Durante mis interminables vagabundeos por las tierras de España llegué en cierta ocasión a un pueblo remoto en el que me hablaron de una fabulosa leyenda, "la leyenda del árbol maldito".
"¿Y qué le pasa a ese árbol? ¿por qué está maldito?", pregunté.
Los lugareños arquearon las cejas y me miraron con ojos de huracán.
"Porque todos los que se caen del árbol se vuelven locos"
"¿Y eso sucede con mucha frecuencia?"
Volvieron a arquear las cejas, y ahora además agitaban las manos en el aire como si lloviesen bizcochos del cielo y tratasen de agarrarlos.
"¡Sólo la semana pasada tres mozos!"
Y al decir esto varios de los lugareños huyeron despavoridos en diversas direcciones. Se perdieron por las callejuelas del pueblo sin que los demas lo juzgasen, al menos aparentemente, una reacción excesiva.
"¿Pero qué hay allí arriba? ¿Por qué se suben los mozos al árbol?", pregunté a los que aún permanecían, mientras se desvanecían las polvaredas que habían levantado con sus carreras los huidos.
Bajaron la mirada. Se quedaron quietos,sin responder, titubeando. No parecía que temiesen un peligro. Más bien parecían ellos los que estaban a punto de cometer una maldad, y anduviesen midiendo la manera mas segura de salir ilesos.
Entonces, todos a una,comenzaron a hablar, atropelladamente, ayudándose y estorbándose al mismo tiempo. Cuando uno se trababa, otros le daban palmadas en la espalda, o le empujaban. Cuando otro conseguía articular una idea, los demás consideraban que ya había hecho demasiado trabajo, y le empujaban de igual manera. Arremolinados delante de mí, parecían bailar ebrios más que otra cosa. Corrían para cansarse. Gritaban para quedar sin voz. Abrían la boca para poderla cerrar y la cerraban para poderla abrir. No conseguí entender lo que trataban de decirme, hasta que del caos surgió la forma, y de manera coral atinaron a gritar:
"¡Para ver a la hija del alcalde!"
Las sílabas finales fueron un verdadero estruendo que resonó por los peñascos, levantando el vuelo de varios pájaros que reposaban en tejados cercanos.
"Bien, pues ya que he llegado a este pueblo, no me iré sin antes haber visto ese árbol maldito. Llevadme hasta él".
Ahora los lugareños temblaban. Agitaban sus cabezas de lado a lado con violencia y se apretaban el cuello con las manos hasta ponerse lívidos. Varios más huyeron por las callejuelas. Yo creí que era su manera de decirme ¡No! ¡Ni hablar! Pero era todo lo contrario. Era su manera de festejar mi decisión. Los huidos recientes regresaron con los que antes habían huido, y con más gente, todos como una procesión, entre vítores y aplausos.
Y así cortejado por esta muchedumbre excitada, loca, y por la música de los cencerros, me llevaron, casi en volandas, hasta el árbol maldito. Resultó que no estaba lejos, como yo había pensado, si no bien cerca, dentro del pueblo, en el hueco de una callejuela, entre un horreo ruinoso y una fachada con la palabra "chocolate" grabada hacía décadas y ahora ya desconchada y apenas visible. El árbol en sí era una higuera miserable, tan enana que tenía la copa mordisqueada por un caballo que alguien había amarrado a un poste cercano, y al cual de un golpe hicieron huir.
"¿Y este es el árbol maldito?" les reproché más que preguntarles, presa de una decepción que no cabía en mí. "¿Cómo voy a ver desde aquí a la hija del alcalde, malditos tarugos?".
Pero en vez de recibir una contestación vi cómo una rudimentaria escalera de madera pasaba desde las últimas filas hasta las primeras movida por el trabajo coordinado de los brazos de cuantos me rodeaban. Parecía un ser con vida propia. Delicadamente la tendieron a mi lado para ayudarme a escalar la higuera.
"Estareis de broma. ¿Para qué necesito la escalera? ¡A lo alto de este bonsai yo me subo de un bostezo! Si es que puede soportar mi peso... cosa que dudo".
"Puede... puede..." afirmó ritmicamente, con algo de hipnótico, la marea que me rodeaba. Eran las primeras palabras que pronunciaban de manera coordinada, armoniosa, y me infundieron un sentido del deber y de la necesidad de llevar la situación hasta la culminación de su lógica interna, por absurda que fuese su lógica externa.
Sin esfuerzo trepé el tronco y enseguida me vi sentado sobre el ramaje en lo alto de la higuera, en una especie de nido natural que sin duda había acogido a muchos visitantes antes que a mí. Sentado como estaba, mis pies se balanceaban en el aire y rozaban el pelo de los lugareños de más altura.
"Ea, pues, ¿dónde está la hija del alcalde? ¿dónde está esa beldad por cuya contemplación gozosa tantos han dado si no la vida sí al menos la cordura?".
Los lugareños, transformándose en uno solo, movieron circularmente su brazo izquierdo, señalando una de las paredes del horreo. Pero ahora ya no eran uno solo, ni diez. Ahora eran cientos de lugareños y brazos girando al unísono. Ahora eran miles. Ahora eran millones los brazos que se alzaban ante mí. Y cada uno de los millones de brazos contenía millones de brazos más, o un número mayor y sin nombre. Y la coordinación de todos ellos era tan exacta, era tan superior a toda ingeniería concebible, que tanto sus similitudes como sus diferencias habían sido superadas. El movimiento común de todos aquellos brazos tenía la fuerza de un rayo de energía absoluta que naciese al mismo tiempo en lo mas lejano del universo y en lo más profundo del alma, y fuese capaz de anular toda realidad que se le opusiese.
Miré, pues, en la dirección que aquellos brazos señalaban, ya no por curiosidad sino por obediencia, y vi cómo se apartaban las tablas en la pared del horreo para mostrarme lo que había en su interior.
Y allí estaba la hija del alcalde, con su vaporoso vestido blanco, sus huesos desnudos, su calavera sonriente clavada en una pica, al lado del cadáver de su padre el alcalde, que yacía amortajado por una bandera republicana con la frente jalonada de varios agujeros de bala.
Las cabezas de ambos bailaron, sus manos y brazos se movieron como marionetas llevadas por el viento, saludándome. Una voz de parodia, un crujido cruel, me dijo "Hola guapo. Soy la hija del alcalde. Mi nombre es Libertad".
El vértigo entonces se apoderó de mí, y no respondí al saludó. Resbalé de la higuera y me di en la cabeza un golpe que me hizo perder el sentido, no se por cuánto tiempo.
Cuando me desperté ya no estaba allí. Estaba acostado en una cama, en una habitación amplia y fría. Seguía en el pueblo porque através de una ventana divisaba el mismo paisaje húmedo y frondoso que lo rodeaba. Dos personas de bata blanca me miraban, una a cada lado de la cama. A mi derecha una mujer, a mi izquierda un hombre. Ambos eran jóvenes, mucho más jóvenes que yo. Eran altos, delgados, de nariz fina, boca apretada, se parecían extraordinariamente entre sí y llevaban cada uno un portafolios en las manos.
"¿Sois hermanos?" les pregunté.
"No, somos psicólogos".
"¡Psicólogos!-exclamé- Pues pareceis hermanos".
"Somos los psicólogos del pueblo. Nos llamamos Julio y Julia".
"Entonces era cierta la leyenda. Me he caido del árbol y me he quedado tonto".
Intercambiaron una mirada y ambos hicieron anotaciones en sus papeles.
"No te has vuelto tonto. Hemos medido tu inteligencia. Tienes la misma que cuando llegaste al pueblo". No lo decían como si fuese una muy buena noticia.
"Pero me caí del árbol. Vi a la hija del alcalde. Y al alcalde. Me saludaron. Resbalé...".
"Te han gastado una broma. ¿No sabías que en este pueblo la gente es muy bromista? Hemos revisado tus documentos. Dicen que eres escritor de guías de viaje. ¿No sabías que este pueblo es famoso en toda la comarca por sus bromas?".
"No lo sabía. Llegué a este pueblo por error. Tenía que escribir sobre las fiestas del Cuerno Quemado pero me equivoqué de carretera. Cuando me di cuenta, estaba en este pueblo. Iba a dar la vuelta, pero el paisaje me recordó ciertos paisajes de mi infancia. Me detuve y entablé conversación con gente en la plaza. Ellos me hablaron del árbol".
"Ellos no saben nada. Sólo son brutos,bromistas, pendencieros. Te dejaste arrastrar por su superstición y su barbarie".
"Pero vi a la hija, vi al alcalde, vi la bandera... con mis ojos"
"¿Y de qué te ha servido? El médico ha tenido que ponerte 10 puntos de sutura. Llevas dos grapas en la coronilla. Tienes una fisura en la muñeca, y tu bota izquierda se ha perdido irremediablemente"
"¿Me la robaron?"
"Se la comieron. Ahora, a pesar de tus heridas, puedes levantarte. Estás bien para viajar. Puedes irte cuando quieras. No estás muy lejos de las fiestas del Cuerno Quemado. Si sales ahora llegarás aún a la romería. Sigue la vera del río hasta que veas un molino con el tejado azul. Entonces gira a tu derecha y sin pérdida llegarás a tu destino. Escribe sobre las fiestas del Cuerno Quemado. Eso es lo que la comarca necesita. Publicidad de sus fiestas. Turismo. Revitalizarse. De todo lo que has visto en este pueblo no digas nada."
"¿Por qué?"
"Por el bien de tu carrera".
Comentarios
- Imaginación - "tempo" - y humorada pueblerina pasada por el tamiz de la ironía supungo del autor/a
Pues eso, que lo contado muy bien, te felicito.:)
(por cierto también tenemos hórreos en Asturias )
Pues me ha gustado mucho el cuento.
Desde el comienzo ha mantenido mi interés.
Felicidades
Emilio