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Cuatro elementos en cuatro relatos

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado marzo 2015 en Narrativa
Fuego

A él le dicen “el Cachi”, los otros tres chicos que lo acompañan entrarían en varias categorías: amigos, vecinos, compañeros de trabajo. Los cuatro ruedan casi a paso de hombre por una calle de tierra. La hora (cuatro de la madrugada) le agrega más quietud al lugar. Han dejado hace unos momentos la ruta provincial y se han internado por esta calle que bordea terrenos baldíos, quintas de fin de semana y algún que otro vivero en completa oscuridad. Ellos necesitan una zona así, algún rincón despoblado de la localidad que les permita terminar sin sobresaltos el plan que el concejal (que les prestó su auto) les encargó esta misma tarde. De haber seguido unos kilómetros más por la ruta habrían encontrado zonas rurales, con amplios sembradíos y casi ninguna construcción, pero ya estarían peligrosamente cerca del límite con el municipio vecino, y el Cachi, que maneja y comanda el “operativo”, no quiere correr riesgos.
“Acá está bien”, dice la mano derecha del concejal, y detiene el auto en medio de la calle. Bajan todos y el Cachi, a quien el concejal confió el cuidado de su coche, va hacia atrás y abre el baúl. Entre los cuatro comienzan a sacar una gran cantidad de pasacalles, carteles y otros estandartes de la campaña electoral que termina dentro de dos semanas, con las elecciones nacionales. Los muchachos han sido eficientes, y descolgaron cuanto cartel proselitista encontraron de las muchas listas opositoras al concejal que hoy es su caudillo y protector, incluso los pasacalles que difundían la candidatura del hermano del político al que responden, quien se postula en otra corriente dentro del mismo partido.
El Cachi dice “hagan una montaña acá” y señala un espacio de tierra que iluminan los faros del coche, más allá del zanjón reseco que hace de cuneta. Los otros tres van y vienen cargando los estandartes de tela arpillera con nombres de candidatos, sellos, cargos públicos y números de listas pintadas a mano con aerosol. Cuando terminan de transportar los carteles, el Cachi, que se había quedado a un lado mirando cómo los otros trabajaban, saca un bidón de nafta del baúl y una cajita de fósforos del bolsillo de su pantalón de jean. Rocía la montaña de tela hasta vaciar el envase y arroja un fósforo encendido a la pila. El fuego crece con facilidad, y durante varios minutos los cuatro se quedan viendo cómo las llamas van consumiendo la propaganda partidaria opositora. Entre la ordalía humilde, el Cachi alcanza a distinguir, en una fracción de segundo, el apellido de su jefe, y teme estar destruyendo por error propaganda propia. No, se tranquiliza un segundo después, cuando lo recuerda: es del hermano de su cacique, otro enemigo más.
De la fascinación los saca un auto que viene avanzando lento por la calle de tierra. Los cuatro se miran entre ellos, mientras los faros se acercan. Cachi solamente dice “ustedes chito, me dejan hablar a mí”. Ahora pueden ver que el vehículo trae un solo ocupante. Estaciona detrás del auto que ellos dejaron ahí, en medio de la calle, con las puertas y el baúl abiertos. Se baja un hombre cuya cara es casi una copia de la de su jefe; tanto se parece que los otros tres, que vieron al concejal una sola vez, avanzan un paso para saludarlo. Cachi entiende y con un brazo extendido los frena, a la vez que saluda al recién llegado con un “cómo anda don” que intenta sonar cordial. El otro, apenas visible entre el resplandor de la pira y la luz de los faros, les dice, mirando a Cachi: “quién los mandó a que sacaran mis carteles, pendejos de mierda”. “Disculpe, pero su hermano nos ordenó que quitáramos cuanto cartel encontráramos del enemigo...”. El otro cabecea y se vuelve hacia su auto mientras va sacando su teléfono celular del bolsillo de su campera. Los chicos ven que empieza hablar, entre aspavientos. Retrocede con su auto marcha atrás hasta la primera bocacalle, luego lo endereza con maniobras bruscas y avanza hacia la ruta.
Los cuatro se quedan mirando hasta que los dos puntos rojos de las luces traseras se diluyen en la oscuridad, después vuelven la atención a las telas de arpillera que se desintegran. La pintura sintética, al quemarse, desprende un olor ácido que mezclado con las fragancias del pasto humedecido no resulta desagradable. Lo miran al Cachi con ansiedad. La mano derecha del político sigue mirando fijo el fuego y dice muy por lo bajo, como para él, “qué cagada”. Ni bien termina de decir eso suena su celular con un ringtone de cumbia. El Cachi atiende y se aleja unos pasos por la calle, perdiéndose en la noche. Los otros tres aguardan en silencio. Vuelve al minuto y dice “nos va a mandar a laburar con el hermano al taller. A pintar carteles. Dice que por boludos, por no escucharlo, ahora vamos a tener que laburarle gratis al tipo ese” y con la cabeza apunta en la dirección del auto que se acaba de ir. “¿Gratis?”, interroga uno de los pibes. Nadie le responde. “Yo no me acuerdo que nos haya dicho nada del hermano”, dice otro. Después de unos momentos de silencio en que las cuatro miradas vuelven a perderse en la fogata que ya casi se extingue, el Cachi dice “vamos yendo”.

Comentarios

  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Agua

    Ser esbirro de un político (que también es un mafioso) de la ciudad puede abrir cualquier puerta. O eso es lo que suponía el Cachi. Porque esta tarde de verano de un calor asfixiante, a él se le ocurrió pegarse una zambullida en la piscina del polideportivo municipal. Todo era tan sencillo como presentarse, decir a quién respondía lo dejarían pasar. Sin revisación médica ni ducha previa. Tan seguro estaba de la simplicidad del trámite, que cuando salió de su casa paterna, donde aún vive, pasó por la casa de tres amigos, vecinos de la misma cuadra, para invitarlos “a mi pileta”, repitió tres veces, con la misma sonrisita cómplice. Los otros (uno dormía la siesta, el otro jugaba a las cartas solo bajo la parra del patio, el tercero todavía hacía la sobremesa, bebiendo con sus hermanos, empecinados como estaban por acabar la botella de un torrontés) accedieron encantados. Los cuatro caminaron las quince cuadras que los separaban del predio del polideportivo.
    Apostado junto al portón de rejas, sentado en una sillita bajo una lona, estaba el viejo Soto, el empleado municipal más longevo y menos simpático de la municipalidad. Desde lejos, mientras cruzaban el estacionamiento y la pista de atletismo, los jóvenes descubrieron la cara reseca de Soto y se maliciaron complicaciones. Cuando llegaron al portón de entrada se adelantó el Cachi, muy sonriente, y encaró al viejo presentándose como “el hombre de confianza” del concejal García. “Y qué querés”, lo interrogó el viejo. “Venimos a pegarnos una remojada con los muchachos acá”, y con una mano estirada hacia atrás hizo un gesto de presentación de los otros tres que esperaban sentados en el césped, bajo el sol. El viejo los miró y se demoró moviendo la cabeza horizontalmente. Después dijo con calma “acá sin carné no entra ni el intendente. Y además, ¿no te fijaste? La pileta está ocupada por los pibes de la colonia de verano”, al par que apuntaba con la cara hacia el griterío de muchos chicos que, a unos diez metros del portón, chapoteaban en la piscina al aire libre.
    Hubo un momento de silencio incómodo. El portero se desentendió del muchacho, como dando la conversación por terminada. El Cachi seguía ahí de pie, bajo el sol de las tres de la tarde de enero. El viejo miraba hacia la piscina, el otro se le acercó encorvándose un poco y le dijo con voz suave “jefe, me está haciendo quedar como un boludo adelante de mis muchachos”. “Rajá turrito, rajá”, le dijo el viejo, sin mirarlo, y se removió molesto en su silla blanca de plástico.
    El Cachi giró su cabeza hacia sus amigos y esperó hasta que los tres le prestaron atención. Sonriendo les guiñó un ojo mientras que con la cabeza señalaba en dirección al agua. Sus vecinos no entendían. Acto seguido, sin mediar palabra, se largó a correr a toda velocidad: cruzó el portón de alambre tejido y al llegar a al extremo más cercano de la pileta se zambulló de cabeza, sin siquiera molestarse por sacarse las zapatillas. Era un sector de la piscina llamativamente vacía: la parte profunda que los dos guardavidas separaban de los chicos con una soga que atravesaba la pileta todo a lo ancho. El viejo desde la entrada, de pie, le gritaba a los guardavidas “llamá a la policía”. Mientras tanto, el intruso tardaba en emerger en la superficie. Los chicos se habían interrumpido en sus juegos y miraban hacia la parte prohibida. Los dos guardavidas se acercaron al borde de “los cuatro metros”, como la llamaban. Vieron como alguien, cerca del fondo, luchaba por descalzarse para poder emerger. Uno de los encargados se zambulló. Abrazándolo del pecho lo llevó hasta la superficie y lo arrastró hasta dejarlo boca abajo sobre el pastito del borde. El Cachi tosió un rato, escupía agua y miraba desde abajo a adultos y chicos que lo rodeaban. Entre ellos identificó a sus amigos, a los que Soto había dejado pasar sólo para que se llevaran al puntero de García. En cuanto los reconoció, estiró los brazos cual bebé que pide que lo alcen.
    Lo levantaron a duras penas y lo sacaron casi a la rastra del polideportivo. Lo cargaban uno de cada lado, pasándose un brazo por encima de sus hombros para retenerlo con firmeza. El restante (el que hacía media dormía una siesta bajo los efectos del aire acondicionado) observaba el cuadro patético y puteaba por lo bajo a su vecino. Cuando cruzaron el portón, el Cachi tuvo un resto de energía para mirar al viejo de reojo y sonreírle, como diciendo “pese a todo, me saqué el gusto de pegarme una remojada”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Tierra

    Pese al frío, hay un negocio en manos. El Cachi y otros tres empleados municipales se aparecen de madrugada en la puerta del cementerio. Del otro lado del portón de rejas lo espera otro colega, el sereno. Ni bien escucha las voces de los cuatro muchachos, el tipo quita el candado de las rejas y los hace pasar. No se apuran a entrar: el cementerio está casi en medio del campo y por la calle, cuyo asfalto se interrumpe en la misma esquina del cementerio, no pasa un alma.
    El sereno les da la mano con recelo. Es el Cachi el que comanda la exploración, por eso es el que habla con el hombre para tranquilizarlo. “De lo que nos llevemos de acá, el quince por ciento de lo que recaudemos es para usté. Quédese tranqui, jefe, que nadie se va a enterar. Mire el abandono que hay acá, Torres ―y con un brazo extendido abarca el camposanto en penumbra― ¿quién va a venir a reclamar?”. El sereno se encoge de hombros, como diciendo “no me convencen pero hagan lo que quieran”. Luego se encierra en un galponcito.
    Los cuatro miran la necrópolis que se dilata silenciosa, ocupando toda una manzana de la llanura. El Cachi les dice “ya saben: mármol y bronce. Todo lo que pueda arrancarse y llevarse. Hagan todo el ruido que quieran”. Después cada uno saca de su mochila una linterna y se dispersan por distintos pasillos. El Cachi avanza entre las bóvedas, apuntando con la luz blanca alternativamente a cada lado del estrecho sendero de baldosas. Enseguida le llama la atención una placa grande, amurada a un nicho que da al suelo. Lo primero que lee es la fecha, 1780. Calcula que será un bronce de primera calidad, y mientras saca de su mochila un pico y un martillo, el Cachi nota que el mensaje de la placa está en inglés. Junta sus conocimientos de la escuela secundaria y se distrae leyendo el largo recordatorio de una inmigrante inglesa, que llegó a la ciudad a los pocos años de su fundación, junto con su marido. Oriundos de Manchester, jóvenes y aventureros, se arriesgaban hasta la pampa indócil del nuevo mundo. Y ella, Helen, había muerto a los veintidós años de edad, fulminada por un rayo. Durante unos minutos el Cachi, ahí agachado, la linterna casi pegada a la placa, se olvida de lo que lo rodea, se olvida hasta de él mismo, fundido en el ejercicio de traducir esas palabras talladas en el bronce, de a una, y uniéndolas después en frases dubitativas que buscan un sentido. Tanto se ha metido en esa historia infausta que ni escucha que desde varios rincones del camposanto se empiezan a escuchar martillazos. Cuando empuña el pico y el martillo, el joven siente que llevarse esa placa sería, además de una profanación, un daño irreparable a la historia del lugar. ¿Desde cuándo a un puntero político, a un aprendiz de mafioso, le importa la “diversidad cultural” de un cementerio en ruinas? Es difícil de entender, pero el Cachi vuelve a guardar las herramientas, se para y sigue avanzando por entre los nichos.
    Ya ha llegado al muro perimetral y no ha encontrado nada de valor. Sus cómplices están trabajando con fruición, al parecer por el concierto de martillazos que el viento de la madrugada le trae hasta este sector. El Cachi piensa que esa historia tan triste le sacó las ganas de todo. Para desmentirse, se arranca de ese pensamiento poniéndose en acción y se interna por un sector de tumbas de tierra. Se siente aturdido, no ha podido dormir ni cinco minutos, pero eso le pasa siempre que lo gana la ansiedad ante una nueva aventura. Llega a una encrucijada, entre los caminitos de grava que han diseñado entre las tumbas. Recuerda que su abuela, cuando lo traía de chico para visitar la tumba de su bisabuela, siempre le decía que se cuidara de no pisar sobre las tumbas, pues traía mala suerte pararse sobre un “finado”. La sensación que había tenido desde niño, al imaginarse a un muerto, allá abajo, siempre lo había perturbado. Y un eco habrá resonado en su psique, pues al recordar la anécdota el Cachi da unos pasos dubitativos hacia atrás, trastabilla y cae dentro del hueco de una tumba abierta y vacía. Cae de rodillas, y el pozo rectangular, de unos dos metros de profundidad, lo tapa. Ahí, agarrándose con torpeza de la tierra negra y olorosa, el saqueador se siente como un estúpido. Él comanda este “operativo” y aún no ha robado nada; para colmo, ahora ha caído dentro de una tumba. Intenta escalar la pared de tierra con su manos, pero el fértil humus pampeano se desmorona con facilidad. Después prueba clavar el pico que cayó con él, dentro de la mochila que traía a la espalda. No hay caso, la tierra está muy fresca y se desgrana bajo su propio peso. Cuando se cansa, prueba con silbar para llamar a sus socios, mientras que apunta hacia arriba con la linterna, haciendo luces. Como nadie viene, el Cachi se recuesta en la tierra y se queda mirando el pedazo de cielo estrellado que entra por el hueco de tierra. Allí arriba está la constelación de Escorpio. Aunque él no puede darle una forma ni un nombre, pues desconoce la figura, sí nota la cola majestuosa del escorpión. También se maravilla levemente con una estrella roja que marca el corazón del animal celeste, Antares, aunque él tampoco pueda nombrarla. Mirando la estrella el Cachi se queda dormido, y tal vez haya soñado con Helen, la inglesa que murió tan lejos de su patria, a su misma edad.
    Lo despiertan las piedritas blancas de la grava que sus socios le tiran en la cara, desde la superficie. Están con Torres, que con cara de pocos amigos lo apunta con su linterna. Ya hay una claridad en el cielo que avanza desde el este. “¿Qué hacés durmiendo ahí, boludo? Hace como una hora que te estamos buscando”. El Cachi, quitándose las lagañas de los lagrimales, les responde con lo obvio: “me quedé dormido”. Uno de los chicos se estira con medio cuerpo dentro de la tumba, sostenido de cada una de sus piernas por los otros dos. El viejo Torres mira. El Cachi se agarra de los brazos de su socio y los otros jalan hasta sacarlo del hoyo. Después, sin perder tiempo, se despiden del sereno y buscan la salida del cementerio. Sus amigos cargan sendas bolsas de tela arpillera repletas de objetos que con el bamboleo de la caminata apresurada suenan a metales. Uno de ellos, saca de la suya un candelabro y lo muestra, mientras dice “me metí en una bóveda y miren lo que encontré. Es de plata”. El Cachi lo mira de reojo y le dice con voz zumbona “será plateado nomás”. Él es el único que se mueve ligero, pues no carga con ningún botín, y cada tanto le saca unos pasos de distancia a los otros. Salen a la calle y en la esquina rosada, contra el muro del cementerio, se despiden hasta más tarde. En unas horas se volverán a ver en el trabajo.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Aire
    La tarde presagiaba tormenta, pero la promesa estaba hecha. Y había viento, el aire se agitaba en la atmósfera y parecía llamado para el juego. El Cachi no recordaba cómo había salido la conversación, el domingo anterior, antes del almuerzo familiar, pero su padre había dicho que los chicos de ahora no sabían ni remontar un barrilete, todo el día dale que dale con “ese aparatito”, refiriéndose a la play station. Casualmente, el chico estaba a unos pocos metros, prendido al joystick hasta un segundo antes de que lo llamaran a comer, y ni había escuchado que el juicio de su abuelo lo implicaba. Entonces el Cachi, en un acto de generoso egotismo, se comprometió a enseñarle a su sobrino (y mostrarle al viejo, que con aire sapiencial todavía negaba con la cabeza) los tejemanejes del remontado de cometas. El chico, consultado desde a otra habitación, dijo que “bueno” a la distancia, más que nada para que lo dejaran jugar tranquilo el partido de fútbol que protagonizaba en la pantalla.
    Al Cachi no le había resultado fácil encontrar un lugar donde vendieran barriletes. No tenía ganas de ponerse a fabricar uno, y la verdad es que ya ni se acordaba cómo se hacían. Al fin halló un cotillón de barrio con algunos barriletes traspapelados detrás de varias cajas de mercadería aún sin abrir. Cuando el puntero político entró y pronunció “barrilete”, el comerciante se quedó haciendo memoria, como reinstalando una palabra en su vocabulario perimida hacía siglos. Después rebuscó por los rincones del local, rascándose la barriga, hasta que apartó unas cajas de cartón y allí salieron al aire, recostados contra la pared, tres barriletes tapados de tierra y telaraña. Sus colores representaban a equipos locales de fútbol y el Cachi eligió el de Boca.
    Como vivían en el mismo terreno (él con sus padres, en la casa de adelante, su hermano en una casita que se había construido en el fondo, con su mujer y su hijo), el Cachi no tuvo más que caminar unos diez metros, internándose en el lote, y golpear en una puerta de chapa. Cuando su sobrino salió y vio a su tío con un barrilete azul y amarillo en la mano, se quedó boquiabierto: el domingo anterior creyó que se trataba de otras de sus fanfarronas promesas hechas en el aire. “Vamos a la placita, mirá el viento hermoso que hay”, le dijo al chico mirando hacia arriba. No tuvieron más que cruzar la calle de tierra: enfrente de la casa había un descampado semi abandonado con una cancha de fútbol y algunos juegos para chicos que en el barrio llamaban “la placita”.
    Caminaron hasta la cancha, que era el espacio más despejado y que por ser un sábado a la tarde estaba milagrosamente desierta. El Cachi miró hacia el sur: avanzaba una tormenta importante, todo el horizonte se cargaba de nubarrones de un gris opaco que impresionaba, aunque sobre sus cabezas brillaba el sol. Le dijo al chico, alcanzándole el barrilete, “vos andá a pararte cerca del arco, cuando te haga una seña ―y levantó su brazo derecho― vos lo soltás”. El chico obedeció, mientras su tío iba desenrollando la madeja de ese hilo grueso llamado justamente “barrilete”. Cuando estuvo a unos quince metros, cerca de la mitad de la cancha, le hizo un gesto con la mano. El niño soltó el barrilete y el joven empezó a correr en dirección a la tormenta, mirando hacia atrás y hacia arriba para adivinar los progresos del remontado. Trastabilló con uno de los muchos pozos del terreno y cayó aparatosamente. El barrilete terminó entre los pastizales y el chico de espaldas en la tierra, revolcándose de la risa. El Cachi se paró, sonriendo, se quitó el polvo de su ropa y fue a recoger la madeja, que en la caída se le había escapado de la mano. Intentaron el despegue de la cometa varias veces más. El viento era intenso pero llegaba de a ráfagas, lo que no le daba tiempo al barrilete para tomar altura y estabilizarse. El Cachi notó que su sobrino empezaba a aburrirse, mirando a su alrededor para ver si algún grupito de amigos aparecía trayendo alguna pelota salvadora.
    Al fin, en la enésima corrida del puntero por la cancha, el barrilete tomó altura y se estabilizó. El Cachi luchó duro con el cordel, tironeando en varias direcciones. Se apresuró a soltarle bastante hilo para ponerlo bien alto, y lo llamó al chico. “Tomá, manejalo vos. Firme que si te suelta lo perdemos”, le dijo, pasándole la madeja. Miró con recelo el cielo: la tormenta ya estaba sobre ellos y el viento empezaba a enloquecer los árboles. Estuvieron un buen rato así, el sobrino concentrado en mantener la estabilidad del barrilete, que muy arriba, era un punto azul y amarillo que se sacudía frenético sobre un fondo gris pizarra. Su tío también relojeaba la ventana de la habitación de sus padres, allá del otro lado de la calle. Tenía la persiana baja, y a esa hora de la tarde su padre ya debería de haberse levantado de su siesta. ¿Los estaría espiando por las hendijas? Por las dudas el Cachi sacó su teléfono celular del bolsillo de su pantalón, lo puso en modo video, se alejó un poco del cuadro “niño remontando barrilete” y filmó a su sobrino, mientras le daba algunas indicaciones de rigor para que su voz quedara en la filmación. Consideró que eso era suficiente como prueba para el almuerzo del día siguiente. Cuando un goterón le rozó la mejilla, supo que era momento de cerrar el juego. No tuvo mucho tiempo, porque el aguacero se largó de repente, sin medias tintas. Una ráfaga de viento allá arriba rompió el barrilete de sus amarras, y el rombo de papel azul y amarillo, como por arte de magia, se perdió entre las nubes bajas. El chico quedó maravillado por el efecto que el aire encabritado había producido con semejante desaparición. Se estaban mojando y el Cachi le hizo señas de que corrieran a la casa. Más que por la mojadura, lo hizo para evitar el enojo de su cuñada. En cuestión de segundos cruzaron la plaza, la calle de tierra, y se refugiaron en el porche de la casa. Ambos estaban agitados y felices. El chico todavía tenía en la mano la madeja de hilo. Entre los dos enrollaron el hilo que se perdía entre los pastos hasta que la punta llegó con un pedazo partido de la caña que hacía de esqueleto de la cometa. Tal había sido la feroz ordalía del aire, allá arriba. Con este último asombro se metieron en la casa.
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