En el descansillo. Esta vez estaba allí, entre felpudo y felpudo. Tenía algún resto de sangre, pero no como otras veces. No, esta vez era más testimonial que otra cosa. Su cara, las muecas y el reflejo de su alma eran su sangre esta vez. No necesitaba grandes gotas, sus pupilas lo enseñaban todo, eran un lago donde ver nadar desnudos sus dolores, sus miedos. Tenía a las hormigas de procesión por sus venas, en esa negra excursión que no cura rascándose por mucho que lo intente. Se arrastró hasta su colchón y no quiso ni cambiarse. Me encerré en la habitación, a taparme los oídos y cantar tan alto como podía, creando a mí alrededor el más envolvente y ensordecedor de los silencios que se recuerdan. El silencio del miedo por ella, por si ese era el día del Juicio y nadie se podía hacer cargo de la defensa.
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