LA LIMOSNA AMARILLA
"Donde hay justicia no hay pobreza"(Confucio).
El salón comedor estaba inundado de amarillo: amarillo-cadmio brillante del sol del mediodía que rebosaba por las ventanas, amarillo-nápoles de las paredes cubiertas de bodegones, amarillo-alimonado de Béznar en el estampado de las cortinas, amarillo-ámbar de las lámparas. Sin embargo, la alfaguara de la gran corriente amarilla manaba poderosa desde el centro de la mesa del salón y cubría las esquinas, que quedaban sin color, de un oro apetecible. Aquella marea alta de olas amarillentas lo cubría todo.
Don José, el señorito, le había dicho a mi padre que fuéramos a eso de las once, que le iba a dar a Antoñico - a mí, claro - un regalo inolvidable.
Mi padre siempre magnificó al señor. Yo, por eso, respetaba mucho a don José, un hombre bien vestido con terno gris, distante, que mandaba siempre, que siempre estaba sentado o acostado ( la nobleza se adquiere en los sillones o en las camas) y que viajaba, durante el verano, por Granada, La Coruña, San Sebastián, Biarritz, en un coche enorme que conducía un hombre con gorra de plato y que levantaba la cabeza con aire solemne.
“No se preocupe, Manuel, Dios está con nosotros”, decía don José cuando mi padre se quejaba de nuestra miserable situación, y Manuel, mi padre, se sentía reconfortado. Mi padre tenía el odiograma plano: de tanto roer rencores los gastó.
A don José le habían traído de Canarias una gigantesca piña de plátanos, que había colocado en el centro de la mesa del salón, y quería que yo los probara: un magnánimo gesto de un hombre grande, respetable sin duda. Mi padre decía en la choza, cuando quedaba a solas con mi madre, que debíamos respetar al señorito porque él era el cuchillo y nosotros, la carne. Yo entonces no comprendía nada y ahora que lo entiendo sigo sin comprenderlo... ¡Apenas hay distancia entre magnate y mangante!
Fuimos ante el amo: mi padre, humillado; yo, embelesado ante aquella fruta de oro que reinaba en el centro de la estancia. “Antoñico, ven, vas a probar un plátano”, y la boca se le volvía pastosa, lenta, solemne...”Plaatanooo” y el eco repetía la mágica palabra amarillenta. Don José fue a la mesa y arrancó un arco de oro-diadema de reina- de la enorme piña. Yo sorbía la lisura de aquella extraña fruta, imaginaba su sabor ¿ácido?, ¿dulce?, ¿áspero?, y me llenaba de oro: el hijo dorado de un gañán olía a trópico.
¡Nunca nadie deseó algo con tanta intensidad! Con la fruta en la mano, sin saber cómo podía comer aquel color, sin saber cómo pintar mi espíritu de ámbar, fui por unos segundos la niñificación de la felicidad.
En ese momento entró el señorito don Carlos, un niño algo mayor que yo y que había tenido la suerte de nacer en la parte de allá, en donde no hay fríos, ni hambres, ni caprichos sin cumplir. El señorito corrió llorando hasta donde yo estaba y me arrancó de un golpe seco la fruta paradisíaca... “es mío” y, aunque no llegué a paladear el deseo, se me arrojó del Edén por un ¿pecado? que no me dejaron cometer: comerme la limosna amarilla de un plátano. Sentí que se había caído al pozo la polea y que se había hecho pedazos el ilusionado cántaro al lado de la fuente.
Salí corriendo, seguido por mi padre que, mudo, se dirigió de nuevo al olivar. En el Tigris, el riachuelo que bordeaba la finca, me asombré al mirarme: mi cara estaba amarilla como el sol, como las ventanas, como las cortinas, como las lámparas. Luego vi que todo mi cuerpo estaba inmensamente amarillo. Hasta una nube preñada de agua, que adornaba el cielo, se entintó de amarillo. Amarillearon las rosas, los trigos, los cerros: todo se doró de ira. Ahora sé que la ira nació del plátano, que la ira es amarilla como la fruta de la humillación.
Algo más sereno, subí a la higuera del camino de entrada a la finca, arranqué sólo siete higos y los arropé en la lija de una hoja. Luego trepé a uno de los muchos almendros que cubrían los cerros y coseché, no sin esfuerzo, almendras ya hechas –clausuradas en su estuche de cerámica- y esperanzadas allozas blandas.
Habían pasado más de dos horas desde la salida del comedor. Ahora, ya tranquilo, me senté debajo del almez gigante – cerca de la entrada del cortijo- y deposité mimosamente en el suelo la hoja de higuera con los siete brazos del candelabro de la resignación. El tiempo parecía condensarse mientras yo partía las almendras y las colocaba dentro de los higos hasta conseguir un bocadillo mixto de dulzura y fortaleza. El higo rugoso, blando, que dejaba en la boca una dulzura estallante entre los dientes, se mezclaba con la leche recién cuajada de la almendra.
Cuando ya estaba dispuesto a comerme la deliciosa mezcla, apareció Carlitos con su padre, don José. “Son míos”, dijo, y me arrebató la cosecha que lograron mis manos. Don José miraba perplejo a su hijo, convencido de que la genética era impecable. Yo recordé las palabras de mi padre: “éstos no le dan a nadie ni una sed de agua”.
Apacentado de viento, me abalancé entonces sobre el mierda de don Carlitos y le mordí en la cara con toda la fuerza que da la injusticia. Caímos al suelo, pero no solté la presa hasta que los gañanes se acercaron y lograron abrirme la boca, tapándome la nariz para que no pudiera respirar. El señorito chillaba. En la cara estaba dibujado el mapa de la injusticia: oval, sangriento, pespunteado por mis siete dientes.
Jacinto S. Martín
Comentarios
Un cordial y agradecido abrazo.
Lo intento de nuevo./ Sobre la variedad de amarillo con los quecomienzas el texto, me parece no solo cromático, sino además luminoso, irradialuz y oro, y enseguida el lector (almenos yo), se da cuenta de la calidad cromática que entra por el salón, y de lobuen escritor que es Jacinto. / Me has ganado con este primero párrafo(considero importantísimo los comienzos para agarrar la atención)/ Luego eltono coloquial-seguidito, hablando del señorito…la ironía cáustica de lanobleza, los sillones y las camas…la modo diferenciado en el que el escritortrata a los señores de don, y a los del otro rango terminados en “ico”, eje. Antoñico./ Frases de parase en ellas un rato “odiogramas y rencores gastados”…y en fin,que de pe a pa tu trabajo es magnífico, no quiero limitarme solo a repetir lasfrases que me han calado, eso, que me parece un retrato fidedigno pasado por eltamiz que ya considero particular de Jacinto San Martin, apacentador no solo devientos, sino de letras.
Notas.- Por poner un pero…cuidar los guiones de diálogoque deber ser largos, y volverte a felicitar, (no entiendo como es que notienes un montonazo de lecturas y comentarios), me gusta mucho mucho como escribes, un placerleerte compañero.