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La LISTA 6ª edición (Fuera de concurso) El regreso a casa

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


El regreso a casa

La curvilínea carretera, libre de vallas, corría entre altos páramos. Mi coche se deslizaba desde el pavimento hasta el césped de la orilla, que las ovejas habían dejado liso como terciopelo. Detuve el auto, me bajé de él y miré a mis alrededores.

La carretera cortaba pastos y brezales antes de sumergirse en el valle del fondo. Me hallaba en uno de los mejores lugares para contemplar las grandes llanuras, que se extendían a mis pies en una vista de ensueño: los fértiles campos, el ganado que pacía, el caudaloso río, bordeado de piedras, en una parte, y de nutrida arboleda en la otra... El pasto crecía entre las laderas hasta donde empezaban los brezales y la áspera hierba de los páramos, y solo estaban libres de él los acantilados, que ascendían sobre la colina y desaparecían entre las desnudas estribaciones que que marcaban el comienzo del terreno silvestre. Me envolvía una brisa fresca pero agradable.

Después de residir veinte años en la ciudad de Huelva y de haber viajado por toda la Andalucía Occidental, regresé a casa: la Sierra Norte de Sevilla. Durante mis circunnavegaciones, había pensado en ella y no había olvidado su belleza, pero pensar desde la lejanía no era suficiente para recordar la sensación de cercanía con la naturaleza. Y ya estaba de nuevo en la región que vio nacer y crecer a mi padre: Cerro Hierro, San Nicolás del Puerto, Constantina, Cazalla de la Sierra… Entre el gentío y el aire rancio de las ciudades, cuesta recordar un lugar sereno, un lugar en que cada bocanada de aire estuviese llena de un aroma fresco, un lugar en que solo se pudieran oír los susurros de Dios…

Ese día había tenido una mañana perturbadora. Dondequiera que iba, todo lo que veía me indicaba que estaba acercándose una era de cambios, y a mí no me gustaban los cambios. Mientras fumigaba uno de sus árboles con un nuevo y sofisticado aparato, José, viejo amigo, agricultor-granjero, me dijo: "todo lo quieren arreglar ahora con esto, Alfonso", y señaló con la mano el fumigador. Las palabras de José obligaban a mirar el aparato con que trabajaba y a percatarse de que eso mismo, o quizá más moderno, era lo que se iba a ver desde ahora en adelante.

Sabía el significado del comentario de José. Tan solo un lustro antes habría visto un árbol y habría depositado un poco de Yil en su raíz. Todavía llevaba en el maletero del coche un recipiente para este tipo de trabajos: una botella con cuello alargado que permitía que el líquido corriera fácilmente. El Yil solía mezclarlo con agua para que cundiera más. Pero todo esto estaba desapareciendo ya, y la frase de José traía el mensaje de que las cosas no iban a ser ya como antes.

Entonces estaba empezando una revolución en la agricultura y en la veterinaria. Todo se había convertido en una ciencia, y los conceptos valorados durante generaciones iban quedando en el olvido, mientras en el mundo de la tecnología aparecían nuevos métodos que estaban haciendo desaparecer los viejos procedimientos. Habían indicios de que algunos pequeños agricultores y granjeros estaban abandonando sus campos.

Esos hombres, con solo media hectárea, una vaca y unas pocas gallinas, todavía constituían el grueso de nuestra clientela. Pero empezaban a dudar si podían ganarse la vida con tan rácano patrimonio, y muchos habían vendido ya sus tierras a los terratenientes. Pero los más modestos, obstinados en seguir haciendo lo que hacían, por la sencilla razón de que siempre había sido así, eran los que valoraba: estoicos personajes, poseedores de la verdadera riqueza, que vivían con los valores del antaño y que hablaban y divulgaban el hoy tan en desuso dialecto andaluz, casi arrollados por la televisión.

Respiré profundamente, y antes de subirme de nuevo al coche miré hacia las colinas, cuyas cumbres atravesaban las nubes, hileras tras hileras, erguidas sobre la magnificencia de los valles, y empecé a sentirme mejor. Después de todo, la región no había cambiado en esto.

De pronto, me vino a la memoria un suceso que me ocurrió por estos pagos, antes de irme a Huelva: mientras conducía, en un momento de distracción atropellé a una pata y a sus crías, que atravesaban la carretera. Las crías murieron pero la madre quedó malherida. La cogí y la llevé al consultorio de Cazalla, pero allí no pudieron salvarle la vida. Tanto me impresionó que decidí estudiar la carrera de Veterinaria, aupado porque, aparte de que era mi vocación frustrada, tenía asignaturas comunes con mi carrera de Agrónomos, que apenas ésta acabé, ejercía exclusivamente de veterinario, con poca presencia en asuntos agrícolas. Algo en mi interior me obligaba a ayudar a los animales domésticos.

Eché una última ojeada y después conduje hasta el consultorio, que habíamos instalado mi socio Pérez y yo en San Nicolás, calle Real, número 19. El lugar se hallaba aparentemente igual, pero había sufrido cambios; todos mis hermanos se habían casado, y ninguno de ellos vivían en San Nicolás, y salvo Fredy, que tenía su casa encima del almacén de riego, ningún otro hermano seguía en la empresa que creó mi padre. Mi esposa, veterinaria también, y yo, con nuestro hijo vivíamos en una antigua casona a la entrada de San Nicolás, que habíamos comprado al poco tiempo de regresar de Huelva.

Cuando llegué abrí la puerta del coche, bajé y, a pocos pasos del consultorio, mi hermano casi me arrolla. Salía como una tromba. Me cogía del brazo y me decía:

-Hola, Alfonso, precisamente te estaba buscando en este momento. He tenido un accidente con mi coche, que se le ha roto el cárter en estos infames caminos y ahora no tengo un medio de transporte para seguir con mi trabajo. Al menos en quince días no estará reparado. ¡Y no sé qué hacer...!
-Todo menos la muerte tiene solución. Puedes usar el mío, o yo atenderé a tu clientela –respondí, tratando de tranquilizarlo.
-Gracias, pero a ti te va a hacer falta para tus visitas veterinarias. Y, además, esto va a ocurrir más veces. Y de ello quería hablarte. Me gustaría conocer tu opinión sobre comprar un coche
-¿Otro? ¿Para qué si en unos días tendrás de nuevo el tuyo?
-Pero uno auxiliar. De hecho, ya lo hablé con el vende coches Truyo, de Cazalla, para que me lo traiga. Y mira, ahí viene llegando –añadió, y se fue hacia la carretera.

-sigue-



Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Fredy siempre actuaba así. Pero, al fin y al cabo, la empresa de riegos era casi suya, solo estábamos negociando mi parte a cambio de un beneficio. Lo seguí, y allí estaba Truyo. Un Citroën Break taponaba la puerta de entrada al almacén. Y, Fredy, entusiasmado, se acercó al vendedor.

    -Hola, Truyo. Me dijiste dos mil duros, ¿no?

    Empezó a caminar alrededor del ranchera, retirando escamas de óxido de la pintura y revisando la carrocería. Era obvio que había pasado sus mejores días, pero la apariencia no era lo más importante si el motor funcionaba bien.

    -¿Va bien el motor y lo demás? –le preguntó a Truyo.
    -Claro. El motor está recién reparado; la batería es nueva y aún queda mucho dibujo en los neumáticos.

    Fredy empujó suavemente con el pie el parachoques delantero, y los muelles rechinaban.

    -¿Y qué dices de los frenos? Eso es muy importante porque. como sabes, nos movemos por caminos peligrosos, y este coche ranchera llevará siempre un mínimo de doscientos kilos de carga.
    -Perfectamente –contestó.
    -Siendo así, no te importará que demos una vuelta por las calles del pueblo.
    -Todas las vueltas que quieras, Fredy.

    Truyo era un hombre que frisaba en los sesenta y muchos y alardeaba de tranquilidad.

    Siguiendo las indicaciones de Fredy, Truyo se sentó en el asiento del lado del conductor, mientras él lo hacía en el del lado del volante.

    -¡Ven con nosotros, Alfonso! –gritó.

    Me apresuré y me senté en el asiento de detrás.

    -sigue-


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    editado marzo 2022


    El Citroën despegó bruscamente. Se podía oír un rugido del motor y un rechinar de la carrocería. Aun su serenidad, Truyo no podía evitar que el cuello de su camisa asomara un centímetro por encima de la chaqueta cuando salíamos a todo gas calle Real abajo. El cuello recuperaba su lugar, apenas el coche disminuía la velocidad y hacía un giro a la izquierda, con doble curva, pero reaparecía no bien empezaba a recorrer velozmente una calle estrecha. Llegamos a un tramo recto, largo y enladrillado, perpendicular a la calle Real, y el coche se lanzó como un rayo sobre él, pero al final del mismo se paró un poco para tomar una pronunciada curva a la derecha.

    -Es importante probar los frenos –le dijo Fredy, y después el auto se precipitó de nuevo hacia adelante.

    Pues sí, era verdad que estaba haciendo una prueba exhaustiva. El rugido del motor se convirtió en un alarido, y el cruce del Ayuntamiento se acercaba con alarmante rapidez. Entonces frenó, y el coche se fue hacia la derecha, cual cangrejo, y enfiló, como lanzado por una catapulta, hacia la plaza de abastos. Truyo llevaba la cabeza contra el techo, y se veía toda la parte trasera de su camisa. Cuando el coche paró de nuevo, empezó a sudar y a deslizarse en su asiento. Pero en ningún momento se le vio un gesto de queja.

    Después de bajarnos del coche, Fredy se tocó la barbilla. No le había disgustado el brío del motor, pero…

    -Tira a la derecha cuando frena. ¿Tienes uno más aparente, aunque valga un poco más? –le dijo a Truyo.

    Truyo no respondió. Se estaba recuperando. Tenía las gafas torcidas y la cara pálida.

    -Tengo uno que te va a interesar. De hecho, creo que es el indicado para ti –respondió, al cabo de unos instantes.
    -¡Bien! –exclamó Fredy, frotándose las manos-. ¿Lo puedes traer esta tarde? –añadió, preguntándole.
    -Esta tarde no puedo, don Alfredo. Voy a Sevilla –le cambió el tratamiento; quizás por el susto-. Pero se lo traerá mi hijo. Pasado mañana me pasaré de nuevo a verlo. Seguro que llegamos a un acuerdo en el precio –agregó.

    Nos despedimos, no sin antes mi hermano recordarle a Truyo que se quedaba esperando después de almorzar.

    Mientras entrábamos en la oficina, Fredy me rodeó el hombro con el brazo y me dijo:

    -Este es un paso más para nuestro negocio. Ya no tendremos problemas cuando se nos averíe un coche, siempre habrá uno que lo sustituya. De todas formas –sonrió-: disfruto mucho tratándose de coches.

    Verdad. Habían aparecido cosas nuevas, pero la región no había experimentado cambios, y tampoco mi hermano, que seguía siendo un loco de los coches.

    Pero mis relaciones profesionales con mi hermano eran excelentes, después de todo, era de mi sangre. Acordamos que él seguiría dirigiendo la empresa de riegos, y yo le echaría una mano en casos especiales, recibiendo una comisión por ello, además de los gastos de gestión, pero siempre que mis obligaciones veterinarias me lo permitiesen.





    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022


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