Aquella noche de San Lorenzo, cuando salí de excursión con mi padre para ver las estrellas fugaces, fue inolvidable. Acababa de cumplir mis primeros siete años. Estábamos en la montaña, lejos de la ciudad, donde no hay contaminación ni luces que deslumbren. Mi padre señaló el cielo, apagó su linterna y me dijo:
– Apaga tu linterna. Hay cosas que se ven mejor sin luz. Mira esa nube que cruza el cielo… ¿La ves?
– Sí – dije después de apagar mi linterna.
– Pues no es una nube, es la Vía Láctea: una franja espiral de nuestra galaxia, formada por millones y millones de estrellas. Todos esos puntos luminosos son estrellas tan grandes como el Sol o mayores. Muchas de esas estrellas pueden tener planetas habitados, como la Tierra, nuestro planeta. Muchas personas pueden estar mirando las estrellas en este mismo momento, desde esos planetas, igual que hacemos nosotros.
Contemplé asombrado el cielo, con la ilusión que dan los siete años recién estrenados. Aquella noche las estrellas brillaban más que nunca, parecía que nos miraban. Entonces vi la primera estrella fugaz. Encendí la linterna para hacer señales a los habitantes de otros mundos, los que podían mirarnos en este momento, moviendo enérgicamente el brazo mientras gritaba:
– ¡ Estamos aqííííííííííííí !
Mi padre reía mientras hacía lo mismo que yo con su linterna. Después de calmar sus carcajadas, cuando pudo hablar, me dijo sonriendo:
– Menos mal que no nos ve nadie, así no pensarán que estemos locos.
Ahora, después de 70 años, cuando recuerdo aquella noche feliz, pienso que algunas locuras son maravillosas..
Comentarios
Este relato es ficticio, pero me gustaría mucho que hubiera sido real.
Feliz verano.