo más extraordinario todavía. En el parque infantil, Brandy se divertía en el tobogán, como un niño más. Tenía una postura fuera de lo común mientras permanecía haciendo cola con los niños. Apenas llegaba su turno, subía los escalones, se deslizaba, todo importancia, todo solemnidad, y después regresaba de nuevo a la cola.

    Los niños, que eran sus compañeros de juego, veían eso normal. Pero yo no podía irme del lugar. Para mí no era tan normal. Podía haber permanecido allí durante todo el día. Y hasta mi perro Balú estaba entusiasmado.

    Siempre sonreía yo recordando sus diabluras, pero no sonreí un día en que Bella lo trajo a mi consultorio.

    Y eso fue día después de haberle visto en el río. Su luz y su alegría habían desaparecido. Se arrastraba por el pasillo. Cuando lo cogí, para subirlo a la mesa de curas, noté que había perdido peso.

    -¿Qué le ocurre? –le pregunté a Bella.
    -Está triste, no tiene ganas de jugar, no come y tose demasiado -me miró, con un gesto de preocupación-. Y esta mañana amaneció mucho peor. Como puedes ver, respira con dificultad –respondió.

    Mientras le ponía el termómetro, observé su respiración acelerada y la boca entreabierta, además de ansiedad en la mirada. Cuarenta grados marcaba el termómetro. Lo ausculté con el estetoscopio.

    Una vez oí decir al veterinario decano de la facultad de Sevilla que los ruidos en el pecho de un perro son como una caja de silbidos, y así era la descripción de la respiración de Brandy ese día: silbidos, rechinidos y burbujeos estaban allí. Acompañados de una respiración débil.


    -sigue-

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    -Este travieso de Brandy padece de pulmonía –le dije a Bella, a la vez que puse de nuevo el estetoscopio dentro del bolsillo de mi bata blanca.
    -¡Dios! –Bella se aproximó más a su perro y le tocó el pecho, jadeante-. ¿Y esto es grave? –añadió, preguntándome, con cara angustiada.
    -Lo es –respondí.
    -Pero… –me envió una triste mirada- con la aparición de esos nuevos medicamentos no lo será tanto, ¿no?

    Dudé antes de responder.

    -En seres humanos y en algunos animales, la Sulfamida, y ahora también la Penicilina han cambiado el panorama. Pero aún es difícil curar a un perro de pulmonía.
    -¿Quieres decir que no tiene solución?
    -Tampoco es eso. Solo que algunos perros no reaccionan con los tratamientos. Pero este retozón de Brandy es joven y fuerte y creo que los admitirá. Me pregunto qué fue lo que inició todo esto… 
    -Lo sé. Y bien que lo sé. Estuvo ayer durante largo tiempo en el río. Intenté mantenerle fuera, porque hacía mucho frío, pero si veía un simple papel flotando, se lanzaba al agua y permanecía todo el tiempo jugueteando con él. Tú también lo viste. Era esa una de las cosas graciosas que hacía.
    -Pero después de eso, ¿ha estado tiritando o temblando?
    -Sí, me lo llevé a casa luego de secarlo y abrigarlo, pero seguía temblando mientras se secaba al fuego de la chimenea.
    -Esa es la causa. Pero vamos a comenzar un tratamiento. Voy a inyectarle Penicilina, y durante todo el proceso iré a tu casa. No debe salir a la calle, y tienes que resguardarlo del frío.
    -Entendido. ¿Alguna otra indicación?
    -Sí. Confecciona lo que llamamos en medicina un chaleco de pulmonía. A un trozo de manta vieja o usada hazle cuatro aberturas, para que entren las patas, y una costura a lo largo de todo el lomo. Tiene que mantener siempre el pecho cubierto. Este chaleco es muy importante. No lo olvides.

    Al otro día repetí la dosis. No había cambio. Seguí inyectándole algunos días más. No reaccionaba. La temperatura iba cediendo, pero no comía y seguía perdiendo peso. Le administré Sulfapiridina, que no ayudaba gran cosa. Conforme iba transcurriendo el tiempo y el perro se hundía, llegué a la conclusión de que un mes antes habría sido un disparate: este perro feliz, va a morir.

    Pero Brandy no moría, sobrevivía: la fiebre había cedido, y el apetito había aparecido quedando estabilizado en un nivel gris, en el que parecía encontrarse a gusto.

    -No es el mismo –me dijo Bella, una semana más tarde cuando fui a visitarlo. Los ojos de la mujer estaban húmedos. 
    -Lo hemos recuperado de una pulmonía, pero le quedaron una pleuresía crónica y unas adherencias. Y es probable que algún otro daño en los pulmones. 
    -Me rompe el alma verlo así -se enjugó las lágrimas-. Y solo tiene tres años. Pero actúa como un viejo. Se hallaba tan lleno de vida... –sacó de nuevo el pañuelo-. Me arrepiento de haberle reñido tanto por husmear en la basura y por mancharme mi ropa. ¡Cuánto me gustaría que volviese a hacer esas travesuras…!
    -¿Ya no hace nada de eso? –le pregunté, y metí la mano debajo del chaleco para calibrar la temperatura.
    -Solamente permanece echado todo el tiempo. Ni tiene ganas de salir al Sol o a pasear. Lo dicho; actúa como un perro viejo.

    Mientras lo miraba, se levantó y caminó hacia la chimenea. Luego. se paró, con los ojos sin la chispa habitual, tosió, soltó un quejido y se echó sobre la alfombra. Tenía razón: parecía un perro viejo.


    -sigue y termina en página siguiente-


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    -¿Se va a quedar así para siempre? -me preguntó, de pronto
    -No sé, pero espero que no.

    Empero mi esperanzadora respuesta, mientras me iba alejando en el coche no abrigaba esperanzas. Había visto perros con daños pulmonares que después de una pulmonía se recuperaban, pero quedaban inútiles para el resto de sus días. Mi amigo y colega Javier contaba en uno de sus libros un caso de un perro con este problema, que era probable que le quedasen secuelas irreversibles.

    Pasaban los días y cada vez que iba a Cerro Hierro veía a Brandy mientras Bella lo sacaba de paseo con la correa. No quería caminar, y Bella lo hacía despacio para que pudiera seguirla. Pensaba con tristeza en el bullicioso Brandy de antes, y me decía a mí mismo que al menos le había salvado la vida. Para no amargarme más, decidí un día sacarlo de mi cabeza.

    Y lo logré. Hasta un día de marzo. La noche anterior había estado trabajando hasta las seis de la mañana, examinando a una potranca que padecía de cólicos. Terminaba de escurrirme en la cama cuando me llamaron para atender un parto de una vaca. Regresé sobre las diez dispuesto a acostarme de nuevo. Pero todo quedó en el intento. Con un excesivo cansancio atendí las visitas programadas. Estaba tan agotado que casi no sentía el cuerpo, y en la comida mi mujer miraba, preocupada, mi cabecear sobre el plato.

    A las cinco y media de la tarde eran tres perros y un gato los que había en el consultorio. Confieso que les eché una mirada con los ojos medio cerrados. Cuando llegué al último caso, medio dormido estaba ya.

    -¡El siguiente! –grité, y Javier, que ya formaba parte de nuestro equipo, abrió la puerta.

    Esperé ver la escena, ya familiar, de un dueño que traía a su mascota detrás de él.

    Pero esta vez era diferente. Había un hombre y un caniche frente a mí, y lo que me hizo despertar fue el caniche, que caminaba en pie sobre las patas traseras.

    "¿Sueño?", pensé. Pero no, porque vi al perro, que, con aire altivo, caminaba con el pecho y la cabeza en alto, y rígido como un militar en un desfile. Su amo, al ver mi perplejidad, soltó una carcajada.

    -No se asuste, doctor Alfonso –me dijo-. Este perro ha trabajado varios años en un circo, antes de yo adquirirlo. A menudo le gusta recordar su número. Causa sorpresa, pero no se puede negar que hacía bien su trabajo.
    -Desde luego que no –respondí.

    El perro no estaba enfermo. Solo lo traían para que le cortasen las uñas. Sonreí mientras Javier lo subía a la mesa y lo sujetaba para que se estuviese quieto. Cuando acabó, todos menos yo, se fueron y entonces volvió a apoderarse de mí el cansancio.

    Mirando al caniche alejarse caminando, ahora en forma normal, me vino al pensamiento que hacía tiempo que no veía a un perro hacer algo fuera de lo común, como las cosas que hacía Brandy.

    Me apoyé en la puerta de entrada del consultorio, mientras una oleada de recuerdos me invadía. Cerré los ojos. Cuando los abrí, vi al 'basurero' Brandy, con su ama doblando la esquina. La nariz había desaparecido en una lata. Al verme, empezó a tirar de la correa y a mover el rabo. Sin duda me había reconocido. Pero, esta vez sí estaba soñando. Parecía que estaba viendo una escena del pretérito. Y se hacía necesario que me fuese a la cama. Pero seguía materialmente clavado, junto a la puerta, cuando Brandy saltó los escalones e intentó lamerme la cara. Un intento fallido. La lata, como muchas otras veces, no se lo permitía. Miré a Bella, que estaba radiante de felicidad.

    -¿Pero qué fue lo que pasó?
    -¡Ya lo ves! ¡Ya está bien! -los ojos brillantes y la amplia sonrisa de la joven señora la hacían más atractiva aún.
    -Y supongo que has venido, como antes, para que separe la lata de su hocico – ya estaba despierto del todo.
    -Sí, Alfonso, por favor.

    Tuve que echar mano de todas mis fuerzas para subirlo a la mesa de curas. Pesaba más que antes de enfermar. Sobre la marcha, le hice la misma operación de tantas veces. La sopa de tomate sería una de sus favoritas, porque me tuvo ocupado un buen rato.

    Cuando al fin acabé, tuve que luchar contra un efusivo ataque de agradecimiento, por parte de Brandy.

    -¡He podido comprobar que has vuelto a las andadas, ¿eh?
    -Lo mismo que antes. Y todos los días se desliza a través el tobogán con sus amigos, los niños –dijo Bella.

    Lo llevé hasta la mesa de curas y después le ausculté los pulmones: maravillosamente limpios. Un leve ronquido, aquí y allá, pero la cacofonía pertenecía al pasado. Me incliné sobre la mesa y lo miré, con una mezcla entre cansancio e incredulidad. Era como antes: bullicioso y lleno de vida. "Dios le ha echado un cable a este animal", pensé.

    -¡Dime, Alfonso! –la voz de Bella era jubilosa-. ¿Qué ocurrió? ¿Qué es lo que ha curado a mi perro?
    -Vis medicatrix naturae, Bella –respondí, en un tono solemne-. "El poder curativo de la Naturaleza". Cuando ésta se decide actuar, ningún veterinario puede competir.
    -¿Y no se sabe cuándo actúa? –preguntó de nuevo.
    -Eso es cosa de la providencia -nos mantuvimos en silencio unos segundos mientras acariciábamos al perro-. Por cierto, ¿ha vuelto a mostrar interés por tus vaqueros? –le pregunté, súbitamente.
    -Diría que más. En este momento están en la lavadora. Los dejó completamente sucios, ¡Es maravilloso! –nos despedimos dándonos un beso en cada mejilla. Luego, alegre y feliz, salió del consultorio con su perro.

    Una vez que se alejaron, volví a echarme sobre la puerta, pensando en las pequeñas sensaciones que el Cielo pone al alcance del hombre, que sirven para enriquecer su sensibilidad. Tomé como ejemplo el caso que acababa de atender: los enojos de Bella porque su perro le causaba molestias al remover en el cubo de la basura, las latas que enganchaba Brandy a su hocico, las manchas de barro que le ocasionaba en los vaqueros de su ama, el mucho tiempo que se pasaba en las frías aguas del río... Todo ello, con un relativo beneplácito de su protectora, el celo de este humilde veterinario y, por supuesto, el acertado tratamiento, curó al perro. Y Dios siempre estaba próximo, por si acaso…





    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022


  • SarasvatiSarasvati Fernando de Rojas s.XV
    editado abril 2022
    Una historia amable y simpática. Me ha faltado un poco más de tu humor característico y algo más de personalidad para Brandy (quiero decir de personalidad canina, que no es poco).
    Como madre y amante de chuchos, me ha gustado.

    Técnicamente, siempre bien, un estilo limpio y fluido. 
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    Sarasvati dijo:
    Una historia amable y simpática. Me ha faltado un poco más de tu humor característico y algo más de personalidad para Brandy (quiero decir de personalidad canina, que no es poco).
    Como madre y amante de chuchos, me ha gustado.

    Técnicamente, siempre bien, un estilo limpio y fluido. 

    Muy amable. Gracias, guapa.

    En realidad, ese relato corresponde a uno de los capítulos de mi libro "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro" (Cerro del Hierro), que previamente lo tuve que acortar para insertarlo como relato. En Cerro Hierro nació mi añorado padre y mi antiguo nick en este foro de "cehi" iba en memoria de él.

    En la actualidad, Cerro del Hierro es UN MONUMENTO NATURAL





    La presencia de hierro en las rocas de este cerro fue el origen del aprovechamiento minero que este enclave mantuvo desde época romana hasta el siglo pasado. Estos trabajos dejaron al descubierto un paisaje de formas y colores únicos en el que dominan las agujas, corredores o lapiaces. Las responsables de esta singular belleza son las calizas, rocas que sufrieron una erosión parcial por efecto de la lluvia y de la nieve, dando lugar a este espectacular karst que hoy es reclamo para amantes de la escalada.

    Todavía permanecen algunas infraestructuras recuerdo de su pasado minero, como el antiguo trazado ferroviario que unía la explotación con la estación de Los Prados-Cazalla. Su acondicionamiento como vía verde de la Sierra Norte de Sevilla permite recorrerlo a pie o en bici. La ruta parte del antiguo poblado de la mina, donde residían los trabajadores, y de la Casa de los Ingleses, residencia de ingenieros y gestores de la mina venidos desde Escocia a finales del siglo XIX. Este edificio histórico ha sido rehabilitado para albergar el punto de información Cerro del Hierro.

    Para conocer las singularidades de este monumento natural, nada mejor que recorrer el sendero Cerro del Hierro, una ruta de apenas dos kilómetros que se adentra en las galerías y túneles excavados en sus rocas.

    A escasos nueve kilómetros del Cerro del Hierro se encuentra el municipio de Constantina, declarado Conjunto Histórico Artístico, donde disfrutar de sus calles y monumentos llenos de historia y de su exquisita cocina tradicional y afamados anises. A las afueras del pueblo, se ubica el centro de visitantes El Robledo, que permite al viajero conocer las características del Parque Natural Sierra Norte de Sevilla


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