El té vespertinoLa tetera silba, el anciano apaga el fuego y vierte el agua hirviendo en una taza con la bolsita.
—- El té no le conviene a tu salud, pero tú mismo.
—- ¡¿Y a ti qué leche te importa, vieja?!
—- Me importa tu salud
—- ¡Ni fueras médico, que solo saben prohibir!
El anciano se sienta a la mesa, posando en ella la taza con una mano temblorosa.
—- ¡Me quitan el tabaco, el vinito, el sexo, el café! ¿Y ahora el té también? ¡Qué les den a todos ellos!
—- Haz lo que tú quieras, pero, al final saldré yo ganando
—- Ya, lo sé. Ahí, sentadita, esperando. Todo atado y bien atado. No eres tú tunanta ni na.
—- Yo soy como soy. No es egoísmo, es que no puedo ser de otra forma.
—- Claro. ¿Y cuándo insistías en que no hiciera ni puto caso al médico? Que un cigarrillo de vez en cuando no me vendría mal, que el vinito en el hogar del jubilado me ponía de buen humor, que desayunar huevos con chorizo era lo más sano… Eso lo decías por mi bien, con la mejor intención, ¿verdad, querida? ¡Pero qué perra y qué manipuladora eres!
—- Oye, sin insultar, que ya me estoy cansando de tus insultos. Solamente quiero que disfrutes de la vida. Que seas feliz con estas pequeñas cosas. No me gusta verte triste…
—- Claro, uno ya no está para tocar castañuelas. Sin una guapa mujer con quien pasar un buen rato, con lo que yo he sido, pero ahora... Y encima sin siquiera poder probar ni uno de los pocos placeres de esta puta vida. Lo que más echo en falta es el cigarrillo mañanero. Qué bien me sentaba, joder. Pero los años son unos putos cabrones.
—- Hombre, uno no te hará daño, digo yo. Mira, en ese cajón tienes un paquete entero.
Saca él el paquete y un mechero y enciende un cigarrillo. Aspira con ansia, como si fuera la primera (o la última) vez que lo hace. Ella lo observa, complacida. A la segunda calada, un ataque de tos lo deja sin aliento. Se ahoga. Cae al suelo y queda inmóvil. Muerto.
La anciana sonríe con su boca descarnada, casi sin dientes ya, a la vez que pensando las de cosas que iba a hacer con su suculenta pensión de viudedad, porque su esposo había cotizado, a la máxima, casi 50 años...
Antonio Chávez López
Sevilla enero 2000
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