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La "prodigiosa" Asafétida

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


La "prodigiosa" Asafétida

"No existe la tranquilidad para un veterinario rural", pensaba el doctor Alfonso mientras conducía.

Eran las seis de la tarde de un domingo de invierno, y en la carretera estaba yo, yendo a Cerro Hierro para tratar de curar a un perro. Según me dijo mi hijo, que fue quien había recogido el mensaje del "urgente" aviso, el perro llevaba enfermo toda la semana.

Mientras salía de San Nicolás del Puerto, con los últimos rayos de sol, las calles estaban desiertas, y las casas presentaban ese aspecto confortable que evoca imágenes de sillón, cachimba, chimeneas encendidas. Miraba las luces titilando, y podía imaginarme a los granjeros dormitando con las piernas extendidas.

Mi auto no se cruzó con ningún otro vehículo, y la carretera se iba haciendo cada vez más negra. Nadie circulaba por aquel lugar. Excepto un servidor, el doctor Alfonso.

Llegué a la zona de la estación de la Renfe de Cerro Hierro y vi ante mí una fila de casas nuevas, con la fachada en piedra de un color amarronado.

Me bajé del coche y de pronto me sentí atrapado en una depresiva conmiseración: "Emilia, casa 3, 2ª fila, paralela a la vía del ferrocarril; la única casa que no tiene chimenea". Había escrito mi hijo en una hoja del bloc que teníamos al lado del teléfono sobre la mesita.

Mientras abría la cancela y cruzaba el jardín, llevaba la cabeza ocupada en lo que iba a decir. No tenía por qué ser grosero, solo intentaría explicar mi postura de que a los veterinarios también nos gustaba descansar los domingos y que aunque no nos importaba viajar para atender alguna urgencia, cuestionábamos una visita a un perro que había estado enfermo toda la semana. Era fácil de entender que podían haber avisado el lunes o el martes.

Tenía ya listo mi improvisado discurso, cuando abrió la puerta una mujer de una estatura media y de unos cincuenta años. Parecía preocupada.

-Buenas noches. Soy el veterinario. Emilia, supongo –saludé con los labios apretados.
-¡Oh, usted! -sonrió-. No hemos sido presentados, pero suelo verlo en San Nicolás con su hijo o con el doctor Pérez. ¡Pero no se quede ahí fuera! ¡Pase, pase, por favor!

La puerta tenía acceso directo a un pequeño salón, poco iluminado. De una ojeada vi el mobiliario, un poco anticuado, y una cortina que aislaba la parte del fondo. Emilia se hacía a un lado. En una cama de un dormitorio próximo yacía un individuo esquelético, con los ojos hundidos.

-Es mi esposo, Emilio –se apresuró en decir Emilia. El hombre, serio, levantó una mano huesuda-. Y aquí está su paciente, nuestro querido Frankfurt –señaló un dachshund que se hallaba tumbado a un lado de la cama de Emilio.

-¿Frankfurt?

Sí, pensamos que era el nombre más apropiado para un "perro salchicha alemán" –sonrió de nuevo. Pero su marido seguía serio y sin hablar.

-Es verdad, un nombre muy apropiado –respondí.

El perro me miró, como dándome la bienvenida. Me agaché para acariciar su piel reluciente.

-Parece sano. ¿Qué le ocurre?
-Toda la semana ha caminado de una manera extraña, como si tuviese problemas en las patas –respondió, y agregó-: en realidad, no nos preocupaba, pero esta mañana se desplomó y no podía volver a levantarse. Y esto sí que nos preocupó.
-Sí, me di cuenta de eso mientras lo acariciaba –pasé la mano por debajo de su vientre y lo empujé levemente, hasta lograr ponerlo en pie-: ¡Frankfurt, muéstrame cómo caminas, venga, muchacho, que vienes de una raza de valientes!

Animado, tal vez, por mis palabras de aliento, el perro se levantó y dio unos pasos vacilantes, pero la parte trasera se iba inclinando hasta que volvía a echarse. Y eso llamó mi atención.

-Es el lomo, ¿verdad? –preguntó Emilia-. Porque las patas delanteras parecen fuertes.

-Ese es también mi problema -terció su marido, con aspereza en la voz, hablando por primera vez. Su esposa le cogió la mano y la acarició, reteniéndola entre las suyas.
-La debilidad está en la parte trasera –respondí, y puse al perro sobre mis rodillas para a tocarle las vértebras lumbares, en busca de algún punto de dolor.
-¿Lo habrán golpeado? No le dejamos salir solo, pero se escabulle por la puerta del jardín y…
-Cabe la posibilidad de que sea una lesión fortuita –la interrumpí-, pero lo más probable es que todo radique en los discos.
-¿Discos? –la mujer adoptó una expresión de confusión.
-Sí. Los discos son cojines de cartílago de un tejido fibroso que se hallan entre las vértebras. En los perros de un cuerpo tan largo, como Frankfurt, a veces se dislocan del conducto raquídeo y ejercen presión sobre la médula.
-¿Qué posibilidades tiene de cura? –se volvió a oír la voz áspera, desde la cama.


-sigue-

Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Esa era la pregunta clave con este síndrome. El pronóstico podría ser cualquiera: desde una completa recuperación, hasta una parálisis.

    -No es fácil responder a su pregunta. No puedo facilitar un diagnóstico erróneo. Por de pronto, le pondré esta inyección, tomará unas pastillas, y a ver cómo responde.

    Le inyecté en vena un analgésico con antibiótico. Después, conté unas pocas pastillas de Salicilato, las metí en un pequeño tubo de plástico, que solía llevar en mi maletín, y se lo entregué a Emilia. Ese era el único tratamiento para estos casos que había entonces.

    -Gracias. Y ahora, doctor Alfonso, pasando a algo más agradable –sonrió-. Nos gustaría invitarle a una cerveza. Mi marido suele tomar una todas las noches s estas horas. ¿Le apetece acompañarlo? Nos sentiríamos muy halagados por disfrutar un poco más de su compañía.
    -Muy amable, pero no quisiera molestar…
    -No, no es ninguna molestia. A mi esposo le es grata su presencia, y yo estoy encantada de verlo de nuevo.

    Emilia llevó hasta la mesa dos latas de cerveza negra. Puso unas almohadas detrás de la espalda de su esposo, y se sentó en el borde de la cama, después de poner una de las latas en la mano de su esposo.

    -Somos asturianos, de Gijón, y… –empezó a explicar, de pronto, Emilia.
    -Ya había notado un acento distinto al de aquí –la interrumpí.
    -...nos vinimos aquí, a Cerro Hierro, hace poco más de un mes, después del accidente de mi marido –completó lo que iba a decir.
    -¿Qué le ocurrió? –miré Emilio, preguntándole.
    -Yo era minero –intervino por tercera vez-, y un día se nos cayó una bóveda encima: me rompió la espalda, me aplastó el hígado y me causó heridas internas. Pero tres de mis compañeros murieron en el acto, de modo que tengo la suerte de estar vivo –bebió un sorbo de cerveza-. Pero el médico me ha dicho que nunca más volveré a caminar.
    -Lo siento de veras –moví la cabeza.
    -No diga eso. Cuando veo las de bendiciones que la providencia me ha dado, tengo que estar agradecido; sufro pocas molestias, y le puedo asegurar que esta mujer es la mejor esposa del mundo.
    -¡Quién te oiga! –Emilia se sonrojó-. Pero estamos felices por habernos venido a vivir a este maravilloso lugar. Tiempo atrás, pasábamos las vacaciones en Andalucía, y era sano alejarse de los humos y las chimeneas. El balcón del dormitorio de nuestra antigua casa daba a un muro, pero esta casa tiene ventanas, y una de ellas frente a nuestra cama. Sin esfuerzo, podemos ver más allá de cien metros. 
    -Toda Andalucía es una maravilla. San Nicolás, del cual depende Cerro Hierro, y al igual que éste, está sobre una colina. Aquí hay mucho sol y corre una brida agradable. Desde cualquiera de esas ventanas pueden verse los verdes , que se extienden hasta el río. ¡Sí, amigos asturianos, han sabido elegir un buen lugar para vivir! –salió a escena mi vena terrera.
    -Y traer a Frankfurt ha sido una buena idea –dijo, de pronto, Emilio, quien añadió-: me sentía solo cuando mi esposa salía a la compra, pero mi perro hacía que todo fuera bien. No está uno nunca solo cuando se tiene un perro.
    -Tiene usted razón –le respondí y le pregunté-: ¿qué edad tiene Frankfurt? 
    -Seis años -contestó-. La mejor edad, ¿no, viejo? -dejó caer la mano sobre un lado de la cama, en busca de su perro.
    -Parece que su sitio favorito es a su lado.
    -Sí, pero es algo curioso. Mi esposa le pone de comer, lo lleva de paseo, lo asea… pero siempre vuelve a mi lado. Sólo tengo que mirarlo y le falta tiempo para venirse conmigo.
    -Esto es normal en las personas discapacitadas. Sus mascotas están cerca de ellas, como queriendo ofrecerles ayuda.

    Terminé de beber mi cerveza y me puse en pie.

    -Esta mía me va a durar un poco más -alzó su vaso, casi lleno.

    Acostumbraba a beber algunas cervezas cuando salía con los compañeros después del trabajo. Pero ahora, ya ve… Aunque disfruto de esta única cerveza, junto con mi mujer y con Frankfurt, y ahora con usted. Es curioso cómo cambian las cosas…

    La mujer se inclinó sobre él, fingiendo un regaño.

    -¡Tuviste que cambiar tus costumbres, ¿no, querido?! –sonrieron. Y pude ver que era la primera vez que Emilio sonreía.

    Me fui hacia la puerta de salida a la calle. 

    -Gracias por la cerveza. Volveré el martes para ver cómo sigue Frankfurt. Espero que para entonces esté mejor. Buenas noches. Hasta pasado mañana. Aufwiedersehen, Frankfurt –sonreí.

    Mientras iba saliendo, me despedí de nuevo de Emilio levantando la mano. Pero Emilia me cogió del brazo y me dijo: 

    -Nos sentíamos mal por haberle avisado un domingo, pero usted ha podido comprobar que teníamos un motivo para ello. Gracias y buenas noches, doctor Alfonso.
    -No se preocupe. Es mi trabajo. Además, siempre quiero lo mejor para los animales domésticos. 

    -sigue-

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    Mientras conducía de regreso en la oscuridad de la noche, pensaba que en realidad la visita no me había causado molestia. Mi irritación se esfumó cuando entré en aquella casa. Lo que me quedó fue un sentimiento de humildad. Si Emilio tenía que dar gracias a la vida, ¿cuál debía ser entonces mi postura? Yo, que lo tenía todo. Lo que más quería en ese momento era hacer desaparecer el mal presentimiento sobre el perro. Había indicio de fatalidad en los síntomas de Frankfurt, pero tenía que curarlo. Predispuse mis ánimos para ello.

    Si embargo, el martes siguiente había empeorado.

    -Será mejor que me lo lleve para hacerle unas radiografías –le dije a Emilia. Y añadí-: no veo mejoría. Y estos casos se deben tratar con mucha celeridad. No podemos perder más tiempo.

    En el coche, acomodé a Frankfurt en el hueco del asiento delantero derecho. Lo miraba durante el trayecto y observé que sus patas traseras no se movían, que estaban quietas. "Demasiado quietas", me dije en voz baja.

    No era necesario utilizar anestesia para hacer un estudio radiográfico en nuestra recién adquirida máquina de rayos. Ya en mi poder las radiografías, detecté un estrechamiento entre las vértebras que confirmaba mis sospechas de protrusión. Y estas deficiencias se corrigen con esteroides o con cirugía, pero en aquel entonces solo quedaba seguir con el tratamiento, rezar y esperar.

    Ese fin de semana, la esperanza estaba diluyéndose. Ya le había administrado salicilato, pero el perro no podía levantarse. Le oprimí los dedos de las patas traseras y de pronto fui compensado con un ligero movimiento reflejo. Pero revoloteaba en mi cabeza que la parálisis en la parte posterior no estaba lejana.

    Y así fue. El sábado siguiente me encontré con la luctuosa realidad de la confirmación de mi diagnóstico. Cuando entré en la casa, el perro se acercó a recibirme, caminando con las patas delanteras y arrastrando las traseras. Empecé a ver negro el panorama.

    -Buenos días, doctor Alfonso –Emilia me recibió con una sonrisa apagada. Señaló el can, estirado cuan largo sobre el suelo del salón-. ¿Cómo lo ve hoy?, me preguntó.

    Me incliné y le toqué las patas, en busca de algún reflejo. Nada. Me encogí de hombros, y era incapaz de dar una respuesta. De pronto topé con la mirada demacrada del señor de la casa.

    -Buenos días, Emilio –simulaba serenidad, pero la mirada volvió hacia la ventana, como ignorándome, como si yo no estuviese. Durante unos segundos, me sentía incómodo.
    -¿Está enfadado conmigo? -susurré a su esposa.
    -No, ni mucho menos, está así por esto -sostenía un periódico en la mano-. Se siente angustiado por una cosa desagradable -miré la hoja que señalaba que mostraba una foto de un dachshund, como Frankfurt, paralizado. Tenía la parte trasera del cuerpo sobre una pequeña plataforma con ruedas. Paseaba con su dueño y parecía normal, excepto por las ruedas.

    Al oír Emilio sonidos de papeles, no podía ser otra cosa que el periódico. Se volvió hacia nosotros, con una rapidez impropia para el estado en que se hallaba, y me preguntó:

    -sigue y termina en página siguiente-


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    -¿Qué piensa usted de eso? ¿No es una barbaridad? –me preguntó.
    -No me gustan las apariencias, y supongo que su dueño pensaría que era lo único que podía hacerse –respondí.
    -Quizá… -casi no le salía la voz-. Pero no quiero que mi perro acabe como yo, o como ese otro perro –dejó caer la mano en busca de su mascota. Pero Frankfurt aún seguía echado en el suelo del salón-. Ya no hay nada que hacer, ¿verdad?, me  preguntó.
    -Ya les dije que las esperanzas eran pocas, y agregué que estos casos no son fáciles de resolver. Lo siento.
    -No, si no le estoy culpando. Sé que usted hace todo lo que puede, y también sé que vela por los animales domésticos. ¿Pero qué podemos hacer por Frankfurt? ¿Ponerlo "a dormir"?
    -Olvide eso horrible. He visto casos iguales, y a veces "estas parálisis desaparecen por sí solas", pasado algún tiempo. Tienen que seguir con el tratamiento, porque en verdad no creo que el caso de Frankfurt sea un caso desesperado.

    Durante el trayecto de regreso, estuve dando vueltas al asunto. La esperanza de curación que les había dicho era lejana. A veces ocurría "una recuperación espontánea", pero los trastornos de Frankfurt continuaban avanzando.

    No obstante, yo seguí visitándolo con asiduidad. Incluso una vez llevé un par de latas de cerveza negra, que me tomaba con Emilio. Tanto él como su esposa conservaban buen humor, pero el perro no mostraba la más mínima mejoría. En una de aquellas visitas, al entrar en la casa olí algo desagradable. Había mucho de familiar para mí en ese olor. Podría ser…

    Agudicé visiblemente el olfato, dándome cuenta de que el matrimonio se miraba como compinchado. Habló el marido, retorciendo la sábana entre los dedos, como un niño esperando un regañina.

    -Es una sustancia que estamos administrándole. Apesta, pero se supone que es buena. Oliverio, un antiguo compañero del trabajo, ha venido a visitarnos y nos ha traído esa medicina. También él tiene perro y sabe de las enfermedades que contraen los perros. Emilia, por favor–miró a su esposa y le hizo una indicación con la mano.

    Con timidez, Emilia se fue hacia la cocina y volvió portando un bote sin etiqueta, que me entregó. Lo destapé, y el fuerte olor aclaró mi memoria en el acto: ¡Asafétida! Un mejunje casero, remedio de los charlatanes de antes de la guerra. Todavía se podía comprar en algunas farmacias. Sabía que su popularidad se fundamentaba en la suposición de que algo que olía mal tenía propiedades mágicas. También sabía que ese compuesto no iba a cambiar las cosas. Pero volví a tapar el bote, con evidente enfado.

    -¡¿Le está administrando esto?!

    Se sentían como niños atrapados.

    -Dos veces al día –me dijo Emilio-. No le gusta, pero Oliverio dice que ha curado a otros perros con idéntico problema que el nuestro -su mirada era de súplica.
    -Adelante entonces. Y ojalá surta el efecto deseado.

    La Asafétida no iba a hacer más daño del que ya tenía el perro, y, en vista de que mis tratamientos no habían servido de mucho, no estaba en situación de reprobarla.

    -En realidad, no tengo nada que objetar, añadí, de pronto.

    Emilia sonrió, y vi un comienzo de relajación en la expresión del marido, que me dijo:

    -Gracias por no molestarse –me miró-: puedo administrársela yo. Es una cosa que puedo hacer. No se puede imaginar con cuánta fe lo hago -añadió.

    Una semana después volví a visitar al perro.

    -¿Cómo está hoy? –pregunté, repartiendo la mirada entre Emilio, Emilia y Frankfurt.
    -Bien -siempre respondían lo mismo. Pero esta vez, Emilio tenía una expresión de júbilo. Bajó la mano, y el perro se subió a la cama. Me dijo-: mire –pellizcó en una de las patas traseras y se produjo una contracción, leve pero innegable.

    En mi deseo por probar en la otra pata, por poco si me caigo sobre la cama de Emilio. El resultado era el mismo: una contracción, leve pero innegable.

    -¡Está recuperando los reflejos! –exclamé.
    -Parece que la Asafétida está funcionando -dijo Emilio.

    De pronto brotó de mi interior una cascada de emociones, sobre todo de una vergüenza profesional y un orgullo herido. Pero fue momentáneo. Prevalecía en mí la felicidad por ver cómo se estaba produciendo una recuperación en el perro.

    -Su entrega demostrada en su mascota ha sido fundamental. Lo veo mejor -agregué.
    -Entonces… ¿se va a curar? –añadió.
    -Sería prematuro afirmar eso, pero parece que sí.

    Pasaron algunas semanas antes de que se recuperase del todo. Era un caso evidente de "una recuperación espontánea", que no tenía nada que ver con la Asafétida ni con mis esfuerzos. Vis medicatrix Naturae, tenía la culpa. Una vez más…

    Mi última visita a aquella casa era a la misma hora de la primera: las seis y cuarto de la tarde. Cuando me invitaron a pasar, el perro salchicha vino a saludarme, pero después volvió a su lugar favorito: junto a la cama de su propietario. Parecía que también tenía fe en la Asafétida.

    -¡Esta es una escena maravillosa para todos! –dije, con énfasis-. ¡Su Frankfurt ya puede correr como un galgo! –añadí, sonriendo.
    -Si señor –Emilio tocó a su perro-. Nos ha tenido muy preocupados –añadió, mientras lo acariciaba.
    -Me alegro de verlo tan feliz. Es maravilloso cómo ha terminado todo –le dije, y añadí-: bueno, me marcho ya.
    -No corra tanto, doctor Alfonso -me detuvo Emilia-. Antes de irse tómese una cerveza con mi marido.
    -¡Pienso que es lo obligado en estos casos! –enfatizó Emilio.

    Deseché la silla que me brindaban y me senté en un borde de la cama de Emilio. Bebimos y charlamos satisfechos. Nuestras caras irradiaban amistad. Emilia nos miraba, contenta.

    Pero estaban confundidos. Mi parte en la recuperación de Frankfurt no había sido tenida en cuenta como útil. Frente a los ojos de sus amos, mi esfuerzo debía parecerles torpes e ineficaces. Estaban convencidos de que Frankfurt habría muerto, de no ser por "el gran remedio que les había traído su paisano Oliverio, que era el que había puesto las cosas en su sitio". Me levanté del borde de la cama y me dispuse a salir de la casa.

    Pero justamente en el momento en que iba saliendo, entraba Oliverio. Me lo presentaron y ampliamos la velada con una cerveza más cada uno. Emilio comenzó a hablar de la Asafétida. Entre la alegría y la ignorancia trató de enfrentarme con Oliverio, e incluso dio a entender "que se tuviese en cuenta la Asafétida en los casos futuros". No di mi opinión acerca de la Asafétida. Solo dije que me alegraba de la recuperación del perro. Y aunque mi orgullo quedó herido, no lo exterioricé. Lo importante era que fui testigo directo de un final feliz, en vez de una tragedia. Y esto era lo que importaba por encima de todo.

    No obstante, en ningún momento traté de hacer ver a Emilio y a Emilia, y después a su amigo y paisano, Oliverio, que la total recuperación de Frankfurt era debida al "Poder Curativo de la Naturaleza", todavía por descifrar, y no a la Asafétida. Pero tampoco era necesario que hiciese esa aclaración, porque al perro salchicha alemán lo salvaron el amor, la dedicación y la fe que se impusieron sus amos y protectores. Y así, obviamente, se tarda más en morir.




    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022

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