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Atormentado cuando voy a morir

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII




Atormentado cuando

voy a morir





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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

    A modo de prólogo


    La vida y la muerte se encuentran tan próximas la una de la otra que, apenas nos dé por tirar la toalla, inmortalizarán ese consabido pacto inexorable


    Los abigarrados sucesos acontecidos en la vida del doctor en Medicina Alejandro Ceballos Palacín, 'Alex', protagonista de esta obra, son prendas suficientes para definir palmariamente a un hombre atormentado. La infancia, la juventud, la adultez, el amor _en su algidez y posesividad_, la castidad exacerbadora, y sobre todo el poco caletre para saber navegar en el mar de la vida, dieron macabramente al traste con una joven existencia de la que se presumía, mínimamente, longevidad.

    De este bagaje, abundante en hiel y en absoluto singular, saqué la idea para escribir Atormentado cuando voy a morir, un libro que contempla pasajes toscos, pero sin que dejen de estar patentes en esa parte de la sociedad que se siente identificada con ellos que, por suerte o por desgracia, la viña del Señor es un maremágnum, haberla hayla.

    Todo ello comienza, matizando, en una niñez gélida, poco feliz; una juventud alborotada por la vida y por sí misma; una adultez primitiva y fanática y más que nada una forma de conducirse del tal 'Alex', que no se acierta a poner en pie si obedecía a algunas de éstas tendencias, o a todas, si había predestinación, o si su subconsciente era el mejor de sus fans.

    Pero es preciso puntualizar que de mi libro he tratado de extraer la parte positiva, y es por ello que se me antoja que la andadura de 'Alex' podría ser enciclopédica, modestia si cabe aparte, para esas personas que se hallan inmersas en una vorágine similar, sabiendo de antemano, no obstante, que en el difícil caminar de la vida surgen, súbitamente, todo tipo de cosas, muchas de ellas inesperadas, que no se saben o no se pueden digerir.

    Aun todo esto, como persona y como autor de este libro, tengo que ser tolerante en comprender el estado de ánimos del lector. No siempre se está en disposición _por ignorancia, por la poca edad, por malos entendidos o porque se ‘cierren las persianas’ en los momentos claves_, para saber escoger el lado bueno o el menos malo de las cosas, que en definitiva es lo que contribuye, decisivamente, en aumentar el grado de experiencia en las personas.

    Acabo añadiendo que quienes esperen encontrar en este libro la imbécil apología de la jactancia o el elogio de las bajas pasiones, que a Dios gracias nos habitan, que no lo abran; que no lo abran quienes no recelen de las trampas de la vida, y tampoco quienes digan que no ha cometido un error. Yo, de mis errores, me siento muy orgulloso por sus lecciones provechosas, pero no así de mis aprendidas y ejercidas virtudes para culebrear en la selva de la vida. No obstante, no voy a caer en la fácil tentación de alabar los unos o de censurar las otras.





  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


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    No he sido feliz. Ni siquiera he llegado a saber concretamente en qué consiste eso de la felicidad. A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de conocer a personas de diversos pelajes y he podido comprobar que el bienestar moral puede aglutinarse en torno a las cosas más inverosímiles y contradictorias. Infinitos son los cebos que el hombre se pone para cazar esa utopía de la felicidad. A mí, siempre me han parecido artilugios con que nos pescamos nosotros mismos, de una forma ingenua, incansable, agotadora como el ratón queriendo atrapar al gato. Al menos yo, siempre he sentido una extraña sensación de estar luchando contra fuerzas invencibles.

    He sido un hombre de pasiones bien delimitadas: he amado y he odiado con todas mis fuerzas. Pero no creo que ninguna de estas cosas puedan ser venero de satisfacciones; en el amor me ha faltado generosidad, y en el odio, consecuencia.

    Un compañero de la Facultad, de nacionalidad italiana, me decía que yo era un retrógrado. Y tenía toda la razón. Soy un hombre de pasiones primarias, por tanto no haré recaer sobre nadie la culpa de mis descalabros. Yo mismo me los he ido labrando. El título de doctor en Medicina, que ostento, y la extensa cultura, a juicio de algunos, que he podido aunar, apenas si han influido en mí. A pesar de todos esos postizos intelectuales, sigo siendo un cavernícola.

    No obstante mi atavismo, y quizás, precisamente, a causa de él, no deja de haber en mí un margen de nobleza y posibilidades. Soy bruto, no malo. He bordeado el ámbito de una vida mejor, acaso feliz. En los últimos años he llevado una existencia loable, heroica casi, pero me han traído a ella los remordimientos y la impotencia. El rasgo se empequeñece ante mis ojos y no puedo verme sino como lo que soy: un infeliz y un cobarde.

    Es realmente curioso el comprobar la opinión que merecemos a algunas personas. En este hospital hay un practicante que tiene de mí un concepto tan elevado que me da risa. Del hecho que haya dedicado las últimas velas de mi vida a cuidar enfermos infecciosos, saca las más peregrinas conclusiones.

    ____¿Pero no ve usted que esto que hago no es más que una forma de suicidio? -le dije, en una ocasión.

    Me miró, incrédulo, y levantó hacia el cielo sus manos trémulas. Debía pensar que estaba riéndome de él o que yo hacía gala de una falsa modestia. Pero se equivocaba. Yo no tengo nada de qué vanagloriarme. En realidad, todo lo que hacen los hombres es tan insignificante y tan mezquino que la vanidad sólo puede alojarse en la mollera de un inconsciente o un necio. Repugna el ver las de maniobras raras que son capaces de hacer algunas personas para dar a entender que las cosas que hacen o dicen son normales, cuando saben que no lo son.

    Apenas si llevo escrito un folio y veo lo difícil que resulta hablar de uno mismo. Creo que los hombres adoptan ante sus avatares una de estas dos actitudes: o aligeran el fardo de sus culpas, pasando a pies puntillas, cándidamente, sobre sus peripecias, con cierto determinismo cómico, o se vuelcan en sus errores con torpe complacencia. Y en una y en otra, disfrazados de piel de cordero o haciendo trofeo de sus propias miserias parecen llevar oculto, bajo el faldellín de su conciencia, como un denominador común, el anatema bíblico Vanitas Vanitatis. Siempre he sido sincero, pero la sinceridad sólo me ha granjeado fama de bruto. Lo que en realidad soy: un hombre con cierta cultura, pero que prescinde de toda influencia libresca cuando rebosa en él o cuando acude al fondo primitivo de los sentimientos. Amén de todo eso, me han acusado de impúdico. Y con razón. Nunca he comulgado con los prejuicios con los que se disfraza la sociedad. ¡Los detesto! En ellos naufraga todo impulso noble y se quiebra, se empequeñece y se afemina todo gesto viril. Siempre me he mostrado desnudo y, por eso, vulnerable, a merced del primer mercachifle de la cortesía y las buenas formas que se presenta.

    El practicante, llamado Felix, dice que soy ‘todo temperamento; demasiada pasión para nuestra época’. Y un colega del hospital confesó que Felix dice de mí que, en otro siglo, podría haber sido un puntal de la santa iglesia: un San Ignacio de Loyola o un San Agustín. Es curioso. Si hubiera dicho un Barbarroja habría estado más cerca de la verdad. Me siento con mejor predisposición para ser bandolero que santo. Y lo digo sin ninguna jactancia, pues ya quedan lejanas las vanidades peyorativas de los veinte años y a estas alturas resulta desalentador llegar a conclusiones tan poco halagüeñas.

    Felix es un hombre corriente: bajito, calvo, delgado, desdentado. Ignoro su edad, que debe frisar en los setenta. Pero aun su baja estatura y su delgadez, desarrolla una actividad pasmosa: se mueve por el hospital cual zarandillo: sube y baja y está a la vez en todas partes. Todos los colegas decimos de él que parece que tiene el don de la obicuidad.



  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

    Aún no le conozco del todo; tan pronto me sorprende con algo absurdo, como con un buen sentido ‘sanchopancesco’. Algunas veces se muestra ingenuo y candoroso, cual niño, y otras, agudo y perspicaz. Los años aún no han empañado el brillo en sus ojos: se mueven con una extraordinaria viveza, o se acurrucan en las cuencas sumidos como dos puntos fulgentes. La bondad de este hombre es inefable, y creo que el rasgo más sobresaliente de su carácter es la modestia. Lo vemos destacar entre todos nosotros a fuerza de querer ser, de sentirse insignificante.

    Nunca antes he conocido a una persona que aúne sus virtudes. Durante meses, hemos hablado a diario, lo he sentido a mi lado, como una sombra, como algo útil, más que como una persona. Me ha costado comprender que había depositado en él mi poco caudal de afecto, el rescoldo que quedó de aquel incendio voraz, del deseo que un día me acometió de darme íntegro. ¡Sí, de darme íntegro! Y eso que no soy nada altruista, tocante a mi intimidad.

    Ahora me alegra saber cuáles son los sentimientos que albergo para con Felix. Se pone a mi lado, cual perrito fiel. Si quisiera, podría acariciarle. Me estremece pensar que, cuando yo muera, conservará mi recuerdo y llorará sobre mi tumba. Es un hombre muy religioso, y no sé si habrá obrado milagro, pero creo que los santos debían ser como él. Cuando entra en mi cuarto y veo su figura ridícula y su cara de pajarito, sonrío pensando que el día de mañana podría estar en los altares. Y no es que me burle de él, al contrario, nadie, excepto mi madre, me ha inspirado tanto cariño y respeto. Pero me hace gracia pensar que puede pasar de insignificante a intercesor del Dios imponente, Señor de los ejércitos y Juez inflexible. Pobre Felix. Y qué apuros iba a pasar.

    Hace ya medio siglo que presta sus servicios en este hospital, y es feliz aquí, donde sólo un consumado misionero vocacional lo puede ser. Pero su felicidad radica en el hecho de repartir su ternura entre estos pobres desgraciados. Es de una bondad dulce, pero no empalagosa.

    Aunque no soy vanidoso, ya lo dije antes, no puedo apartar de mi cabeza un sentimiento de petulante satisfacción al ver que me distingue con su afecto. Es que en Felix hay ese sentimiento maternal, de protección, que inclina a toda madre hacia el más díscolo de sus hijos. Su sola presencia me conmueve, a la vez que me proporciona las contadas alegrías que he vivido en este, ¿sepulcro? Cuando se me acerca y pone sobre mi frente febril su mano sarmentosa, experimento un bienestar completo.

    A veces siento un deseo de preguntarle la causa de su venida a este hospital, pero no lo hago porque seguro que la ha olvidado, si es que hubo otra, aparte de su apertura de corazón.

    Pensando, no sé todavía por qué me he puesto a escribir. Y debo reflexionar sobre esto. Sí, ¿por qué? Lo único que puedo decir es que hasta ahora me está siendo placentero. Es una experiencia interesante adentrarse en el terreno inédito del mundo interior y sorprender los ecos que dejaron en él las peripecias de la vida. Creo que los hombres viven hacia fuera y sienten terror frente a la introspección. Me he sentido mal en estos últimos días, pero mientras siga teniendo fuerza para seguir escribiendo, las horas transcurrirán con rapidez. Empero estoy seguro que debe haber un incentivo poderoso que obliga a escribir estas, ¿memorias? llamémoslas así puesto que de alguna forma han de llamarse.

    Sí, yo he visto en una mujer la posibilidad de ser feliz. Pero por esa mujer he llegado a la situación en que ahora me hallo. No fue culpa suya. Yo destrocé el ídolo con mis manos. Quizás por eso es que me haya decidido a escribir, para justificarme. En realidad, no sé si lo que deseo es que me perdone. Aunque esto no le debe costar porque yo le era indiferente y nunca me amó. Es probable que ahora sea feliz. Pero esto es una cosa que no se la deseo.


    ¡Ojalá que no seas feliz! ¡Ojalá que no!


    He permanecido varios días sin coger la pluma, y mil veces ha cruzado mi cabeza la idea de romper lo que llevo escrito. Me he sentido nervioso, insoportable, incluso he reñido ásperamente a Felix por no sé qué bobada. Mi médico temía que iba a darme un nuevo acceso de fiebre, y yo también lo temía. Veo que intentan ocultarme mi gravedad, pero sé que no voy a vivir mucho más. Los médicos dicen que para que pueda seguir viviendo es vital que lo desee. Pues bien, ¡no lo deseo! Me hallo cansado, solo, triste, desamparado, y de un tiempo a esta parte duermo con el deseo de no despertar. En realidad, el sueño de la muerte es el mejor regalo para una existencia así, como la mía.

    De nuevo he vuelto a escribir. Y ahora sé qué me obliga, por qué lo hago y para quién. He pensado sobre ello en los últimos días. Debería estar avergonzado por los hechos que protagonicé, pero no lo estoy; defraudado y dolorido por su ineficacia, sí. 


    Quiero que estas letras lleguen a ti y que raspen tu espíritu. No necesito que me perdones, no es tu perdón lo que necesito. Sólo hay algo que me llena de dolor: tu olvido. Quiero vivir en ti como un remordimiento, y es por eso que deseo que me odies. ¡Lo deseo un millón de veces!



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    Dos cosas cruciales han gravitado sobre mi vida con una fuerza inescrutable: la herencia de la sangre, y la amargor de una lucha desigual contra el medio en el que me he desenvuelto.

    Mi abuelo materno nació y vivió su niñez y parte de su juventud en Santander. Era un tipo con una fuerza tan grande como su brutalidad. Se ganaba la vida como peón, Pero no le gustaba trabajar. Era adicto al vino, a las mujeres y a las peleas. Y los otros hombres le temían. A los treinta años se enamoró de una moza, que aún no tenía los veinte. Pero su amor era agresivo. Ella le odiaba, y sus padres nunca habrían autorizado su boda. Pero él la acosaba con la procacidad de un sátiro. Los hermanos de ella, tres mozos más jóvenes que mi abuelo, un día le dieron una paliza hasta dejarlo herido. Esa noche se escondió detrás de un árbol y cuando al alba salieron sus agresores para acudir a su trabajo, entró en la casa y mató a la moza a puñaladas. Después huyó al monte y de él a Francia. Anduvo romero y vagabundo durante dos lustros, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Trabajaba en las minas, en la construcción, y en todo lo que le iba surgiendo, para sobrevivir. A los cuarenta años, quebrantado por los rudos trabajos y, sobre todo, por su vida de borrachera y crápula, tuvo la suerte de colocarse como portero en el ‘Hotel París’. Mi madre conservaba una fotografía suya, que yo miraba pasmado, siendo un niño. Usaba entonces una barba larga, para tapar una gran herida que le cruzaba la cara, y unos enormes mostachos. Vestido con el uniforme del hotel, había en él no sé qué de general revolucionario. Al año, se casó con una camarera del hotel, guapa y más joven que él, pero a menudo perdía la dignidad ante su marido.

    Pasados diez años del crimen, regresó a Santander. La noticia se propagó porque un mes antes de partir había escrito una carta a un ‘amigo’, que la divulgó. Ni siquiera llegó a ver el pueblo. Los hermanos de la difunta lo abordaron en el camino y lo mataron a garrotazos como a un perro. Decían por allí que se defendió cual tigre hasta su último aliento. ¿Y de qué le sirvió?

    Mi abuela materna era una mujer enfermiza, pero muy corajuda. Me decía mi madre que ejercía cierto dominio sobre su marido (Sansón y Dalila). Era muy religiosa, y a su constancia y celo se debió que su hija ingresase en un colegio de monjas, pese a las ideas anticlericales de su esposo. Se murió tres años después de que mataran a mi abuelo.

    Contaba quince años mi madre cuando se quedó huérfana. En el hotel le procuraron un empleo, y al cabo de un tiempo conoció a un industrial catalán, que estaba en París con su esposa en viaje de negocios, y que se la llevaron a Barcelona para trabajar como institutriz de sus hijos. La primera impresión que España dejó en el ánimo de mi madre era que los españoles éramos todos de la misma catadura. Impresión, ‘muy a la francesa’, que todavía hoy perdura.

    Mi madre se llamaba Josefa. En el pueblo le decían 'la Franchuti', por el acento. Ése apodo me sonaba más que el diminutivo 'Fefi' que le puso mi padre, que como era marinero y paraba poco en casa, tenía la posibilidad de escuchar nombrarla más de aquélla forma. 

    Murió
    cuando yo contaba ocho años. La consumió la miseria del hogar y la nostalgia del marido ausente casi todo el tiempo. Me quedan pues pocos recuerdos de ella, que son los únicos retazos risueños que la vida me ha dejado. Era alta, guapa, elegante y con clase, además de que tenía una bonita voz. En el colegio de París había adquirido algunos conocimientos, de dudosa utilidad, pero le servían de refinamiento. Sabía dibujar a la acuarela y al óleo, sabía tocar el piano y hablaba y escribía perfectamente el francés, y manejaba un amplio vocabulario del inglés.

    Me contaba cosas de su infancia. Sobre todo del clima exquisito del colegio francés, al que asistió en su niñez y en parte de su adolescencia. Su tono era nostálgico, pero nunca se quejaba. Amaba apasionadamente a su marido y todas sus calaveradas debían antojársele soportables.

    El matrimonio catalán se portó bien con ella, pero como hizo lo imposible por impedir que se casase con mi padre, no continuó manteniendo relaciones con ninguno de los cónyuges.

    Mis abuelos paternos nacieron, vivieron y murieron en Laredo. A mi abuelo le llamaban ‘El Quemado’, debido a que tenía un ojo fruncido por una cicatriz de una quemadura que se hizo de niño. Era de alta estatura, bien plantado y correcto en el hablar, pero socarrón. Tenía prestigio en el pueblo. Era pescador y consiguió ser patrón de pesca, con su propio barco.

    Mi abuela era una pequeñaja, pero vivaracha. Perdió tres de los diez hijos que parió. Pero conservó buen humor. Lo poco que le quedó de tanto sinsabor era una llantera fácil y una suspiradera, que se le escapaban incluso entre la risa. Era vanidosa, y muy anciana ya y casi ciega, no consentía ir a misa sin llevar sobre la cabeza su pañuelo de colorines de los años mozos, del que



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    decía, con ostentación y dicharachería, ‘mi pañuelo para pescar novio’.

    Mi padre era un tipo singular. Había en él una extraña mezcla de rusticidad y sentimientos delicados. Era un ingenuo. Sin duda, el mejor amante y el peor marido a la vez. Tenía buen humor y era ocurrente, pero nada de reflexivo y previsor. Sus facciones eran correctas, sólo la nariz desentonaba por su envergadura. Todo él era un fanfarrón, pero no reñía con nadie. Mi madre, que sí era excitable, a veces se ponía nerviosa y casi agresiva. Lo amaba tanto que cuando se sentía sola quería pelea, en busca de ‘las reconciliaciones’. Mi padre la miraba por encima del hombro y le decía, sonriendo:

    ____A ver si te callas ya de una vez, 'Franchuti'.

    Este apodo, del que no podía apearse y que tenía la virtud de ponerla de malauva, le parecía ultrajante a la vez que halagador en los labios de mi padre. Y luego de que esto ocurría, rompía a reír, colgándose del cuello de su esposo; cupida, sumisa y feliz.

    Mi padre conoció a mi madre en Barcelona, en una escala de cuatro días que su barco hizo en ésa ciudad. Él y otros marineros habían 'empinado bien el codo'. Por una calle desembocaron en Las Ramblas, cantando a grito pelado. Mi madre pasaba en ese momento frente a ellos.

    ____¡A que no tienes huevo de dar un apretón a ésa! –le dijo uno de los otros marineros, señalando a mi madre.

    Lo miró, erguido, y después siguió, tambaleante, a mi madre y la cogió de la cintura. Ella lo empujó fuertemente y lo increpó en español y en francés: ‘¡Vete a la mierda, cachondo!’. ‘¡Bète la merde, cochon!’.

    ____Los franchutis tienen una manera de hablar que no hay Dios que los entienda -decía al llegar a ese punto de su relato, que le escuché narrar tantas veces.

    Después de la vergonzante actitud de mi padre, mi madre buscó el auxilio de un guardia, y mi progenitor fue detenido y puesto a disposición del juez, quien lo condenó a treinta días de encierro. Diez por cada delito imputado: ‘borrachera, atentado contra la moral y escándalo en vía pública’. Y como su barco levó anclas, perdió su empleo. Ya en la cárcel, pasó todo el tiempo pensando en cómo vengarse.

    Cuando lo soltaron indagó a través de un funcionario la dirección de la mujer ultrajada, alegando que iba a pedirle perdón. Y con las mismas, se fue a buscarla.

    Cuarenta días después se casaron.

    Amó a su mujer con toda su alma. Además, sentía adoración y gratitud por ella. Mi madre, después de todo, por su educación y por el medio en que había vivido, tanto en el colegio de París como en Barcelona, era una señorita al lado del zafio marinero, que admiraba sus modos distinguidos -de señoritanga, decía él-, sus dibujos, sus conocimientos de música, de idiomas. ¡Y qué sé yo! La consideraba un portento. Y el que mi madre lo amase, fue decisión de la suerte. Pero mi padre no se veía en situación de inferioridad; amaba mucho a su mujer y era correspondido. El amor ejercía en ellos como un bumerán. Además, mi padre era un hombre seguro de sí.

    Como era de prever, ya casado seguía siendo tan irresponsable como siempre. Ganaba un sueldo exiguo, que el vino, el juego ‘yy…’ reducían a la mitad, y con la otra adquiría para su mujer un lote de chucherías más ostentosas que útiles. Cuando venía a casa con permiso traía muchos regalos, y 'Fefi' se lo agradecía ‘con grandes muestras’. La veía feliz y no se le ocurría pensar que con ‘sus genialidades’ nos mataba de hambre. También para mí traía costosos juguetes. Recuerdo haberme quedado dormido algunas noches abrazado a un magnífico mecano o un novedoso scalextric, oyendo cómo rugían mis tripas. Pero me envidiaba el hijo del tendero rico del pueblo, y esto mitigaba mi ‘pequeño’ sinsabor.

    Mi madre nunca le hacía objeción alguna; ‘si su esposo era un inconsciente, ella era una chiquilla’. Esperábamos a mi padre como a un rey mago, y eso a él le hacía ilusión, a la vez que mi madre olvidaba, súbitamente, todas sus penas apenas se veía estrujada entre los brazos de su amante marinero.

    En una ocasión en que el barco en que faenaba mi padre hizo una escala de diez días en Marsella, se fue a París a comprar, en la ciudad natal de su esposa, una copia en nácar y en miniatura de La Torre Eiffel. La pobre 'Fefi' nunca dejó ya de hablar de la delicadeza de su esposo, ni pensó que ‘esa delicadeza’ había supuesto el sueldo de un mes. Pero la apoteosis de mi padre fue una vez en que habiendo ganado a las cartas una buena suma de dinero, la invirtió íntegra en comprar un piano. Mi madre fue en esa ocasión, mes antes de morir, la mujer más feliz del globo. Se abrazó a mi padre y, trémula de emoción y amor, la vimos llorar sobre su pecho.



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    ____¡Bueno, bueno, 'Franchuti', ya está bien! ¿No tienes mejor sitio que mi camisa para limpiar tus narices? –le dijo.

    Ni que decir que todo el pueblo desfiló por mi casa para ver el piano. Yo estaba tan feliz que hasta olvidé mi hambre; me sentía inflado. Y en cuanto a mi madre, para qué hablar. Por única vez estuvo a punto de perder las composturas e irse a la greña con una insidiosa que se atrevió a decirle:

    ____¡Sí, hija, sí! ¡Tu hombre mucha chulería y mucha fantasía, pero os va a matar de hambre!

    Mientras mi padre andaba forastero, se escribían como novios. Las cartas iban y venían, cupidas, copiosas. Las conservo todas. El estilo de mi madre era inconfundible: barroco, florido... Pero bajo la hojarasca podía pulsarse la arteria de una conmovedora ternura. Por contra mi padre escribía vulgarmente, encabezando cada línea de igual modo: ‘querida 'Fefi', también te diré que…’. Y no sé qué singular encanto primitivo tenía ésta frase que a mi madre entusiasmaba. Le contaba trivialidades de su vida en el mar, las escalas que hacían y el amor que sentía por ella, que en las cartas de mi madre era el tema principal. Se notaba que mi padre hacía esfuerzos por usar el mismo tono pomposo que su mujer pero al final de las cartas, la pasión le desbordaba y salían de su pluma palabras, crudas, desgarradas, que encendían de rubores y ansiedades a su esposa, a juzgar por el estado en que quedaba después de leerlas.

    En fin, no sé si esto es corriente, pero mis padres se amaron como el primer día los nueve años que estuvieron casados. Es verdad que en ése tiempo estarían juntos un año, puesto que los viajes de él eran largos y los permisos cortos, y puede que esté aquí el origen de un entendimiento permanente, pues no hay mejor forma de llevarse bien con alguien que no se ve más que de año en año. Pero acerca de esto tengo pocos elementos de juicio, porque era aún muy niño cuando murieron y escasos los datos que más tarde he podido reunir. No obstante, me inclino a pensar que, dentro de su simplicidad, eran, en este aspecto, dos seres de excepción. Y aún diría que yo he heredado parte de ese primigenio impulso amoroso, del que a veces, sólo a veces, me he sentido orgulloso.

    Mi madre, hasta sus últimos latidos, vivió para el recuerdo de mi padre. Naturalmente, permanecía ausente mientras agonizaba. Hasta que una mañana se incorporó cual resorte y dijo con voz enérgica

    ____¡Alex -mi nombre, Alejandro, le sugería este apelativo-, sal a recibir a tu padre. ¿No ves que ya ha llegado?!


    Luego,
    fatigada, se bajó de la cama, para ir a tocar el himno que había estado ensayando hasta que cayó enferma. Llegó al piano antes que la mujer que la cuidaba pudiera evitarlo, se apoyó en él y entre llorosa y alegre, dijo: ¡cher mari, mon chèri! Después se llevó la mano al pecho y se desplomó. Cuando nos acercamos para levantarla, ya no respiraba. Acababa de morir.

    Mi padre tardó un trimestre en conocer la fatal noticia. No se la quiso creer hasta que dos meses después su barco arribó en el puerto del pueblo. Yo era muy pequeño para darme cuenta de las cosas, pero, así y todo, aún no he conseguido olvidar lo que me impresionó la expresión en su rostro.

    Entró en nuestra casa con una cara extraña, una cara que nunca le había visto antes. Me acerqué cohibido, pero él me apartó, sin hablar. Al poco, empezó a caminar, como sonámbulo. Llamaba a mi madre con una voz tenue, con musicalidad: ’Feeeeeeefiiiiiiiii, Feeeeeeefiiiiiiiii…’. 

    Pasado un tiempo, que no sé precisar, nos fuimos al cementerio. A mi madre la habían enterrado en el suelo. Hierbas y ortigas crecían exuberantes junto a un sepulcro incipiente. En una cruz, pintada en negro, podían verse seis letras churretosas: JOSEFA. Sobre ellas colgaba todavía el recuerdo marchito de una ajada y descolorida corona de flores.

    Mi padre miraba todo con ojos espantados. El sol hacía pleno en su cara. Su gorra, que no había pensado en quitársela, dejaba después una cinta blanca en su frente. Corrían lagartijas sobre una losa próxima. Por el ventanuco del osario, lleno de despojos, entraba a raudales una luz solar. Una calavera se doraba entre horripilantes huesos, salpicados de tierra y verdín. Mis ojos se desperdigaban en todo lo que había a mis alrededores: losas de los ricos, de lujosos mármoles blancos, grises o negros; musgos guarreados; altos cipreses, sonoros de pájaros; un cielo estival, rubricado de golondrinas y vencejos. Pero yo no quería mirar al hombre que había a mi lado, que como estaba roto de dolor y ya conocía sus reacciones, empezaba a sentir temor. Y así fue. De pronto, empezó a gritar en forma terrible. Mezclaba los insultos con las frases más tiernas, y todo ello dirigido a mi madre.

    ____¡Esto es traición! ¡Sólo una zorra 'franchuti' podía hacerme esta putada! ¡¿Cómo voy a vivir ahora sin ti, 'Fefi'?! ¡Tenías que ser 'franchuti' para comportarte así! ¡¿Por qué no esperaste al menos hasta que hubiese estado a tu lado?!

    Entonces yo no tenía capacidad para comprender éstas y otras frases tan gráficas, y aún hoy me llenan de estupor cuando las


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    recuerdo.

    Luego se golpeaba la cabeza: ‘¡maldita mi puta suerte!’. Gritaba con voz ronca y crispadora. Parecía el quejido de un animal. Se tiraba al suelo entre convulsiones y náuseas. Pensé si no sentiría dolor por las ortigas y las piedras. Pero rompí llorar.

    Me miró furioso, con ojos inyectados en sangre-: ¡fuera de aquí, llorón! –me dijo, finalmente.

    Escapé de allí a todo gas, sin dejar de llorar. Esa misma noche vinieron a contarme que lo habían sacado del camposanto en un lamentable estado de postración, y que luego, algo repuesto, se fue a la ciudad para comprar una losa azul mar. Supuestamente, estaría en Santander hasta que terminasen de pulirla, porque al otro día, él mismo la colocó sobre la tumba. Todo el pueblo fue al cementerio para verla. Ira y pasmo era lo que reinaba entre los asistentes después de leer lo que mi padre hizo grabar en ella:

    AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE FEFI Y PEDRO, EL ÚNICO
    HOMBRE QUE SE ACOSTÓ CON ELLA. MUERTOS EL...

    La fecha cincelada era la de la muerte de mi madre. El cura del pueblo no permitió semejante atrocidad. Josefa Munitis Risi, así quedó para la eternidad, esculpida la fecha correspondiente.

    Como era de prever, se produjeron comentarios de todo tipo. La mayoría pensó que al pobre Pedro le había comido el cerebro la muerte de su esposa. El cura temía que se suicidase, e intentó persuadirle. Pero mi padre, sin consideración, del cementerio lo echó a empellones, con cara y modos de pocos amigos.

    Pero no creo que pensase en matarse, al menos en ese día. Y la muerte que tuvo lo confirma. Era optimista y en su ánimo debía prevalecer el convencimiento de que cuando quisiera morir se moriría. Y se acabó. Su filosofía de la vida era bien sencilla.

    Luego de orar sobre la tumba llorando a mares, se fue a la tasca y bebió vino hasta perder el sentido. Un amigo lo trajo a la casa. Pero tal episodio se repitió durante varios días consecutivos. En las noches le escuchaba hablar, con voz lastimera, llamando a mi madre.

    Una mañana después de eso, con la cabeza bien despejada, fue a la iglesia. Ya allí, le dijo al cura.

    ____Quiero confesarme.

    Pero no bien recibió la absolución, se encaró con el sacerdote.

    ____¡Ahora ya estoy en paz con Dios¡ –miró hacia el cielo-. ¡¿No es esto lo que predican ustedes?! ¡Por tanto, ya no hay nada de qué temer!

    ____Sí, Pedro, sí. Ya estás en paz con Dios. Y esto es bueno para ti. Ahora te será más llevadera la muerte de…

    ____¡Eh, pare el carro, curita! -lo interrumpió, y añadió-: ¡si ya estoy en paz con Dios, se acabó la conversación! ¡Lo único que ahora me importa es mi hijo y reunirme con mi mujer!

    Desde que murió mi madre, hacía las comidas en la casa de una prima de mi padre, pero seguía durmiendo en la mía. Me hallaba desayunando una mañana, cuando mi padre entró, impetuoso. Mi tía estaba enferma, por lo que no había ido a trabajar ese día.

    ____¡Ven a mis brazos, hijo! –fui corriendo hacia él. Al recibirme, me levantó y me apretó con tanta fuerza que me hizo daño.

    ____¡Cuídamelo! –miró a mi tía, dejándome de nuevo en el suelo, y añadió-: ¡tú sabes que hago largos viajes y uno de ellos podría ser el último! ¡Además, me debéis muchos favores!

    ____¿No somos de la misma sangre, después de todo? Descuida, primo, aquí le trataremos como a un hijo propio -contestó.

    ____¡Si yo vivo, cuidaré de que así sea, pero si la espicho y no lo cuidáis, por mi 'Fefi' que vendré a vengarme! ¡Así que ya puedes ir diciéndoselo a esos trozos de carne de tu marido y tus hijos!

    Mi tía empezó a refunfuñar, pero mi padre se fue hacia la puerta de salida a la calle, no sin antes darme otro abrazo. Luego salió de la casa, con una expresión extraña.

    Mi tía alzó la voz: -¡y el fantasmón ese!-. Y yo empecé a llorar, sin saber por qué. Bueno, en realidad tenía un presentimiento…

    Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el sepulturero lo encontró muerto, de bruces sobre la tumba de mi madre.

    La muerte de mi padre dio que hablar. El forense pidió que se le hiciese la autopsia, ‘para salvar su responsabilidad’. El cura no quiso aceptar que se hubiese suicidado un hombre que acababa de confesar sus culpas. El alcalde no sabía a qué carta jugar. Y como el cadáver no presentaba señales exteriores de violencia, algunos decían que se había envenenado, pero una mayoría lo achacaba a las borracheras diarias y a la falta de nutrición, ya que en los últimos días no se le vio probar bocado. Por lo tanto, este misterio, en misterio quedó. E ignoro cómo lo arreglaron,



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    pero Pedro Ceballos Mol fue a yacer junto a Josefa Munitis Risi, sin pasar por la autopsia. Y el parte de defunción, que conservo, dice así: ‘muerto de muerte natural’. Y esto era lo más acertado: muerte natural, lógica, inevitable, porque el marinero se sentía fuera del mar de la vida, justo desde el mismo momento en que la nave 'Franchuti' naufragó.

    Mis nueve años me encontraron, pues, huérfano y lloroso. Hasta entonces no había sido demasiado feliz. Mis padres me querían. Cierto. Pero a cortas edades el amor tiene un campo limitado y materialista, y los besos y las caricias no bastaban para olvidar el hambre. Mientras mi padre estaba en casa, nos manejábamos bien. Pero cuando partía, se agotaba el remanente que se había podido salvar de sus despilfarros, y nos comía la necesidad. Mi madre trabajaba hasta las tantas, dejándose la vista en la aguja, cosiendo para la calle, y yo merodeaba en la playa y el malecón a la pesca de lapas y mejillones, y también asaltaba las huertas. Y a veces hundía la zarpa descuidera en los cestos con pescado, mientras descargaban las grandes embarcaciones.

    Cuando falleció mi padre, se liquidaron nuestros pobres enseres, para sufragar su entierro. Y el piano, que tanta felicidad dio a mi madre, aunque la precariedad no entiende de utopías, se vendió para enjugar los gastos que habían originado la enfermedad y la muerte de ella. 

    Entonces me fui a vivir a la casa de mis tíos. Ya allí, con la ración más corta, y nada de juguetes, me faltó además el lenitivo de un algo cariñoso. Era una carga para ellos y diario me refregaban el bodrio que me daban. Y si no me impedían la entrada en su casa era por el temor a la crítica del pueblo. Además, mi tía era muy supersticiosa. Aquella amenaza de mi padre la tarde antes de su muerte, dejó en su ánimo un cúmulo de singulares sobresaltos. Mientras me zurraba, con su habitual brutalidad, me decía entre golpe y golpe: ‘no creas que le temo al fantasmón de tu padre’. Pero algunas noches se despertaba gritando, como loca. Y a mi tío, esos ataques de histeria eran de las pocas cosas capaces de sacarle de su imperturbabilidad: le sacudía un fuerte mamporro que tenía la virtud de curarla de toda clase de espanto. Pero ella seguía lloriqueando, porque era taimada y le gustaba hacerse la víctima. Empero, no tardaban los dos en dormirse y en roncar, plácidamente.

    Mi tío, en
    su juventud, era pescador en las costas de Huelva, y luego siguió con el oficio en las costas de Santander. Salía todas las mañanas antes del amanecer, y regresaba entrada la tarde, apestando a pescado, a tabaco y a peleón. Era insensible como un tronco; si mi tía, alguno de sus hijos o yo le importunábamos nos atizaba un soplamocos con mano encallecida sin molestarse siquiera en abrir la boca. Mí tía tenía siempre a uno de sus hijos de centinela en la puerta. Apenas escuchaba: ‘¡viene mi padre!’, se apresuraba en poner la olla en la hornilla. Cenábamos todos en total silencio; sólo nos acompañaba un sonoro sorber; una escala musical de diversos tonos, desde el más retumbante de mi tío, el no menos de mi tía, hasta el tenue de los chiquillos, y todos ello se entrelazaba entre la más grosera de las armonías.

    Ya cenados, si el amo venía de buen humor liaba unas hebras de tabaco en una hoja de papel de fumar, y mi tía, tenaza en mano, aguardaba paciente la frase sacramental:

    ____Carmen, la brasa. (*)

    Obedecía enseguida dejando la brasa en la mano callosa de mi tío, que encendía su cigarro mientras chirriaba la zarpa sudorosa y la epidermis nielada de suciedad. Otros marineros hacían esa maniobra en forma similar, pero más espectacular: ya prendido el cigarro, dejaban correr la brasa sobre la palma de la mano, sin ninguna muestra de dolor. Todo un gesto de ‘lobo de mar’. A mí me llenaba de asombro y curiosidad esa operación y tenía por un dios menor al que la hacía.

    Mientras mi tío fumaba su cigarrillo, mi tía fregoteaba los platos. Y los niños chillábamos y nos peleábamos como fieras. Y mi tía, feliz de que ‘su hombre’ estuviese de tan buen humor, nos reñía suavemente.

    ____Parar ya, diablillos. ¿No veis que molestáis a vuestro padre?

    Pero cuando mi tío venía cabreado, se levantaba sin hablar y se iba a la cama sin fumar. Y mi tía se daba prisas en fregar, y si alguno de los niños alzábamos la voz, cogía las tenazas y nos santiguaba, sin soltar palabra.

    Pero mi tío no obraba así por petulancia o por prurito de amo de la casa, sino porque era un bestiajo; cara ancha, de enrojecidas mejillas e impasible cual careta de cartón: el típico sujeto al que es difícil saber su estado de ánimo. Los ojos fruncidos obligaban al párpado superior a montar más de lo normal sobre el globo ocular, lo que además de impedirle ver bien, contribuía en dar a la cara una expresión de estupidez.

    Cuando en la tasca bebía demasiado, se le soltaba la lengua y hablaba de la Guerra de África, donde, ignorando la existencia del peligro, se comportó como un héroe.



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    (*) Made in Manolo Chávez; recuerdo familiar, fuera del contexto de este libro. Sólo es una evocación de la forma tan lacónica de expresarse el antes citado, hermano de este autor.

    Y también de su vida en el cuartel de Regulares de Ceuta, en el que, según me enteré más tarde, completó con otros cuitados el pelotón de los torpes. Como tenía una zancada lenta y pesada, como un oso, le costaba llevar el paso. Pero ni su heroicidad en el frente le enorgullecía, ni su torpeza le ruborizaba. Solamente se jactaba de ser listo. ‘A loj padrej –decía, aspirando la ‘S’, a lo andaluz, por un prurito de bellaquería, y en plural para poner de relieve una veteranía que traspasaba los límites de la posibilidad individual-, naide je la da con quejo’. Y así, de tan banal vanidad, nació el mote de 'Lopadres', con que le motejaban los otros soldados y los altos mandos, además de la gente del pueblo, al regreso del servicio militar.

    Mi tía era una tarasca con un carácter agresivo pero trabajadora e incansable cual mula: alta, flaca: un fardo de huesos. Un cutis blancucho, salpicado con pecas, y unos pelos, entre negros y canos, en los que nunca entraba el peine. Se rascaba la cabeza a dos manos, y descargaba su genio intemperante y agresivo en las vecinas, que temían su dialéctica procaz y a su fuerza, que podía medirse a la de un hombre aun lo flaca que era. Acarreaba pescado en la playa, el malecón, y luego lo vendía en las calles del pueblo. Limpiaba pisos y aceptaba toda faena, trabajando desde el amanecer hasta el anochecer. Sólo tenía una flaqueza: el anís, y un único motivo de sobresalto y temor: 'Lopadres' y lo último la ponía a cubierto de lo primero. Sin perjuicio de que de vez en cuando adquiriese algún otro licor, al que daba cupidos chupetones y que ocultaba a ojos de 'Lopadres'. Era una mujer vanidosa. Desparpaba porque tenía marido y un vientre fecundo. Se le llenaba la boca mientras decía ‘mi hombre’. Cuando estaba embarazada –me dijo mi madre- se ataba el delantal por debajo del pecho y repantingaba el cuerpo hacia atrás, proyectando un vientre deforme. Caminando por el pueblo, se regodeaba con insolencia cuando la miraban algunas solteras, o algunas otras mujeres que ella sabía que eran estériles.

    Mis tíos tenían cuatro hijos: dos varones y dos hembras, en dos años escalonados, desde los ocho a los catorce. Los mayores, del sexo masculino y crueles como diablos, me trataban todo lo peor que podían, y su madre los alentaba. Siempre andaba yo minado de cardenales y chichones. Pero con mis primas estaba en mejor armonía, pues soportaba, mañana, tarde y noche, que me trajesen de mandilete protector. Iba con las dos a la playa, antes incluso de morir mis padres, y desde que vivía en casa de mis tíos, nos pasábamos allí todo el día. Pescábamos quisquillas en los hoyos que iba dejando la bajamar, cangrejos y sardinas en la playa, bígaros en rocas, lapas en el malecón y mejillones en las marismas, y nos lo zampábamos crudo, a lo bestia, y algunos entraban en las bocas pataleando. Y con esos aperitivos ‘de gente pudiente’, íbamos apaciguando nuestra hambre.

    A la escuela fui a intermitencia, un día sí y otro no. Además de hacer rabona cada dos por tres. A leer y escribir aprendí casi de milagro. 

    En un pueblo junto al nuestro había un colegio de frailes, cuyos daban enseñanza gratuita a los hijos de familias humildes que demostrasen interés en los estudios. Los frailes aquellos eran muy rígidos. Mi tía logró, a costa de llenar de pescado el buche del maestro de mi pueblo, un informe favorable para mis primos y para mí y, sin más, nos hizo ingresar. En lo que a mí respecta, no veía altruismo en su gesto, sino que como mi maestro decía que yo tenía capacidad para los estudios, confiaba en que con mi ayuda podían salir adelante sus hijos Se pirraba por verlos colocados en el futuro en una oficina de Santander o de Laredo, donde habían hijos de marineros que iban y venían al pueblo en fiestas locales o en vacaciones y con dinero. Como decía mi tía: ‘desampedrando las calles, maqueaos de señoritingos y con desparpajo de cartera’.

      Yo tenía en ese entonces diez años, y mis primos, Dani y Nico, dieciséis y catorce. Dani y Nico eran corruptelas familiares de Daniel y Nicomedes.

    En el aula que nos ubicaron, los niños de más edad no eran más altos que yo, y los grandullones de mis primos se convirtieron en el hazmerreír de la chiquillería. Especialmente Dani, que era un zanquilargo desgarbado y sin un adarme de inteligencia. Pero ninguno de los tres poníamos interés en estudiar. Aunque yo, sin gran esfuerzo, me situaba entre los diez primeros de la clase, en una gris medianía en la que estaba a cubierto de la envidia de los más inteligentes y de los correctivos que les imponían a los más torpes. En cambio, mis primos no pasaban de los últimos puestos, por más que yo les ayudaba en lo que buenamente podía, acuciado sin cesar por mi convenida tía.

    Confieso que al principio me reía de la torpeza de aquel par de troncos, que tan mal se portaba conmigo. Cuando a final de mes nos daban las notas, mi tía los vapuleaba en la mañana, y por la tarde, 'Lopadres' les atizaba tales soplamocos como para dejar leso a un buey. Ese espectáculo, que lo veía como mi venganza personal, me gustaba.



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    No obstante, una de aquellas mañana durante el recreo estaba en el patio jugando al fútbol con los grandullones del Quinto; le quité el balón a uno de ellos y le hice un regate. Le cabreó tanto que echó a correr tras mía derribándome al suelo de una patada en el trasero. Me levanté, hecho una fiera, y quise ‘darle’, pero como era más alto y fuerte que yo, me desarmó de los primeros puñetazos. Sangrando por la nariz y la boca y llorando de rabia y dolor me lancé una y otra vez contra él, de manera que me dejó que no había por dónde cogerme. Cogí una piedra que vi por allí y traté de tirársela, pero me atrapó la mano y me arrastró por el patio, sin que ninguno de los otros alumnos presentes hiciese el más mínimo intento por prestarme auxilio. Finalmente, tuve que abandonar el campo de batalla, herido, furioso y lloroso.

    Cuando entramos a la clase -mis primos habían permanecido allí castigados-, Dani me preguntó qué me había ocurrido. Se lo conté, sollozando aún.

    ____Tú tranquilo, primo. Ya le daré yo a ese cabrón cuando esta tarde salgamos del colegio –me respondió.

    Aquella vez, como alguna otra más, me asombró ver cómo Dani, que seguía zurrándome por lo más baladí, hacía causa común conmigo, siempre que la agresión partía de alguien que no fuese él o su hermano.

    Ya en la calle, Dani y el otro hastial, que tampoco era manco, se dieron una paliza de solemnidad. Ganó mi primo, y yo me sentí orgulloso. Al regresar a la casa de mis tíos, sucios de polvo, de sangre, y con la ropa desgarrada, mi tía la emprendió a golpes con nosotros e incluso con Nico, que en nada había intervenido y que prácticamente se estaba enterando de lo ocurrido por la severa reprimenda que recibimos de su madre. Y por la noche, mi tío, por añadidura borracho, ratificó la expeditiva actitud de su mujer con uno de esos bofetones de cuello vuelto que tenía la virtud de curar de ardores bélicos durante una temporada.

    Pero aun sin suceder ese episodio justiciero de Dani, y otros que dejaban en mí un reconcomio de simpatía hacia mis primos, el ensañamiento del que eran objeto por parte de dos integrantes del colegio, había inclinado mi ánimo hacia los dos ‘cerrados de mollera’. Uno de los que más se pasó fue Ñito, ‘el niño prodigio del colegio': un pigmeo empollón, acusica y sobón. No era más inteligente que mis primos, pero poseía una de esas prodigiosas memorias que tan frecuente es privilegio de los cretinos Había logrado el número uno de su clase, y se burlaba de Dani y Nico, encarnizadamente, prevaliéndose de que ni le tocasen debido a su corta edad -nueve años-, a lo enano que era y al prestigio que rodeaba su pedante persona, puesta de ejemplo de buena estudiante por el profesorado del colegio, especialmente por el señor Nistal.

    ____¡El día menos pensado se va a enterar ese niñato! -oí decir a Dani, que añadió-: ¡como hay Dios que le daré lo suyo!

    El otro que los acosaba con una ojeriza inhumana era el profesor antes citado, el señor Nistal, que impartía clase de Gramática a Primero de Comercio, lo que nosotros cursábamos. Era un sujeto de ascendencia italiana, estatura media, cuarentón, petulante y de cierta cultura, además de poner en práctica su perversidad para martirizar a su alumnado. Sobre todo a los que, como Dani, soportaban sin inmutarse, estoicamente, sus golpes, sus insultos y sus bromas de pésimo gusto.

    Aunque mis primos no eran cobardes y tampoco tenían sentido del ridículo, entraban temblando a su clase. Empezaba siempre Nistal con las mismas palabras, que todo el alumnado, menos lógicamente Dani y Nico, aguardaban con risas y burlas.

    ____Caros alumnos. Hoy vamos a escuchar un auténtico curso de gramática. A ver… A ver… ¡'Lopadres' mayor!

    Comenzaba a escucharse una explosión de risa.

    Dani se levantaba, amedrantado y nervioso.

    ____¿Quieres explicarle a tus compañeros qué es el artículo?

    ____El ar…tí…cu…lo… El… ar…tí…lo... -tartamudeaba.

    ____En efecto, signorino. Eso es lo que te he preguntado.

    Nueva borrasca de risas.

    ____El… ar…tí…cu…lo… -volvía a tartamudear.

    ____Bueno. En vista de lo cual, te buscaré ayuda. A ver si salís de este apuro. Veamos… Veamos… ¡'Lopadres' menor!

    Los hacía sufrir. Luego les ordenaba que se pusiesen en medio de la clase y les ponía una corona, hecha con papeles viejos.

    ____Caros alumnos, todo tiene al cabo su recompensa. Hasta la ciencia, tan menospreciada de ordinario. Ved aquí, para gozo, a estos dos doctos, coronados por sus propios méritos.

    Al poco, previo acuerdo, pedía un voluntario para que explicase a mis primos lo que no habían sabido responder.

    ____¡Yo, yo, señor maestro, yo! -se ofrecía enseguida Ñito.



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    Sucedíase entonces un espectáculo odioso. Y siempre era así. Y tanta reiteración resultaba ya chocante.

    ____¡Tráemelos aquí, Ñito! -respondía Nistal.

    Y Ñito, con su risita malévola en los labios, se empinaba, cogía a cada uno de la oreja y los llevaba junto a la tarima, donde se encontraba la mesa del maestro.


    ____Grazie, Ñito. Y ahora, diles lo que es el artículo.

    ____El artículo es... –soltaba la retahíla, sin dejar atrás una coma.

    ____¡Repetidlo! ¡Mamelucos!

    Y tal escena transcurría entre carcajadas, y las dos víctimas se entregaban, sin siquiera poder exhalar aliento.

    ____¡No lo han oído! ¡Díselo otra vez! ¡Bajad la cabeza, burros!

    Naturalmente, no podían decir palabra. Estaban excesivamente nerviosos y humillados.

    ____Patatín, patatán. Por un oído me entra y por el otro me sale. ¡Grítaselo! ¡Y vosotros, ¡imbéciles!, abrid las orejas, y a ver si se os queda en vuestras cabezas de cernícalo! –insistía Nistal.

    A veces Nistal se cansaba de lo mismo, y entonces les ordenaba que se pusiesen de rodillas con los brazos en cruz. Luego, rulaba cerca de ellos vigilante, y si algún brazo perdía la horizontalidad, les golpeaba con el puntero. Pero como mis primos eran fuertes, el ocaso no se producía no bien quería el maestro. En vista de lo cual, acudía al recurso de poner varios libros en cada mano, sin poder bajarlas ni para rascarse. Había visto varias veces a mis primos derramar lágrimas. Pero no temían los golpes, les dolían ver humilladas sus fuerzas.

    Otras veces, el maestro no venía de humor, lo que representaba una suerte para mis primos, pues sólo se atenía a sacudirles en las costillas con el puntero, hasta que saltaba hecho añicos. No recuerdo ya el número de los que rompió contra las espaldas de mis primos.


    Desde la distancia, no acierto a entender por qué estupidez congénita o complejo de inferioridad no se sublevaban contra tan frecuentes abusos de autoridad…


    Un mañana, no obstante, cuando menos lo esperábamos todos, se produjo la venganza. Estábamos jugando al toro en el patio, y vi a Dani apartarse del grupo y luego entrar en la clase. Regresó enseguida. De pronto, Ñito, con la cabeza gacha, como un toro en el albero, salía detrás de él embistiendo a aquel improvisado lidiador.

    ____¡Eh, toro! ¡Eh toro! –Dani lo citaba así.

    Ñito corría hacia él, y Dani le esperaba con las manos en la espalda. Pero cuando una de las veces iba a topar, levantó dos cosas largas y las dirigió, con un movimiento rápido y enérgico, hacia el cuello de Nito, que lanzó un grito de dolor. Dos palilleros colgaban de la nuca de aquel ‘empollón’.

    Nistal, que rondaba próximo, se acercó al grupo; dejó a Ñito en manos de un fraile, para que lo llevase a la enfermería, y ordenó a Dani que le siguiese. Los dos se encerraron en nuestra clase y, acto seguido, Nistal le propinó una soberana paliza que mi primo aguantó pasivamente y sin una queja en los labios.

    Nico y yo merodeábamos cerca de la puerta y, cuando cesaron los golpes, pudimos escuchar la respiración anhelosa de Nistal y unas palabras recriminatorias. Y, seguidamente, la voz quebrada de Dani:

    ____Usted me ha zurrao algunas veces con razón, porque no me sabía la lección, pero hoy no tenía ningún derecho a hacerlo por vengarme de Ñito. ¡Y cómo hay Dios, que usted también me las va a pagar!

    Así era la ética de Dani. ¡Igualito, igualito que su padre!

    Nistal le atizó un último bofetón, y acto seguido salió de la clase, despechugado y sudoroso. Poco después, Nico y yo entramos y hallamos a Dani en un estado lamentable. Tan tremenda fue la paliza que recibió, que no murió porque tenía la resistencia de un toro.

    Apoyándose en Nico y en mí y haciendo derroche de voluntad, por sus propios pies llegamos a la casa de mis tíos.

    Quince días estuvo en cama, debido a la paliza. Al día siguiente, mi tía fue al colegio y allí le notificaron que quedaba expulsado. Mi tía se quejó de la brutalidad de Nistal, y el Prior le dijo que pondría remedio. Y así fue. Nistal no volvió a pegar a ningún otro alumno, pero siguió poniéndose en su picota a Nico y a otros del mismo lote, superándose en inventar nuevas burlas y nuevos ‘juegos’.

    Nadie lo esperábamos, pero por única vez 'Lopadres' salió de su mutismo y ensimismamiento y juró que iba a romperle la cabeza



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    al profesor. Dani le paró los pies a su padre diciéndole que no se vería muy sudado para darle al maestro lo suyo, no bien pudiera caminar.

    Y en efecto, así fue. Un día por la noche, Dani en posesión ya de todas sus fuerzas, nos llamó aparte a Nico y a mí.

    ____Mañana por la tarde, luego de que salga ese tío del colegio, camino de su casa, le voy a dar hasta en los zapatos -nos dijo, ‘con premeditación, alevosía y nocturnidad’.

    Yo me sentía bien porque iba a ser espectador y, en cierto modo, partícipe del espectáculo que estaba a punto de abrirse el telón y comenzar.

    Para llegar hasta la casa Nistal había que continuar la carretera asfaltada unos cien metros, y se dejaba para entrar en un carril, entre maizales, alcanzando una vereda que conducía a un lugar con pocas viviendas. Nosotros tres nos ocultamos en los maíces. Ocurría esto en mayo y ya se hallaban altas las cañas. Me sentía muy hombre. Acepté y me fumé mi primer cigarrillo, ofrecido por mi primo Dani, que por excepción se mostraba amable conmigo. Nico reía a causa de mis toses. A Dani le veía tan sereno que no tenía más remedio que admirar su valor. Yo no era cobarde, ni me importaba pelear con quien fuera, pero no tenía la seguridad de mi primo Dani.

    Vimos venir caminando a Nistal, con las manos en los bolsillos y silbando. Mis nervios se iban poniendo tensos.

    ____¡Ahora! –dijo de pronto Dani, y nos plantamos en medio del camino. Nistal avanzaba y nos vio y se detuvo frente a nosotros. De pronto su cara empalideció, e hizo un amago como de querer huir; amago que frustramos, cortándole el paso.

    ____¡A ver si el señor maestro tiene huevos de pegarme ahora que no tiene nada que ver conmigo! -gritó Dani, desafiante.

    La cara de Dani se puso súbitamente sombría. Se remangó las mangas de la camisa y los músculos se le marcaban bajo la piel renegrida.

    Nistal, nervioso, dio unos pasos atrás, a la vez que se quitó la chaqueta, desgarrando la camisa en el intento por recogerse las mangas.

    ____¡Ya te daré yo, niñato! -vociferó.

    Se arrancó la corbata de un tirón. Sus manos, velludas pero bien cuidadas, vibraban, y en su frente empezó a aparecer gotas de sudor. Tenía miedo.

    Fue como una lucha callejera. Sin que se diesen apenas golpes de refilón, caían enroscados al suelo, rodando entre una nube de polvo. Se golpeaban furiosamente y torpemente. Se arrancaban pedazos de piel con las uñas, y las caras quedaban surcadas de rayas, de las que enseguida empezaba a brotar la sangre. No hablaban. Sólo se oía el balanceo de maizales, bajo un continuo toma y daca de los cuerpos, y un jadeo de las respiraciones. Los seguía hipnotizado, espantado de la furia con que se pegaban. ‘¡Se van a matar!’, le dije a Nico, pero no respondió, sino que jaleaba con son ronco, apretadas las mandíbulas por la emoción, y sólo palabras de apoyo salían de su boca. Inclinaba el busto con un envaramiento nervioso, estiraba los brazos, lanzaba al aire puñetazos. Seguía las peripecias de la pelea como si tomara parte en ella o quisiese hacer llegar a su hermano efluvios de sus fuerzas. Aun mi aturdimiento y mi nerviosismo pude ver que mis primos estaban compenetrados para las peleas…

    Al inicio llevaba ventaja Nistal, más avezado que Dani golpeaba su cara con los puños cerrados. Dani se defendía con más arrojo que eficacia, hasta ese momento. Pero se iba imponiendo la juventud y, aunque Dani tenía la cara ensangrentada y cubierta de hematomas, no se quejaba. De pronto, me pareció ver que en los ojos de Nistal habían sombras de terror; jadeaba agotado. Y ahí estaba mi primo, defendiéndose y atacando como si el agotamiento no le hiciese mella. Y si Nistal no pedía clemencia era por el temor a Dani lo matase si lo veía débil o derrotado

    Mientras uno quedaba encima, el otro lo apartaba clavándole las uñas en el cuello. Bajo esa presión agobiante de los dedos, los rostros adquirían una deformidad de pesadilla. Vi que cada vez era menor la resistencia del adulto; los puños jóvenes golpeaban como martillo, hinchándose la cara de su rival, sucia de sangre, de polvo, de sudor. Repugnante.

    Finalizando la pelea, una mano de Dani hacía presa del cuello de Nistal. Echado sobre el suelo y aporreando con la otra mano, vi cómo Nistal pataleaba convulsivamente y movía los brazos en el aire. Se le hinchaban las venas del cogote, surcándoselo como negros gusanos. La boca del maestro parecía un agujero oscuro. Y de pronto, una saliva sanguinolenta escapaba de sus labios…

    No sé cómo fue que el maestro cogió la mano que le golpeaba y con la fuerza que proporciona la desesperación clavó los dientes en el nudillo del dedo índice…



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    Dani lanzó un único quejido de dolor.

    ____¡Suélteme el dedo o le ahogo, cabrón! -gritó, a la vez que no cesaba de apretarle el cuello…

    De pronto, sentí un asco horrible. El líquido de la pituitaria de la nariz de Nistal se unió a la sangre que fluía del dedo de Dani que junto con las respiraciones anhelosas, formaban unos gorgoritos repugnantes.
    Enérgico, pero con cara de dolor, Dani se inclinó sobre el rostro de Nistal. Y, súbitamente, se oyó un quejido ronco. Nistal, inerte, había soltado su presa. ¿Acaso muerto?

    Dani, trabajosamente, se puso en pie, a la vez que lanzó al aire una porción de saliva semi sólida. Horrorizado, desvié los ojos. ¡Le había arrancado una oreja de un solo mordisco!

    Inmediatamente después, nos adentramos en el maizal. Ya allí, en forma instintiva, volvimos la cabeza: Nistal no estaba muerto, sólo sin sentido panza arriba sobre el suelo. Empezamos a correr y mientras corríamos, Dani se iba envolviendo en un trozo de su camisa hecha jirones, el dedo medio cortado de cuajo y que más tarde tuvieron que amputarle.

    Al día siguiente se personó en la casa de mis tíos una pareja de la Guardia Civil, y se llevó a Dani. Lo juzgaron en el Tribunal de Menores de Santander, y fue condenado a permanecer durante un año en un correccional.

    En aquel curso saqué adelante todas las materias, incluida la Gramática, en la que incluso obtuve un diez. Nico logró un seis en gimnasia, pero del resto fue cateado. Y como el aprobar era requisito sine quam para seguir, la carrera de Nico, como antes la de Dani, se truncó. Y con la de ellos, la mía. Y puesto que ya no había ‘razón razonable’ para regresar de nuevo al colegio, ese verano me colocó mi tía en la fábrica de conservas de atún del pueblo. Ganaba un real diario. Mi primer ‘sobre’; pobre, pero sudado.

    Pasado el año volvió Dani de 'su cárcel’. Nos contó que lo había pasado mucho mejor que en el colegio. Por entonces, Nico había empezado ya a salir al mar y Dani siguió enseguida la difícil vida de pescador.

    Poco más de doce años contaba yo cuando sucedió la tragedia. Era un día infernal. A las diez empezó a llover. Más tarde, seguía lloviendo, e incluso con más fuerza. A la casa de mis tíos llegué empapado y tiritando. Escampó, pero sólo mientras almorzaba. Al salir, para regresar al trabajo, caí sin querer un vaso al suelo, que se hizo añicos. Me encogí, esperando el bofetón, pero mi tía no hizo ni dijo nada. En la cocina quedaron los platos sin fregar. Mi tía estaba en un tajo, con las piernas estiradas y la espalda sobre la pared, cruzadas las manos nervudas y sucias sobre el vientre. Toda ella en una actitud de abandono y aplatanamiento. No había nadie más en la casa. Mi tío y sus hijos estaban en el mar y mis primas se fueron a su colegio, luego de comer.

    Pasé encogido la calle. El viento soplaba furioso. Me tambaleaba mientras caminaba. Las ráfagas me llevaban en volandas en la carretera, que en rápida inclinación descendía hacia la playa y en cuya proximidad estaba la fábrica. El mar estaba alborotado. El viento agolpaba negros nubarrones, como caballos salvajes. Las olas saltaban encabritadas, y un alud de espuma barría el malecón. Frente a él, las olas se desgarraban y batían el muelle contra las rocas. Gaviotas emitían un sonido metálico. En aquel paisaje se estaba mascando, con dientes de ogro, la tragedia. Tragedia que no tardaría en llegar…

    En el trayecto hacia la fábrica vi personas mayores que miraban espantadas el mar; clavadas en los pies, inmóviles como estatua Presentían. Ya habían sido testigos directos de otras catástrofes de similares calibres.

    ____'¡Es la galerna', decían, y el terror ponía mis pelos de punta.

    Entré a la fábrica. Por supuesto, nadie dio golpe esa tarde. Todos los que allí trabajábamos teníamos algún deudo en el mar.

    ____'Se habrán refugiados en algún puerto, en el de Santander quizás' -aventuró una voz optimista.

    Desde la cristalera de la fábrica se veía claramente la punta del malecón, que hacía las veces de puerto y en el que en un estero maloliente se depositaba el pescado. Los obreros nos apiñamos tras los cristales. Enfrente, se podía ver un expectante grupo de pescadores. Pude divisarlo, a duras penas, abriéndome paso con la vista entre las piernas de un compañero del trabajo que, por añadidura, no paraba de moverse de un lado a otro.

    Allá a lo lejos, cerca de la línea del horizonte, el mar, provocador y rebelde, aparecía cubierto de crestas coronadas de espuma.

    De pronto, comenzó a llover con intensidad. El viento empezó a entonar una melodía fúnebre en las tensas cuerdas del agua.

    A las cinco, se suspendió el trabajo en la fábrica. Escampó, pero



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    el gris era negro ya, y el viento corría a una velocidad de vértigo Abandonamos la fábrica en un tropel correntón.

    Acompañado de mis primas, que habían venido a buscarme, nos dirigimos hacia el malecón. Con un ruido ensordecedor, enormes olas golpeaban y hacían levantar surtidores de diez metros. La mayor de mis primas, de pronto, empezó a llorar.

    ____No va a pasar nada -le dije, con la idea de tranquilizarla, por más que no lo conseguía, debido a lo que estaba viendo y a mi tono de voz, poco tranquilizador.

    También tenía miedo. Pero había en mí una morbosa curiosidad: ‘a la vez me complacía y defraudaba que ocurriese la tragedia'.

    Corrimos los tres juntos hacia un pinar, que se inclinaba por la furia del viento, que silbaba desapacible entre las copas.

    En la playa, la resaca parecía enrollar las aguas del Cantábrico, cual gigantesca alfombra. Mar adentro, se agitaban, continuas y violentas, las olas como caldo espeso. Dantesco.

    Mujeres, hombres y hasta niños, y mi tía al frente maldecían. Mi tía emitía gritos histéricos, casi cómicos:

    ____¡¡Mi Dani, mi Nico y mi hombre van en un mismo barco!!

    A las seis de la tarde se vio el primer barco: Meme. Era noche ya y los otros no tardaron en aparecer; ocho en total: Pat, Cari, Pat1 Andrea, Macarena, Can y Julio. Bailaban sobre las aguas cuales pedazos de corcho. El mar los acogía, pero volvía a sacarlos en la cresta de una ola con un fácil juego de prestidigitación. Todos aguardaban, junto a la barra. Luego, uno a uno, danzando en el lomo de una goliat ola, iban poniéndose en el punto más alejado del malecón. Y ya allí, quedaban cabeceando, pero a salvo.

    La tragedia ocurrió en un santiamén; quizás un fallo del patrón, quizás los nervios, esto es algo que nunca se sabrá. Lo cierto es que uno de los barcos se quedó rezagado, como esperando el momento propicio para iniciar la salvación. Parecía recibir en mis músculos la tensión de los marineros que lo tripulaban, y creía que de un momento a otro iba a ver, entre la furia del viento, al patrón decir: ¡avante! Pero lo que vi fue cómo un golpe de mar lo inclinaba de banda y que poco antes que pudiese recobrar su posición horizontal, una ola malvada lo tumbaba y pasaba por encima de él dejando su frente blanco de espuma pulverizada.

    En el mar, en el malecón y en el pueblo resonó un alarido que se alzó hacia el cielo plomizo como un torrente de angustia. Junto al siniestrado, se podían ver bultos indefensos. A cada envite, el mar, iracundo, los barría y se quedaban muñequeando. Sacando fuerzas de flaquezas, volvían a emerger, pero nuevamente eran sumergidos.

    Algunos marineros nadaban con dificultad hasta la orilla. Las mujeres, y mi tía al mando, en una escena patética pero plena de valor, se arrancaban sus faldas, con los dedos atrofiados de ansiedad, y las anudaban en un cordón que flameaba en el aire, esparciendo un olor doméstico. Se metían en el agua hasta el pecho, llorosas, desmelenadas, braceantes, agarrándose unas a otras para no ser presas de la resaca. Pero el cordón se empapó y no había forma de manejarlo. Entonces, una de las mujeres lo dejó escapar, ingenuamente, y mi tía, voz en grito, le dijo que los hombres no abandonan sus resabios ni en momentos graves. Otra mujer quería recuperarlas, pero intervino de nuevo mi tía insultándola con palabras terribles. Finalmente, desaparecieron las faldas mar adentro. ¡Pues no era nadie la 'Lopadres' para intimidar!

    De pronto, una de mis primas me cogió del brazo: ‘recemos’, me dijo y nos miramos horrorizados. Y no sé por qué nos dio miedo su dicho. Nos cogimos los tres de las manos y oramos cada uno para sí, con la cabeza caída sobre el pecho y sin dejar de mirar de reojo lo que iba ocurriendo en el mar.

    Tres valientes pescadores de los otros barcos, recién salidos del peligro, prepararon una lancha motora y fueron en auxilio de sus compañeros. Uno se tiró al agua para tratar de salvar a otro que iba hundiéndose poco a poco. Desde la orilla, les gritaban, con todas las fuerzas de sus pulmones y señalando con las manos, de una forma aparatosa:

    ____¡¡Allí, allí!! ¡¡Ya estás cerca!! ¡¡Allí, allí…!!

    Finalmente, treinta desdichados se hundieron. Producía mucha impotencia y mucha angustia ver a esa treintena de personas que desaparecía para siempre bajo las profundas y frías aguas del océano.

    Dani, no obstante, llegó a nado hasta la orilla. Traía puestos su impermeable negro y sus botas de suela de madera. Entre su camisa desgarrada podía verse su pecho herido. Mi tía se agarró a su cuello, lanzando gritos y propinándole sonoros besos, que sonaban a teatreros.

    ____¡Ya, madre, ya! ¡Déjeme respirar! -la apartó, ruborizado.

    ____¡¿Y tu padre y tu hermano?!

    ____No los he visto –respondió, con voz ahogada.

    ____¡Esos pobres desgraciados! ¡Virgen del Carmen, piedad!



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    La lancha motora de auxilio del pueblo y otra que había llegado de Santander, ambas con potentes focos plancharon el lugar del siniestro hasta el alba. Mi tía y mis primas fueron a esperarlas al malecón; yo me quedé en la playa llorando y arrodillado sobre la arena. Sentía desolación. Amanecía cuando me inicié a caminar. Me cruzaba con sombras indecisas: mujeres en enaguas, con los pelos alborotados; hombres nerviosos; niños llorando y llamando a sus madres desesperadamente; ancianos y ancianas con total desorientación… 

    Hacia el final del trayecto de la casa de mis tíos, vi un hombre echado en el suelo. Me incliné sobre él. Lo reconocí enseguida. Era un redero, gallego, viudo, al que apodaban ‘Franco’. Llevaba muchos años en el pueblo. Había perdido en aquella tragedia a su hijo, que representaba toda su familia. No me vio, no le hablé y despavorido empecé a correr, nuncio de mi propio miedo.

    Cuando llegué a casa vi a mi tía despatarrada sobre el suelo de la cocina. Mi tío y Nico estaban en la lista de los desaparecidos. Pero mi tía ya había ahogado sus penas en ‘su mejor consuelo’: el anís, a recaudo en la mísera despensa.

    ____Ahora el difunto –como ya decía, refiriéndose a mi tío-, sabrá que yo tenía razón.

    Repetía esa frase con total convicción, recordando, sin duda, las abstinencias a las que la había sometido su marido.

    Dani no había vuelto aún, y mis primas gimoteaban y cogían la mano de su madre y la besaban. Mi tía manoteaba en el aire y rechazaba los besos. El hogar estaba apagado, y una noche más -en esta ocasión por algo razonable-, me fui a dormir sin llevar nada a mi estómago.

    El cadáver de Nico apareció en la ría, dos días después. Y una semana más tarde, el de 'Lopadres', en la playa 'el Sardinero', casi devorado por los peces. Pudieron identificarlo gracias al cinturón que aún llevaba: el de su etapa en la ‘mili’, y en el que había marcado con agujeritos los meses del servicio militar, ‘con mi maravilloja navaja –como él decía-, que me jirve pa tó’.

    Luego de semejante hecatombe, familiar y general, mi tía pasó los primeros días entre el delirio más aparatoso y ese milagroso líquido incoloro, ‘que le devolvía la paz’, hasta que su ‘herida’ se restañó como por encanto con las 15.000 pesetas que le habían tocado de la suscripción pública hecha en favor de los familiares directos de las víctimas.

    Volvió a casarse de nuevo, al mes de enviudar, con un canoísta, borracho compulsivo y más joven que ella, al que debían tentar los 3.000 duros. Pero no sé a ella qué la pudo llevar de nuevo al matrimonio; quizás por su afinidad por los borrachos, o quizás por su petulancia ingenua, frívola y agresiva a la vez, que no quería privarse del gustazo de decir ‘mi hombre…’.

    La boda, desde luego, tuvo que ver. Se celebró en la intimidad, a despecho de la novia, que quería figurar. Su futuro marido, que sólo veía justificados los despilfarros si eran suyos, se opuso con fuerte resistencia. Mi tía transigió, bajo juramento, con tal de que la llevase a Torrelavega, ‘para mi viaje de novios’, decía.

    Las comidas y las bebidas eran abundantes, tanto que al final se hallaban tan llenos y tan beodos, que perdieron el bus que debía llevarlos a Torrelavega. Mi tía cogió un cabreo descomunal. Por nada del mundo iba a renunciar a su ‘luna de miel’, por lo que acordaron ir a pie.

    Los sentí al alba, cuando volvieron. Estarían exhaustos. Apenas llegarían a Torrelavega, hallarían todo cerrado –serían las tres de la madrugada-. Quizás permanecerían en Torrelavega una hora, para descansar, y enseguida emprenderían el viaje de regreso. Este episodio fue durante meses la comidilla del pueblo. Pero mi tía se sentía orgullosa de haber hecho su viaje de novios como una ‘señorona’.

    El nuevo amo de la casa era chato, tosco de pelo, de ojos… de todo. Y su boca era repulsiva. Durante los primeros días, hacía todo lo posible por ignorarme. Aunque yo, por ese instinto de conservación, trataba de halagarle. Empero, mi entrega topaba contra su brutal desdén.

    Un día, cuando ya había transcurrido tres de la boda, de pronto se quedó mirándome, como si fuese la primera vez que me veía. En sus punzantes ojos se podía ver el reproche, la indiferencia…

    ____¿Quién es este niñato? -le preguntó a mi tía, a la vez que me levantó en vilo, cogido de las orejas.

    ____¿Es que no le conoces?

    ____¡Limítate a contestar lo que te pregunte! -respondió, airado.

    ____Es el hijo de 'la Franchuti'.

    ____¿Y qué hace aquí.

    ____Como su padre -que en paz no descanses, pensó a la vez que miró hacia el cielo-, era primo mío…

    ____Pero… ¿es hijo tuyo o no?

    ____¿No te estás enterando que es el hijo de 'la Franchuti'?



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    ____¡¿Y tú no te estás enterando de que me contestes sólo a lo que te pregunte?! ¡No me obligues a que te rompa el hocico y...

    ____No te pongas así, hombre. No, no es hijo mío –no le dejo terminar lo que iba a decir.

    ____Entonces… ¡a la puta calle!

    Seguía haciendo presa de mis orejas retorciéndolas brutalmente. Apreté los dientes, para no soltar chillidos, y me ponía sobre un pie o sobre el otro alargando el cuello hasta casi descoyuntarme. Luego, me arrastró hasta la puerta de la calle, y de una patada en el trasero me envió a la acera. Me quedé llorando en el suelo, mientras él reía a carcajada. Pero mi tía ni siquiera se asomó. Lo cual no me sorprendió.

    La mayor de mis primas, que me había cogido cariño, salió a la calle. Se puso junto a mí, en cuclillas y en actitud cariñosa.

     ____No llores más, primo.

    ____¿Y quién te ha dicho a ti que yo estoy llorando? –respondí, tratando de secar mis lágrimas con la manga de la camisa.

    ____¿Qué vas a hacer ahora? –me preguntó.

    ____Me voy de este pueblo. Y me voy a Madrid.

    ____¿Tienes algún dinero?

    ____Un real.

    ____Espera un momento entonces.

    Entró en su casa y regresó minutos después.

    ____Ven -me dijo.

    La acompañé hasta la esquina de la calle.

    ____Toma. Esto son todos mis ahorros. Suerte -puso una peseta en mi mano, que guardé mirando receloso a todas partes.

    ____Te juro por la tumba de mis padres que te enviaré cien como ésta –la miré con ojos de agradecimiento.

    Alejando despacio se fue mi prima, sin siquiera decirme adiós. Anduvo unos pasos, pero se volvió y me besó. Después echó a correr. Quedé turbado, indeciso, sin saber qué hacer. Me hallaba a mis trece años en una situación francamente difícil. Jamás me había asustado por nada, y esa vez, quizá debido a la insensatez de la edad, tampoco. De nuevo rompí a caminar sin rumbo fijo. Vi una pequeña piedra en la mitad de la calle y le di una patada. Me hice daño, pero pensaba que debía contener el dolor y seguí, sin siquiera cojear. Era la hora de la comida y las calles estaban vacías. El sol las bañaba y su luz reconfortaba. Era un reluciente día del mes de enero.

    Como mi carácter era introvertido, no se me pasó por la cabeza la idea de acudir a alguien; al cura o al alcalde, por ejemplo. Mis pasos me llevaron instintivamente hasta el cementerio, donde reposaban los restos de las dos únicas personas que me habían querido. Pero, ya dentro, mi valor y heroicidad se resolvían en lágrimas. Por primera vez me sentía miserablemente solo. Pero fue una flaqueza fugaz. Mi subconsciente, ya estaba empezando a tomar determinaciones…

    Abandoné mi pueblo, sin despedirme de nadie. Anduve carretera arriba, gallardo y casi alegre. Me sentía muy hombre.

    Ya dije que era un reluciente día de enero, pero mi sensibilidad no estaba lo suficientemente desarrollada como para recoger la belleza de las cosas, si no era por el goce que trasminaba, como un reflejo inconsciente, la hermosura de la Naturaleza.

    Llegué a Torrelavega, entre dos luces, y me encaminé hacia la estación de Renfe. Ya allí, a un funcionario de la ventanilla pedí un billete, destino Madrid. El hombre me improperó agriamente cuando desaté un nudo que había hecho en un pedazo de trapo, que me servía de monedero y de pañuelo, y mostré mis cinco reales. Evidentemente, insuficientes. Aquel inesperado revés me desconcertó. En ese momento no había para mí más ciudad que Madrid, ni otro punto de destino.

    Paseé la vista mirando cuánto se ofrecía a mis ojos. ‘Pero no, no era mi estilo’. Opté por subir al tren, antes que partiese, y a ver qué ocurría…

    Después de todo, tuve suerte. Dos señoras, junto a las que fui a ponerme tímidamente en pie, me hicieron algunas preguntas y probablemente apiadadas de mí se erigieron en mis protectoras. Cuando llegó el revisor, me metieron debajo de sus asientos. Tan mal había escuchado hablar de los revisores que mi imaginación infantil los convertía en un ‘comeniños’. Estaba asustado y no quería salir de mi escondite. En él dormí, tragué polvo y devoré algún que otro bocado que, de vez en cuando, me alargaban mis bienhechoras.

    Nunca he vuelto más por mi pueblo, pero ahora quisiera volver. Lo recuerdo con nostalgia, y me gustaría, sí, me gustaría mucho, que mis restos descansasen en el pequeño camposanto, junto a los de mis padres. Me llena de ternura pensar en esa posibilidad. Cantarían sobre mi tumba la lluvia y el viento, y oiría el rumor incansable de las olas. La lluvia. Y el viento. Y el mar. Los evoco con reverencia y amor de dioses lares. El sol se desparramaría



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    benevolente sobre mi nicho, y se nutrirían de él las ortigas y los cipreses. Será debilidad, pero ahora siento pena de mí y me cuesta soportar un deseo de llorarme. He sufrido y voy a morir solo. Encarnizadamente me revuelvo contra mis recuerdos, y por eso quizá sea éste uno de los móviles que me incitan a escribir. Es placentero rememorar el pasado al lento correr de mi pluma. Me gusta alzar la cabeza y quedarme ensimismado, volcándome sobre mi pretérito, desparramándome en él…

    Recuerdo el mar de olas bravías, las galernas, las tempestades... Los férreos truenos hacían vibrar las citaras de mi cuchitril y los resplandores de los rayos lo iluminaba. Alzaba mis manos sucias y las bañaba en la luz espectral de las descargas eléctricas. Me levantaba de mi catre y pegaba la nariz en el helado cristal de la ventana. El viento silbaba en las calles. Arreciaban las lluvias. La tendalera de la ropa golpeaba contra los barrotes...

    Algunas veces se oía, sorda, espeluznante, la sirena de un barco que había quedado prisionero en el traidor bajío de la barra, y ya en toda la noche no dejaba de oírse su quejido, trágico, como un animal herido de muerte. Al amanecer podía verse el siniestrado inclinado de banda y las olas ensañándose con él; les golpeaban los flancos, les barrían de proa a popa, pero no tardaba en llegar el remolcador de Santander, vomitando densas columnas negras debido al derrote de su motor. Luchaba en vano contra la arena. Al menos cuarenta y ocho horas de agonía, hasta que las olas rompían el casco y esparcían su esqueleto sobre la playa.

    Pero todo ese lejano dolor: las injustificadas palizas de mi tía, los porrazos de mi tío, los golpes de mis primos, la corta ración de bazofia… Todo. No tiene valor ni logra borrar la visión apacible de mi pueblo. Y hasta las angustias posteriores, que tanto daño me hacían, me llegan llenas de nostalgia. Como si ahora, en que está próxima mi muerte, la vida, con una generosidad que no quiero creer que es tardía y cruel, se echase sobre mis pies para lamer mi mano y apaciguar la marea de mi espíritu.

    Todo es muelle en este atardecer. Un resplandor rosáceo entra por la ventana de mi cuarto y se posa tan delicadamente en la colcha que no me atrevo a tocar por temor a que se me quede entre los dedos, como el polvillo de las alas de la mariposa.

    Este silencio sobrecoge. Pronto entrará la noche y vendrá Felix, cogerá mi medicina, oiré un gorgoteo y me alargará la cuchara. Luego, se irá dejando una sonrisa en la penumbra.

    Sí, todo es muy amable hoy. Los recuerdos me llegan limpios y mi soledad es como un murmullo acariciador de pequeñas olas.

    Me desconciertan estas sensaciones, porque no soy blandengue. Pero no quiero engañarme, me encuentro solo, desamparado, y no siento rubor por confesar mi debilidad.

    Mi pueblo está en lo más alto de un rápido talud. Avalanchas de pinos y eucaliptos se deslizan en las laderas hasta la orilla del mar, que salpica los troncos de agua salada.

    Durante los inviernos, la lluvia abre hondos cauces en el suelo arcilloso, y en los veranos, un río de niños merodea en el declive trazando infinitos senderos. Próximo al faro, que ofrece amable su luz a los navegantes, cual afectuosa mano, está el acantilado. Las olas levantan surtidores de espuma, socavando incansable las piedras. Había un insólito lugar donde los niños pasábamos horas oyendo el resoplar de los hoyos a cada golpe de agua. Una cueva solitaria y oscura, distante un kilómetro de la playa, estaba poblada, para mí, de fantasmas y brujas.


    Toda mi vida he sentido un orgullo especial por llevar prendido en el lado menos oscuro, en el más transparente de mis recuerdos, la nostalgia de mi pueblo. Risueña, sí, pero dolorosa y acuciante cual rehilete desgarrador



    (FIN CAPÍTULO 1)
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    2


    Llegamos a Madrid al filo de la diez de la noche. Mis protectoras me regalaron 30 monedas de cobre y se despidieron de mí con esa indiferencia del viajero que ha hecho una efímera amistad, para pequeños favores, o para distraer la murria de las horas de tren. Y también, cómo no, con el insolente egoísmo burgués que sólo ve en el paria fuente de sobresaltos para la bolsa, o para las digestiones.

    Sin ningún equipaje, pronto me agregué al tráfago de la capital, mirando todo con cara de asombro. Pero mi pasmo cedió ante otras exigencias mínimas más perentorias. Pasé algunas crujías de hambre y de frío. No tenía experiencia para mendigar. En las colas de las sobras miserables de los ranchos de los cuarteles, los indigentes con mayor rango de antigüedad me expulsaban violentamente. Entonces, anduve hurgando en los cubos de la basura en busca de desperdicios. Durante las noches me acogía en algún soportal, pero las pasaba tiritando. Una de esas noches empezó a nevar.

    Al día siguiente, la ciudad ofrecía un espectáculo, cuya belleza, naturalmente, no podía apreciar. Barrenderos con escobas púas dirigían la nieve hasta las alcantarillas. Los transeúntes tenían que ir esquivándola. El frío era mortal de necesidad. Ya había visto nevar en mi pueblo, pero con menor intensidad.

    Luego de esa nevada, comenzó a caer una llovizna helada. Las gotas se me clavaban como alfileres. Me detuve en una parada de tranvías. Una mujer, harapienta y desnutrida, pedía limosnas a la gente que esperaba en la cola. Tendría unos cuarenta años, con el cabello de un color indefinido que escapaba del pañuelo que le cubría la cabeza. Entre los rotos de su falda, podía verse una piel costrosa. Con los pies introducidos en la nieve, que ya iba derritiéndose, alargaba la mano maquinalmente, moviendo apenas los labios, y la retiraba sin mirar a quien la dirigía.

    Iba de un lado a otro con la cabeza gacha. Pero, súbitamente, se arrojó al suelo y cogió un mendrugo de pan, que flotaba entre lodos e inmundicias. Lo refregó apenas en su ropa y empezó a devorarlo, sin retirar los ojos de su presa. Sentí un indescriptible horror, un asco súbito por la vida, un deseo de rebelarme contra no sabía qué, y unas ganas desesperadas por llorar...

    Viví como de milagro durante un espacio de tiempo que no sé precisar. Estaba tan extenuado, tan hambriento y tan sediento, que hasta perdía la noción de todo.

    Pasados unos días, una mañana, desfallecido y famélico, sufrí un desmayo a las puertas de una tienda de ultramarinos. Cuando medio me repuse, un individuo menudo, que estaba junto a mí, sonreía, mostrando unos dientes sucios de nicotina. Entonces paseé la mirada por mis alrededores: algunas otras cabezas se inclinaban sobre mí.

    ____¡Despejen! -dijo el que me ayudó a incorporarme, y, amable, metió bajo mi sobaco una mano que me hacía cosquillas.

    Seguidamente, me llevó a la trastienda de la tienda.

    ____¿Estás mejor, muchacho? –me preguntó.

    ____Sí señor.

    ___¿Estás enfermo?

    ____Un poco.

    ____Ah, ya conozco yo esa clase de enfermedad. Gazuza, ¿eh? -sonrió. Sin duda, satisfecho por su perspicacia.

    ____¿Cómo? –le pregunté, ignorando el significado de la palabra que acababa de pronunciar.

    ____Quiero decir, hambre.

    ____Sí señor.

    ____Espera un momento entonces.

    Me dejó solo unos instantes, y cuando regresó puso en mi mano un bocadillo de mortadela. Me lo comí casi de dos bocados.


    ____¿Cómo te llamas?

    ____Alex.
    ____¿Alex? ¿Qué clase de nombre es ese?

    ____Alejandro. Pero también Alex. Mi madre era francesa.

    ____¡Diablos! Pues eres todo un personaje -se tocaba la barbilla, como pensando.

    ____¿Dónde vives.

    ____Donde puedo y me dejan.

    ____Pero tendrás padres, familia… No te habrás escapado de tu casa, ¿verdad?

    ____No, señor. Mis padres murieron y mis tíos, con quienes hasta hace poco vivía, me echaron de su casa. Por este motivo salí de mi pueblo y me vine a Madrid, para tratar de buscarme la vida.

    Se rascaba la cara huesuda, con barba de varios días, y movía la cabeza de un lado a otro.



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    ____Conque Alex… Bueno, veré lo que puedo hacer por ti. Por de pronto y para empezar, lávate la cara y las manos, si es que el agua no te da miedo.

    ____Sé nadar –respondí.

    Sonriéndose me llevó consigo a un rincón de la trastienda. Había allí, entre cajas viejas y trastos, una pila de hierro con un grifo, y un retrete que apestaba. Un trapo, negro de suciedad, colgaba de una alcayata a medio caer.

    Y así fue como empecé a trabajar en 'Ultramarinos Chotis', sito en una calle maloliente de Lavapiés.

    Desde su elevado mostrador se podía ver un trasiego variopinto: mendigos, obreros, prostitutas, celestinas, macarras… Miseria y pecado. Ni más ni menos que toda esa basca deambulaba por aquel lugar.

    El dueño de la tienda era el mismo hombre que me recogió del suelo; se llamaba Isidro Salazar. Me hizo sufrir una humillación, pero no puedo guardarle rencor. Me dio acogida cuando estaba a punto de morir de hambre o de frío, y siempre me dispensó su protección aunque a su modo. Pero con el paso del tiempo, pude ver que la hacía de la única forma que podía y le dejaban.

    Don Isidro era tacaño, y retorcido como la gente débil. Aun flaco, tenía una vitalidad inagotable. Era tímido y pendenciero a la vez. Cuando veía en tienda a alguna pelandusca, se le encandilaban los ojos. Quizás no exista otra persona que sea capaz de dar un sentido tan poéticamente sensual a palabras tan triviales como: ‘¿es que no se va a llevar usted medio kilito de mi azúcar?’. Su clientela, gente de pocos miramientos, se reía de él en su propia barba. Expresión nunca mejor usada, ya que la llevaba de una semana. Se afeitaba y se bañaba invariablemente los domingos por la mañana, mostrando entonces un aspecto cómico, como de pollo mojado.

    Caída la tarde de ese primer día de mi entrada en 'Chotis', luego de cerrar la tienda, Don Isidro me dijo:

    ____Ahora tienes que armarte de valor –quedé sorprendido, sin entender su apelación a mi estado de ánimo.

    ____Es muy probable que se produzca una tormenta ‘ahí arriba’ -añadió, señalando el techo con la mano levantada y su dedo índice en vertical.

    Y la hubo. ¡Vaya si la hubo!

    La esposa de Don Isidro se llamaba Petra Bari; una mujer rolliza, farota, de genio agresivo y de lengua expedita. Ojos marrones inexpresivos, y boca grande guarnecida de poderosos piños, que daban a la cara no sé qué de caballuno. Abundante pelo, teñido de negro que recogía por detrás en historiado moño. Nació en Chile, pero en su juventud vivió en Argentina. Era adicta a los trajes de colores detonantes y a las joyas, buenas o malas, e iba siempre, incluso haciendo tareas en su casa, pintarrajeada y cargada de alhajas y bisuterías.

    El matrimonio tenía dos hijas, de veinte y de dieciocho años, y bautizadas como Guadalupe y Genoveva, pero las corruptelas familiares los dejaba en Lupe y Veva.

    Lupe se parecía físicamente a su padre: desvaída, delgada, de baja estatura, introvertida… pero con el genio intemperante de su madre. En cambio, Veva, aunque tenía a veces unos prontos detestables, era entrante: guapa, alta, torneada, ojos grandes y negros, boca de labios carnosos y sensuales y dientes blancos. Un buen conjunto. Cuando caminaba por las calles, su contoneo provocaba una letanía de requiebros chocarreros, que parecían agradarle, a juzgar por sus risas.

    ____¿De dónde extrajiste este roto? –preguntó Petra a su marido, no bien me echó la vista encima.

    ____Habrá sido uno de los gestos filarmónicos de papá -terció Lupe, desdeñosa.

    ____Tú cállate, nenita, y a ver si aprendes a llamar las cosas por su nombre. Se dice filantrópico –replicó su padre.

      Don Isidro procedía de una familia de la clase media-alta. Había cursado algunos estudios y era resabiado y suficiente.

    ____Ya saltó el marisabidilla éste –dijo, sarcástica, Petra, que no podía soportar la petulancia de su esposo. Y siguió recriminando mi presencia:

     ____Imagino lo botarás a la puta calle.

    Petra, aun habiendo llegado a España antes de cumplir los trece años, tenía el prurito de usar en el hablar ciertos americanismos chilenos y argentinos. Además, estaba suscrita a la revista de chismes ‘Tuya’, que la nutría de literatura amorosa, y a ‘El Caso’, de donde bebía ávidamente relatos espeluznantes de crímenes y de amores y desamores violentos. Y de una y otro abastecía su ‘exquisito’ vocabulario. Y del hecho de ser forastera, tomaba pie para criticar a los españoles, empezando por su esposo, blanco infalible de sus invectivas.



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    ____Haría lo que dices, pero da la casualidad de que hace tiempo que necesito un chico para los recados, y Alex, que éste es su nombre, y no ‘roto’, me viene bien -respondió el marido.

    ____¿Tan bien como aquel valentón y volantón que me hurtaba la plata de la caudales?

    ____Igual decías de la criada y hace cinco años que nos sirve con un celo… Si no fuese por mi filantropía, estaríais cambiando de criada cada día, porque para aguantar en esta casa…

    ____¡Basta! –exclamó la chilena.

    ____Papá quiere sacar los pies del plato -terció Veva.

    ____Tú cállate, nenita –intentó imponerse, igual que con Lupe.

    ____¡Basta! –añadió Petra, en tono agresivo-. Dije y repito hasta romperme las cuerdas que no me va este roto.

    ____Pues perdona que te diga que me extraña, porque Alex no es un cualquiera. Su madre era francesa y de familia de alcurnia –aventuró astutamente Don Isidro, mirándome.

    ____¿Es de ley tal trapo? -preguntó mirándome la grosera mujer, mostrando un súbito interés por mi ascendencia.

    ____Sí -contesté, mintiendo por interés personal y siguiendo la pauta marcada por Don Isidro.

    ____Entonces… siendo como ambos dos pintáis, que se inicie a cuajar. Pero a la primera y única, me vas a oír, Isi.

    Luego de tan 'sutil' bienvenida, me alojaron en un tajo húmedo de la trastienda, donde se agolpaban cajas vacías y se veían pasar grandes ratas. Las paredes habían perdido su enlucido y el agua que goteaba formaba sobre el suelo una masa pestosa de polvo y suciedad. Mi colchón era flaco, y sólo tenía un hule para taparme. Así y todo, como podía llenar la tripa y el recuerdo de un cuarto con cama limpia que había disfrutado mientras vivían mis padres era algo lejano, me daba por satisfecho y aún me sentía afortunado.

    Nunca, hasta entonces, había visto a mujeres tan abúlicas como las tres señoritas de aquella casa. Se hacían servir el desayuno en la cama, y ya no la dejaban hasta la hora de almorzar. Se pasaban todo el día sin hacer nada, embutidas en largas batas grasientas, deshechas de monotonía. Devoraban novelas rosa y recibían misteriosas visitas de amistades lenguaronas, que las tenían al corriente de los chismes del barrio.

    Pepi, la criada, chica de dieciocho años que la miseria la llevó un día como a mí a las puertas de 'Chotis', debía multiplicarse para atender los caprichos de sus malévolas amas: ‘Pepi, dame esa revista, y la tenía al lado; ‘Pepi, estira mi almohada’, y estaba sobre ella; ‘Pepi, dame el abanico’, y se hallaba en la mesilla de noche. Situaciones desquiciantes para la pobre muchacha que a cambio las atendía sin un mal gesto en la cara.

    Para las tres señoritas, el desiderátum de la distinción consistía en hacerse servir por la criada, incluso recoger un papel que se les hubiese caído al suelo. Era cruel lo que hacían, pero la buena del Pepi nunca protestaba.

     Pepi era feílla, de un color cetrino, hasta parecer que padecía de ictericia. Introvertida y de mirada huidiza. Los dos comíamos en la cocina, y ella siempre ponía en mi plato los mejores bocados. El cariño que me tenía, nunca lo reflejaba con palabras. Apenas si pude arrancarle una docena en todos los años que estuvimos juntos en aquella casa. Pero estando a su lado, sentía cómo mi alma se sumergía en un ámbito purificador, que parecía caer de su insignificante imagen, de sus tímidos ojos, llenos de bondad.

    Casi todos los atardeceres, las tres señoritas se acicalaban para asistir al mejor cine o a un café de lujo. Pienso en el impacto que debían causar su modo de hablar grueso, sus frases soeces y su exquisita toilètte.

    Los domingos mañana iban al Paseo de la Castellana, punto de encuentro de la ramplonería madrileña, con el deseo de pescar a alguno de los pijas que lo frecuentaba. Y por la tarde, la caza se circunscribía a uno de esos domingueros pik'up de hotel cutre y destrellado, donde por 1 peseta la entrada, gaseosa incluida, promiscuaban busconas y damiselas de alto vuelo, al retortero del estudiante provinciano, lameculos engominados, macarra de puta u hortera de barra de lujo. Y el coto de la noche, el tramo desde calle de Alcalá hasta Cibeles. Por supuesto, don Isidro no era presentable y no le permitían acompañarlas. Pero la repulsa hacía feliz al tendero, a la vez que también le servía de pretexto para sus ‘propias iniciativas’.


    Pero, aun las previsiones de Petra, las niñas no pescaban novio ni a la de tres. A Veva no le faltaban pretendientes, pero eran tipos vulgares del barrio. ‘Cuasi rotos’, como decía la chilena con desprecio. Aunque Veva estaba contagiada de la megalomanía materna, no le hacía asco a los devaneos porque era una mujer de pasiones plebeyas, sensual; y Lupe, que ni siquiera en este terreno lograba atención, oteaba, envidiosa, atenta, los manejos de su hermana, para después contar a su madre el más mínimo barrunto de amorío. Por este y otros motivos, el piso de los altos de 'Chotis' salía de su habitual marasmo. Las tres se insultaban como verduleras, y de los gritos pasaban a las manos. Los gritos sonaban en la calle: ‘ya están las chilenas a su aire’, decían las vecinas que estaban al loro del repertorio fraseológico de Petra e hijas. Y esos altercados acababan siempre con un patatús de Petra, que se despatarraba en el santo suelo, mientras sus hijas,



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    sin ocuparse de ella, se encerraban en sus respectivos cuartos, dejando que la pobre de Pepi, horrorizada, se preocupase por la desvanecida mujerona.

    Y de las excentricidades de mis amas me llegaban a mí no pocas salpicaduras. Diariamente debía trotar por las calles de Madrid, en busca de entradas de cines, cigarrillos, revistas y de algunas otras superfluidades, con las que la estúpida vanidad, o la soez glotonería socavaban el parvo negocio del tendero, amenazando con reducirlo a la más absoluta de las miserias.

    Mi trabajo en la tienda era lastimero. Sacaba los pies de la cama a las seis de la mañana, y no desayunaba hasta que no llegaba Pepi. Barría la tienda, desempolvaba y aviaba los estantes y el escaparate, desembalaba cajas… A las ocho bajaba don Isidro, y entre los dos despachábamos unas horas detrás del mostrador. Después, salía a llevar a domicilio los encargos. Hasta dos reales diarios de propina reunía, que entregaba al tendero y que me los ‘administraba’ comprándome, de tarde en tarde, alguna prenda de vestir usada en El Rastro. Pero los domingos me ‘daba’ para mis gastos un real en calderilla. Aún recuerdo la ceremonia que empleaba mientras me hacía la entrega: se metía la mano en el bolsillo y sacaba de una en una las monedas, sobándolas entre el índice y el pulgar con un extraño movimiento que no atinaba a comprender si era delectación, o el temor de que saliesen dos pegadas.

    Don
    Isidro era un tipo peculiar, en lo que a su administración se refería. De los beneficios semanales de su tienda, apartaba una cantidad que destinaba: ¡al entretenimiento -enfatizaba la frase con aire de listeza- de las fieras! Era lo que llamaba, recordando una novela de Jacinto Benavente, ‘La comida de las fieras’. Otra cantidad iba para el negocio, y para sí apenas reservaba un duro

    que administraba con tacañería, ‘esforzándose’ en atender sus gastos con mis propinas y con el dinero que sisaba del peso de los productos que él vendía. Llevaba un control increíble de los gramos que sustraía. Pero, en realidad, el tendero tenía pocos vicios. Su vicio era el ahorro, y su ley suntuaria, solamente tenía aplicación en Pepi y en mí; o sea, en el ámbito en el que contaba con la aquiescencia de su esposa. Y resultaba sorprendente que los despilfarros de su familia no le amargasen la existencia. Sus pequeñas inclinaciones eran el tabaco, el vino y, sobre todo, el gulusmeo sensual. Al principio, pensaba que con las mujeres no iba más allá de miradas, pero con el tiempo me iba percatando de que el suavón andaba al loro, pescando todo lo que podía en el río revuelto de las busconas que iban a la tienda: ‘una pesca de bragas secas, unos toques suaves, un mojar bragas, cerrar la bolsa, abrirla y vaciarla vino después’.

    Fumaba en una pipa roñosa, que mantenía en la boca como un chupete, y con el mismo engaño, pues la encendía de higos a brevas. El labio inferior le colgaba, deformado por el peso de la cachimba, y en sus comisuras había siempre costra de nicotina. El vino lo bebía con moderación, salvo los domingos por la tarde, en que se reunía con sus amigos para jugar al mus y llegaba a la casa alrededor de las once de la noche, de buen humor y con los ojos brillantes.

    Durante las tardes, el trabajo en la tienda era escaso, pero me ocupaban las tres señoritas y acababa hecho trizas. Aun así, a veces la chilena me obligaba en las noches a que le leyese uno de esos esperpentos rosa, que ya empezaba a odiar antes de poder juzgarlo como literatura. El cansancio era brutal, pero ella me espabilaba con un tirón de orejas. Había noches en que me acometía un deseo de llorar, de pedirle por Dios que me dejase irme a dormir, pero me contenía porque desde siempre me ha repugnado inspirar compasión. He sido muy duro con todas las personas que me han rodeado, pero en nadie he aplicado tanta dureza como en mí mismo.

    Al año y pico de entrar en 'Chotis', mi vida cambió de improviso. A veces trataba de aglutinar los pensamientos que me invadían, pero no lo lograba. Me hallaba tan cansado y ocupado, mañana, tarde y noche, que ni siquiera podía pensar. Llevaba una vida maquinal. Pero lo que más se pegaba a mi cerebro era el temor, obsesión casi, de que Petra me ordenase que me quedase en el salón con ella para leerle alguna de sus revistas.

    Los domingos tenía las tardes libres. Me iba al Retiro, a la Ribera del Manzanares, al Zoo. Empleaba mi real en caramelos, pipas u otras golosinas y me lo zampaba todo. Ansiosamente esperaba esas tardes de ocio. Nada me parecía entonces tan maravilloso como hacerme ovillo en el césped alfombrado de algún parque, bajo las acaricias del sol, sin preocupaciones, sin sobresaltos, sin temor a nadie y nada. No quería pensar, sólo descansar, dormir, soñar. ¡Vivir…!

    A veces descendía por Carretas hacia la calle de Alcalá y la Gran Vía; los cines, las cafeterías, los coches, las tiendas, siendo algo tan próximo, parecía de otra galaxia, remota, inaccesible para mí. Aunque entonces no me percataba, tenía la certidumbre de que había en mí, en potencia, un deseo de entrar en ese mundo. Había días en que pensaba que no estaba tan lejos ese mundo. Aunaba fuerzas para cuando llegase mi oportunidad. Mi cabeza trabajaba incansable…

    Y lo que es la vida y sus circunstancias; esa oportunidad se me



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    presentó de la forma más inesperada. Entre las cajas que había en la trastienda, hallé unos libros, apolillados y mohosos. Eran Tratados de Medicina. Los conceptos técnicos escapaban a mi comprensión, pero me gustaba leerlos, ver sus fotos, entrar en el misterio del mecanismo humano…

    Una mañana en que Don Isidro bajó a la tienda antes de lo que en él era habitual, me sorprendió leyendo uno de ésos libros.

    ____¡¿Qué haces?! -me preguntó, en tono airado.

    Sorprendido, oculté el libro detrás de mí.

    ____¡Dámelo! -gritó, percatándose de mi maniobra.

    Se puso a ojearlo, como tomando tiempo para pensar. Al poco, calmado ya, me miró con ojos vivarachos y me dijo:

    ____¿Te gusta la Medicina?

    ____Sí señor.

    ____Estos libros pertenecían a mi abuelo. Él era médico, y mi padre fue un prestigioso cirujano. ¡Dios, si les hubiera hecho caso…!

    Se q
    uedó durante unos minutos pensativo. Después, con cara de circunstancias, añadió:

    ____Son más de las ocho. Hay que abrir ya la tienda. Vamos.

    En los días siguientes, no hablamos más del asunto, pero pasada una semana, luego de contar el dinero de las ventas del día, de hacer el arqueo y de cerrar la tienda, Don Isidro me preguntó:

    ____¿Te gustaría estudiar?

    ____¡Sí! -respondí con tanta determinación que todavía hoy me sorprende. Parecía como si llevase toda la vida esperando que se me hiciese ésa pregunta, pero la idea no había pasado por mi mente ni en sueño.

    ____De acuerdo. Vas a comenzar el Bachiller, pero ojo con que se enteren ‘ellas’ -levantó la mirada hacia arriba.

    ____De mis labios no saldrá palabra alguna.

    ____Eso espero. Desde hoy mismo guardarás tus propinas –dijo, y añadió-: con ellas podrás pagarte las matrículas y comprarte los libros y los materiales necesarios –hablaba como con prisas.
    ____Si señor. Así lo haré –le contesté, sin pensar en que estaba obligado a agradecérselo. 

    Don Isidro era de esa clase de personas que aceptaba lo bueno y lo malo con la misma impasividad.

    ____Vete mañana a visitar a don Teodoro. Él podrá darte algunas clases. Ya hemos hablado de ello –agregó, de nuevo.

    ____¿Qué ya han hablado? –quedé perplejo.

    ____Don Teodoro ya sabe lo que hay que hacer –concluyó.

    Visité a don Teodoro en esa misma mañana, aunque Don Isidro me dijo que lo hiciese en la siguiente. Tenía alquilado un cuarto en una casa de la calle Atocha. Hacía su compra y se preparaba su propia comida. Ya le conocía, porque le llevaba algunas latas de conserva, que encargaba previamente a mi amo, con quien le unía buena amistad que se remontaba a los años jóvenes. Había hecho el Bachillerato y tres años de profesor del mismo. ‘Que no pude terminar por la penuria de dinero’, me había dicho en varia ocasiones.




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    Era un tipo alto, blancucho, cargado de espaldas, como sesenta años, y sus manos eran grandes y sudorosas, desagradables de estrechar, pues las dejaba caer como peso muerto. Su complejo de inferioridad era obvio. Invariablemente, en sus labios siempre había igual respuesta: ‘yo no… Yo no…’. Como todo apocado era pedante y agresivo a la vez con la gente de su entorno. Hablaba mal de todo el mundo, y más con los encumbrados. A principio, al escucharle exaltar sus excelencias y ponderar su cultura, le decía: ‘por qué no hace usted…’. Me interrumpía, replegándose: ‘yo no... yo no…’. Y quedaba desfallecido y con ojos espantados.

    ____De manera que quieres estudiar el Bachillerato -me dijo esa mañana, con voz relativamente complaciente.

    ____Sí señor.

    ____En ese caso, sabrás que hace falta dinero para eso…

    ____Gano dos reales diarios, de mis propinas.

    ____Ganas tanto como yo: pura mierda. ¿Sabes cuánto te voy a cobrar por las clases? ¿No te lo ha dicho don Isidro?

    ____No señor.

    ____Nada. Don Isidro es un buen amigo desde hace muchos años y si él se interesa por ti… ¿Comprendes…?

    ____No del todo, señor.

    ____Pues está claro. Me caes bien. Pareces un chico listo y creo que nos entenderemos –y añadió-: tú llevas algunos encargos de comestible a algunas casas, ¿no es así?

    ____Sí señor.

    ____Pues entonces búscame más alumnos. ¿Comprendes…?

    Me daba pena ver a aquel hombre pidiendo ayuda a un mocoso como yo. Y, sorprendentemente, hablaba con voz humilde.

    ____Únicamente cobro un duro mensual. Enseñanza garantizada. ¿Comprendes...? No lo olvides. Porque quien sepa enseñar como yo, pocos -se irguió, y añadió-: ya sabes, te daré clases gratis y tú me consigues más alumnos. ¿Comprendes…? ¿Te conviene?

    ____Sí señor.

    Luego de decirme eso, guardó silencio. Al poco, añadió:


    ____Pero si no me traes más alumnos, da igual. De todas formas, te daré clases sin cobrarte una sola perra gorda.

    ____Sí señor.

    Se encontraba orgulloso por sentirse generoso, como un alguien importante. Y su muletilla ‘¿comprendes…?’, formaba parte de su pedantería.

    Ese año le procuré la friolera de seis alumnos más. Y esto debía achacarlo a la casualidad, no a la suerte. Se encontraba loco de contento, y no sabía por qué no me lo decía. Se atribuía todo el mérito. Disfrutaba diciendo que era un buen profesor. Y lo era, no se le podía negar, pero le gustaba divagar por el prurito de deslumbrar a sus alumnos, o los aburría con relatos de miserias e inquinas de un hombre fracasado.

    Iba a sus clases una hora al día, aprovechando las salidas que Don Isidro, guiñándome un ojo, me ordenaba con hipotéticos encargos. Pronto me di cuenta de que mi amo estaba tomando partido por mí, y yo se lo agradecía con más entrega, tanto en la tienda como en los estudios.

    Estudiaba incansable, robándole todo el tiempo a mi ocio, a mi descanso. Recitaba las lecciones en voz alta mientras trotaba en las calles de Madrid, con el cesto de repartos sobre las costillas.

    Aprobé el Ingreso. Y esto fue un jueves. El sábado siguiente, Don Isidro, feliz, me llevó al cine. Creo que veía en mí una especie de venganza contra las tres mujeres de su casa. Estaba decidido a demostrar lo que hubiese podido ser su hogar, bajo su control directo.

    Luego
    del cine fuimos en busca de Don Teodoro, y los tres juntos merendamos en una cafetería lujosa. Mi profesor lanzaba gritos, tronaba de vanidades: ‘¡en tan poco tiempo que he tenido para prepararle!’. De nuevo él se atribuía el éxito. Pero yo me hallaba tan contento que no me importaba su vanidad.

     Cuando volvimos a 'Chotis', Don Isidro me regaló cinco pesetas, que no tuve reparo en aceptar. Pero vi que pronto se arrepintió. Quedó titubeando, como reprimiendo un deseo de decirme que se las devolviese.



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    Pero no quiero seguir contando mis esfuerzos de aquellos años agotadores: heroicidad agria, pero productiva. Enflaquecí hasta el extremo de perder ocho kilos. La escasez de tiempo era una amargura que mis ansias por aprender multiplicaba. Deseaba acabar enseguida, para liberarme de esa pesadilla tortuosa que estaba viviendo consciente. No cabía duda de que los estudios eran para mí un medio, no un fin, una posibilidad de escapar al ambiente de 'Chotis', para lograr una vida mejor. Quizás la que tantas veces había pensado. Y tenía prisa, y temor también de que me pudiesen abandonar las fuerzas.

    Con el paso de los años me di cuenta que los conocimientos de don Teodoro eran someros en la parte de Ciencia, y a partir del Tercero tuve que habérmelas solo con las Matemáticas, sin más ayuda que el libro y lo que mi mente iba sugiriendo. Y aunque la vanidad del profesor no desfallecía, evitaba toda dificultad con superfluas divagaciones, lo que me hacía perder un tiempo vital. Entonces, corté por lo sano. Sabía que esto era algo que no me iba a perdonar y que le daba pie para criticar a aquel mediquillo que todo se lo debía a él. Pero también sabía que me recordaría con cariño y que su ego se había esponjado más de una vez a costa mía.

    Por timidez, tal vez, y no por ganas, continuó pues don Teodoro impartiéndome clases de Ciencia.

    En el Instituto obtenía siempre buenas notas, y por eso conservé la beca que me concedían. Administraba con celo mis propinas, que bastaban para enjugar matrículas, libros y material escolar.

    Mi escaso vestuario se proveía de los trajes viejos de Don Isidro, que era delgado, y si no, Pepi me los aviaba. En el tajo que en la trastienda me servía de cuarto, con cajas viejas de madera me hice mesa, silla, armario y lecho. Pepi se las arregló para rellenar mi colchón y para confeccionar sábanas con retales que apañó, no sé de dónde. Y con esos endebles recursos iba tirando. Pero, obviamente, avanzando…


    Cuando me inicié a cursar el Quinto curso, el secreto que tan celosamente ocultaba salió a la luz. Y fue por culpa de Don Isidro quien, ufano de su obra, hacía lenguas de mis talentos, y llegó a un punto en que no podía soportar por más tiempo en silencio su buen hacer.

    Una mañana, Petra revolvió toda la trastienda hasta dar con el escondite donde guardaba mis tesoros: mis libros y mis apuntes. Ese mismo día, luego de comer, mientras cruzaba el salón para bajar de nuevo a la tienda, me ordenó con voz autoritaria:

    ____¡Pibe, aguárdese!

    Estaba muy indignada. Miró a su esposo.

    ____¡Dime vos qué acontece! -le dijo imperativa al tendero, que estaba sentado frente a ella.

    Don Isidro dio un respingo y respondió con una pregunta:

    ____¿Qué acontece de qué?

    ____¡No vaya vos de longui! ¡Vos sabés qué aludo!

    Lupe, con ojos malévolos, seguía la escena. Y Veva, miraba a su padre y a mí entre divertida y desdeñosa con una estúpida risita en los labios.

    ____¿Te refieres los estudios de Alex? –respondió, al fin, con voz torpe-. Si es eso, no hay nada de particular. Alex está tratando de buscarse un futuro y lo logrará –añadió.

    ____¡Lo que logrará es que lo bote, que es lo que debí hacer el primer día! ¡Venirme vos con tapujos! El tendero tira la plata con el primer roto que se cuela en mi casa, y luego pinta llorón para dar mísera calderilla a su humilde esposa. ¡Y vos! -señaló con un dedo muy sobrado de anillos-, ¡a la puta calle! ¡¿Parlo suficiente palmario?!
    ____¡Bien, madre, bien! Sólo falta que este pordiosero nos salga ilustrado –terció Lupe, con aspereza en la voz.

    Me dolían aquellos insultos, pero tuve que sellar mis labios para no replicar. Petra me fulminó con la mirada. Veva lanzó su risita habitual, y Lupe me miró con sorna y, ante tamaña humillación, desvié la cabeza.




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    ____¡De acuerdo, de acuerdo! -dijo es marido-. Lo voy a despedir. Pero os advierto algo: Alex ha trabajado incansable en esta casa. Sin Alex, hace tiempo ya que andaríamos pidiendo limosnas. Ha levantado el negocio con su trabajo. ¿Y sabéis qué ha cobrado? Nada. Tiene ya dieciocho años, duerme en un agujero inmundo, y ni se ha quejado ni me ha pedido dinero. Sus estudios se los paga él mismo con las propinas que consigue a diario. Soy viejo ya y si me falta Alex…

    ____Alex, Alex, Alex. Por los Clavos Sagrados, como si no hubiese en el globo nadie más que Alex –protestó Petra, pero con cierto aire conciliador en la voz…

    ____Otra persona que hiciera lo que hace él, cobraría lo que no da la tienda –añadió, astuto, Don Isidro, percatándose del súbito cambio en su esposa-. En fin, si os empeñáis, lo despido. Pero no olvidéis que vosotras lo habéis exigido –concluyó, y después que me miró de reojo.

    ____¡Un momento, un momento! Yo no he dicho nada aún -terció Veva, de pronto-. Y mi opinión es que si Alex quiere estudiar, por qué negárselo. No es un crimen. Además, si es tan útil y honesto como dice mi padre, lo que debe hacer es asignarle un sueldo y dejarse de cacarear tanto.

    ____¡Pero hijita! -protestó Petra, mirando a su hija.

    ____¡Ni hijita ni porra; lo dicho! –dijo Veva, haciéndome un gesto burlón con la lengua.

    Don Isidro quiso añadir algo, pero las palabras no acudían a sus labios. Carraspeó, entre estupefacto e inquieto.

    Todos, salvo Veva, quedamos pasmados. La miré y me devolvió la mirada, pero con su acostumbrada risita.

    En fin, sea como sea gané. Por de pronto, desaparecieron de la trastienda los trastos y con ellos la suciedad, suciedad contra la que hasta entonces no había podido luchar Pepi. Me compraron cama, colchón y otros muebles. Fueron reparadas y pintadas las paredes. Me asignaron un sueldo de quince duros, cuyo se me antojó una fortuna. Me dieron más horas libres para estudiar. Se anuló la tarea de leerle a Petra, y hasta pude darme el lujazo de pagarme un profesor de Ciencia, quien me allanó las dificultades de la Álgebra, la Física y la Química. Y a corto plazo, dejaría de padecer también la humillación de aceptar propinas.

    Con el paso del tiempo, abandonaría 'Chotis': la labor alcahueta del mostrador, el cesto de los repartos... Sí, dejaría todo eso con satisfacción, sin mirar atrás, sin volver a acordarme de aquellas personas con las que había compartido parte de mi vida; ni las quería ni las odiaba, sólo permanecía con ellas por interés. Tenía techo y pan y, como había sufrido por carecer de ambas cosas, cumplía, incluso con creces, para no perderlas de nuevo.

    Lo que no sabía era el por qué no había pedido antes un mejor trato del que acababa de brindarme un cálculo premeditado de Veva. Pero no quería pensar en eso. Me sentía seguro, algo que aprendí de mi padre, aunque en él todo se iba en palabrería. Era capaz de continuar el camino trazado. Nada pedía porque nada necesitaba. De nuevo seguía avanzando. Pero era tan ingenuo que sólo pensaba en mi fuerza de la voluntad, sin caer en la cuenta de que la vida se deja caer a veces con algunas cosas, imprevisibles inevitables…

    En 'Chotis' nadie parecía alegrarse de mi ascenso y nadie reparó en felicitarme. De Don Isidro y Pepi no hablo.



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    Al final del primer mes, el tendero, entre acriminador y risueño, me dijo: ‘'joder Alex, ahora ganas
    más que yo!’. Pero no tardó en incluir mi sueldo en el apartado de las fieras, y en separar de él sus sobresaltos de cicatero. No obstante, pude comprobar que a partir de ese entonces se comportaba conmigo con más justicia, con más equidad…

    Como final de este capítulo añado que encontrándonos solos en el salón Pepi y yo, la pobre chiquilla largó tímidamente la plática más larga que jamás había pronunciado:

    ____Te lo mereces, Alex. Tú no serás un pringado como yo.


    Se llevó el delantal a los ojos y se volvió de espalda. Yo siempre había sido un hombre duro, nada propenso a conmoverme por nadie ni por nada, pero en esa ocasión sentí un crispamiento de ternura



    (FIN CAPÍTULO 2)
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    3


    Las tres señoritas aceptaron a regañadientes mi ascenso. Pero veía extraño que fuese precisamente Veva la que descargaba en mí su aversión. Yo era demasiado ingenuo para entender que su actitud obedecía a ‘algo muy estudiado’. Todo el rato me trataba como su criado, abrumándome con reconvenciones estúpidas y órdenes humillantes. Se burlaba del ‘estudiantillo’, como solía motejarme con desdén; el mismo desdén que le devolvía en la primera ocasión que se me presentaba.

    Ese año aprobé el Quinto y parte del Sexto. Don Isidro hizo, por eso, una exagerada apología de mis talentos. Las tres señoritas escuchaban indiferentes sus palabras. Y yo me sentía molesto por yan extemporáneo entusiasmo del tendero.

    Veva, en uno de aquellos días aprovechó un instante en que nos quedamos solos para decirme, despectivamente:

    ____Abróchame el zapato.

    Su intención de humillarme era tan deliberada que no tuve más remedio que mirarla, retador.

    ____¡Abróchalo ya, imbécil! –repitió, enérgica, insulto incluido.

    Alex, rodilla en tierra, obedeció. Pero veía tan desproporcionada la exigencia, que no me sentía ofendido. ‘¿Por qué tengo que dar beligerancia a semejante estúpida?’, pensé.

    Al levantarme, pasó la mano por mi cara y me miró largamente de una forma provocadora…

    ____¡Bobo! –me dijo en una exclamación, y empezó a caminar contoneándose.

    La guerra que Petra me había declarado era sin cuartel pero más franca. Me odiaba y toda coyuntura era buena para regañarme y para recordarme la protección que me dispensaba. Aun así, veía en la actitud de las tres señoritas no sé qué de sobresaltos. Era obvio que me necesitaban, y yo me reía de su impotencia.

    ____¡Déjalas! -me dijo Don Isidro luego de uno de esos episodios. Y siguió hablándome-: mientras yo viva, estás seguro, y cuando falte, si además de tontas que son no se vuelven locas, rezarán para que no te vayas. ‘Las de arriba’ piensan que me dominan, que soy un calzonazos. ¡Andan frescas! Les tengo miedo, esto es innegable, pero al final las hago pasar por el aro. Las dejo que griten, que se explayen, y si es eso lo que les gusta, allá ellas. Pero como no tienen ni pizca de caletre es fácil manejarlas Soy débil, y es por eso que no tengo fuerza. Este pensamiento no es mío, pero es cierto. Si tuviese un poco de valor, las sometería. Claro que entonces no sería débil. Bueno, bachiller Alex, creo que me estoy haciendo un taco.

    Cuando Don Isidro hablaba de su esposa y sus hijas, las llamaba 'las de arriba’. Para él eran, espiritual y topográficamente, una divinidad superior, a cuya se sentía sometido por el miedo, más que por el cariño. En el ámbito de la tienda, sólo él podía tomar decisiones, pero el piso gravitaba sobre su cabeza y a menudo le veía mirar hacia el techo, con los ojos llenos de amargura. Él disfrutaba con lo que creía grandes logros sobre la trinca, como que nos admitiese ‘sin pero’ a Pepi y a mí, pero esto no era sino una modalidad del aglutinante que podía unir a aquellas cuatro personas: la explotación y la tacañería.

    Hubo una etapa en la debo reconocer que Lupe me importunó poco. Tenía algo más perentorio en que ocuparse. Se iba a casar. Todo fue de pronto. Un bala del barrio: un tipo chulo, mujeriego y gandul, rompió la relación que mantenía con Veva. Se llamaba Felipe y ‘el Tuno’ lo apodaban. Era un tipo despierto. Se percató de que Veva picaba alto y que sus amoríos con ella no iban a ninguna parte. Pero la tienda de ultramarinos debía antojársele un filón, y por eso dirigió sus tinos hacia Lupe, cuya, en su red fácilmente cayó.

    Debido a la inminente boda, los días previos 'Chotis' parecía un infierno. Las trifulcas, los gritos y las peleas se repetían a diario. Don Isidro mostraba todo el rato una sonrisa irónica. No quería intervenir en nada relacionado con esa boda. Hablando conmigo se restregaba las manos y me decía, en actitud cómica:

    ____¡Parece que el Olimpo anda revuelto, eh!

    Cuando subíamos a almorzar o cenar, el tendero ponía cara de circunstancias:

    ____Sí, esta boda es un disparate -respondía así a una pregunta de su esposa.

    Pero cuando bajábamos de nuevo, se abría conmigo:

    ____¿Crees que me importa que se case con Felipe o con otro? Pues no. Petra pide mi opinión por pedirla, pero pinto poco para ‘las de arriba’. ¿Qué es lo que espera Petra? ¿Qué se case con



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    un señorito? ¡Anda fresca! La única persona de mérito que ha entrado en esta casa eres tú. Y tú nos dejarás. Y harás bien. ¿Y luego qué? Con Felipe o sin Felipe, la tienda se irá al carajo -hizo una pausa y adoptó una pose pensativa. Después, añadió-: mira, Alex, desde que me casé no he tenido un solo minuto de paz y felicidad, Por eso ahora me divierte que se peleen. Las tres son perturbadoras por igual.

    Un mediodía, mientras almorzábamos el matrimonio, sus hijas y yo, Lupe miró a su madre y, amenazadora, le dijo:

    ____Mamá o me dejas casarme con él o me voy a vivir con él. ¡Tú decides!

    Petra le dio un cachete. Después simuló desmayarse, cayendo al suelo y arrastrando tras sí el guarreado hule. Y con él, los platos a medio vaciar. Y entre todos esos desperdicios, mezcló su mar de confusiones.

    El día siguiente lo pasó lloriqueando y quejándose de hipotéticos males que ‘la iban arrojar al hoyo’. Pero Lupe no se ablandó y le exigió una respuesta categórica, que Petra no tuvo más remedio que dar, salvando apenas un jirón de su autoridad. Le dijo, en forma cruda y aparentemente clara, pero sosegada:

    ____Te sacramentarás, pero desde el momento en que botes de mi casa hacia la ermita, será para no volver más bajo mi manto. Ya os apañaréis tú y ese chulo de verbena.

    ____Tranquila, madre Calcuta. Mi novio es lo suficiente hombre como para no tener que mendigar protección a nadie -contestó.

    Veva soltó su risita y, sin poderse evitar, las dos hermanas se enzarzaron en una agria lid verbal, que esa vez no terminó en golpes porque Lupe se sentía muy feliz por haberse impuesto su santa voluntad.

    Aceptadas las condiciones de esta clase de armisticio, empezó a reinar en 'Chotis' la paz, pero las tiranteces seguían. Bastaba una palabra, una alusión, para que el equilibrio desapareciese y cayera de nuevo la borrasca.

    A los dieciocho años acabé el Bachiller. Este acontecimiento y los que vinieron más tarde, marcaron una importante etapa en mi vida...


    Desde la lejanía, que no sé por qué ha de parecerme tan lejana, siendo relativamente próxima, me llena de estupor verme…

    Me das lástima y risa, pobre Alex. Eres un chico espigado, bien parecido, pero tus ojos miran de una forma insolente. Te hallas muy seguro de ti, te sientes pleno de fuerzas, y todo porque has pasado algunas crujías de hambre y frío y porque has terminado unos estudios. Ya sé que no ha sido fácil, que ha sido doloroso y triste el no poder contemplar el cielo, ver crecer las flores: gozar de la vida. Pero te engañas si por eso piensas que has sufrido y que puedes ver con seguridad tu futuro. Ahí te encuentras, Alex, trémulo de ansiedades, asomado apenas al umbral de la vida. Te sientes con un derecho que aún no sabes qué es, pero que ya te atreves a reivindicar: la felicidad. La sangre te salta en las venas con un gozo y un sentimiento. Tienes las pupilas encendidas de ansiedad y el mundo se te ha quedado tan pequeño que a duras penas puedes contener la huella en tu piel. No te preocupes, no te voy a preguntar el motivo de esto. Aspiras a una vida mejor y te crees capaz de alcanzarla. Pero de ese mejor, apenas tienes conciencia, sólo sabes que es distinto. Y yo puedo decirte que no va a ser mejor. Pero es bueno soñar, y ahora quisiera dejarme llevar por tus sueños de la juventud. ¡Llévame de la mano, iluso muchacho! Tienes en tus manos el amuleto de la felicidad y lo estás ignorando. ¡Sueña! ¡Soñemos! ¡Lo necesitamos! Vamos a tropezar, pronto y juntos, de cara con el dolor. Recién terminaste el Bachiller y estás deseoso de iniciar una carrera. Serás médico. Lo deseas y crees que nada puede impedirlo. Serás un señor; tú, el hijo del marinero y 'la Franchuti', el peón de la fábrica de atún, el recadero de 'Chotis'. Te dirán señor doctor. No, si ya sé que no lo haces por figurar, que tú no eres vanidoso. Eres sencillo y te sientes así, y hasta ahora nada has hecho por lo que se pueda decir lo contrario. ¿Pero qué sabes tú de la vida? Eres tan bisoño que da ira ver tu cara erguida. ¿Qué sabes tú? Vas a conducirte como un rufián y lo estás ignorando. Resulta triste verte. Te ves con fuerza. ¡Mentira! ¡Mentira cochina! Las fuerzas se volverán contra ti. ¿Y para qué han de servirte si no puedes vencerte a ti mismo? ¡Respóndeme! ¡¿Para qué?! ¡No, no sujetes mi mano! ¡Déjame! ¡Quédate tú ahí con tus dieciocho años en flor, con tu aureola de ensueños!’.


    La buena nueva que recibí por entonces era que mi situación en 'Chotis' había cambiado nuevamente. Y esta vez de una manera sorprendente.

    Don
    Isidro y don Teodoro me acompañaron a recoger la papeleta de mi último examen. Apenas cerramos la tienda, nos fuimos en busca de mi profesor, y luego los tres nos encaminamos hacia el Instituto. Cuando llegamos, pudimos ver que todavía no habían terminado los recuentos, por lo que debimos esperar una hora y



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    pico. Me hallaba aturdido entre una marabunta de estudiantes, que atestaba el vestíbulo.

    Por fin, un bedel apareció con papeles sobre una bandeja. Era un vejete feliz. Sonreía mientras a punto estaba de caerle encima una masa humana. Oí mi nombre y me abrí paso entre el gentío. Después regresé junto a mis bienhechores, llevando en alto mis notas, con aire triunfal, cual antorcha. Don Isidro me las arrebató y él y el profesor me abrazaron, y, empero, no me emocioné. Mi entusiasmo se volvió deleznable cual pompa de jabón. Me sentía cerrado. Había sufrido en mis años estudiantiles, y en ese justo instante parecía como si un espíritu maligno estuviese riéndose y machacándome con esos: ‘¡esto es todo, Alex! ¡Esto es todo, Alex! ¡Esto es todo, Alex...!'.

    ____Llegarás hasta donde yo no pude –dijo mi profesor-. Tienes carácter, muchacho. Me percaté de ello apenas te conocí.

    Salimos a la calle y empezamos a caminar, sin rumbo fijo. Atrás quedó el Instituto, envuelto en una tremolina de risas, llantos y gritos…

    ____Es pronto para volver –dijo, de pronto, Don Isidro-. Propongo un paseo. ¿Te gustaría celebrarlo? ¿Un traguito? –me preguntó, mirándome.

    ____No –respondí, secamente.

    ____Como quieras –me miró, frunciendo los párpados.

    Estaban felices y tenían ganas de celebración, pero se limitaban a hablar, y hablaban alegres. Se dirigían a mí, pero les respondía escueto, sin prestar atención, sin siquiera saber qué me habían preguntado. No se percataban y menos Don Teodoro, que era un orador terrible, uno de esos que no escuchan a nadie y que sólo hablan de sí mismos. Oía su voz: ‘yo… yo… yo…’. Un sonsonete monótono, sin una nota más alta que la otra. Adormecedor.

    Estábamos a final de junio con un cielo indeciso, pero enseguida reventó en estrellas. Estaba conmovido, sin saber por qué. ‘Ahí está mi cielo’, pensé. En ese momento cruzamos la Gran Vía. No sabía cómo habíamos llegado. El trasiego de gente era grande. El bullicio me llegaba, aturdiéndome. Pero esta vez no me sentía desplazado. ‘Este es mi mundo’, pensé de nuevo, y me alegró pensar eso. No sentía desapego por mi pueblo, tampoco por la gente de la clase baja, pero mi afán por cambiar de ambiente no debía tener más origen que algún refinamiento en cuestión de higiene, de olfato, y acaso, acaso de índole intelectual.

    Los tres llegamos a Lavapiés alrededor de las diez de la noche. Nos despedimos de don Teodoro, que nos había acompañado hasta la puerta de la tienda. Y después Don Isidro me precedía mientras subíamos hasta el piso.

    Una vez en el salón, Don Isidro anunció a su familia, con una voz excesivamente triunfal:

    ____¡Petra, Lupe, Veva! !Aquií tenéis a un nuevo bachiller!

    La esposa del tendero nos envolvió en una mirada de desprecio. Y después, dijo:

    ____Ni que este pibe fuera de tu misma roja.

    ____Lleva ya muchos años con nosotros y es normal que se le coja cariño –dijo Veva mirando a su madre-: con su Bachiller listo ha ratificado lo que decía papá. Todos nosotros incluida la criada estamos orgullosos de haberle dado protección.

    ____Papá es posible, pero tú… Este fervor y este entusiasmo tan súbito por Alex, es raro. Ignoro lo que mamá y tú habéis estado tramando, pero, desde luego, afortunadamente para Alex, no es tan tonto como habíais pensado –replicó Lupe, con acritud, pero en mi defensa.

    ____¡Y a ti qué coño te importa! ¡Mira la que va a hablar! ¡Para ti el mundo se reduce a ese desecho que te he dejado! –respondió Veva.

    Y esa vez llegaron a las manos, siendo separadas por su padre. Y yo aproveché el alboroto para escabullirme. Odiaba las peleas barriobajeras. Pero antes de cruzar el umbral me paró un grito, que ya me era asquerosamente familiar, la voz de Petra.

    ____¡Pibe deténgase! Desde hoy yantará vos con sus amos y sus pibitas. A tal señor…

    Su tono, además de desagradable, era interesado. Ni siquiera se molestaba en disimular.

    ____Gracia, Doña Petra, pero…

    ____¡Ni pero ni nabos en vinagre! ¡Es una orden!


    M
    e ubicaron entre Lupe y Veva. Y enfrente de mí, Don Isidro me enviaba miradas furtivas, en las que entraban en igual medida la sorpresa y el contento. Y ya, en todas las comidas y todos los días no dejaba de confabularse conmigo.

    Comía sin mirar a ninguno de los cuatro. No me sentía cohibido, molesto y contrariado sí en una vecindad que no me era grata. Prefería descargar mi mirada en la imagen poco agraciada pero llena de bondad de Pepi. Bajo la luz roja de la horrorosa lámpara



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    que colgaba del techo, veía a Don Isidro, a su esposa y a sus casi treintonas hijas, y nunca los había sentido tan lejanos.

    Un mediodía, en que estábamos almorzando, Pepi, que siempre se había preocupado de que comiera, me preguntó, antes de retirar la sopera.

    ____¿No te sirves un poco más, Alex?

    ____¡¿Nunca vas a aprender modales?! ¡¿No sabes cómo hay que tratar a un señorito?! –le dijo Veva, recriminándola.

    ____Lo siento, señorita Veva –contestó, y, sin llevarse consigo la sopera y a todo correr, llorando se fue hacia la cocina.

    Aquello me sentó tan mal que a punto estuve de ir tras la pobre Pepi. Pero no lo hice y aún hoy me avergüenzo de ello. Más tarde le supliqué a la infeliz muchacha que siguiera tuteándome, como siempre. Y le hice saber que no me identificaba con ninguna de aquellas estúpidas. Sin embargo, a pesar de mis disculpas y mis ruegos, nunca más pude conseguir su tuteo.

    ____Usted es ahora un señorito –me decía, una y otra vez.

    A la semana de éste ácido episodio, ordenaron realizar nuevas obras en mi cuarto. Lo transformaron tirando paredes y abriendo una amplia ventana lateral. Pintaron, y dotaron el nuevo recinto con muebles del mismo estilo y material que la cama: mesilla, ropero y escritorio. Instalaron un lavabo de losa, lujosamente adornado con diversas flores de plástico de diversos colores. Y la orden para tan sorprendentes novedades la impartió Petra, con pasmo de Don Isidro y mío. Petra era en realidad la que partía el bacalao en aquel ‘dulce hogar’.


    Aunque yo seguía siendo un ingenuo, incapaz de tomarle el pulso a cualquier cosa -la vida me había enseñado miseria, pero no picardía-, las reiteradas deferencias de que era objeto por parte de Petra levantaba en mi ánimo todo un cúmulo de sobresaltos



    (FIN CAPÍTULO 3)
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