Edgardo Quispe es boliviano y tiene unos cincuenta años. Es uno de los tantos que han llegado al país en los últimos años. Es vecino de mi barrio y cada tanto me encarga un viaje de los autos que administro. Los choferes se quejan porque no desean transportar los paquetes de ropa que Quispe suele enviar a las zonas comerciales pero yo termino por convencerlos y ellos al final me hacen caso. Hemos desarrollado una especie de relación compleja que no incluye la amistad en los términos tradicionales. Yo tengo cierto afecto por él y Edgardo me dispensa un gran respeto. Somos una extraña pareja. Yo soy alto y el es bajo. Yo tengo la piel blanca y él la piel marrón oscura. A veces me ha dicho “¡Como me gustaría tener su altura señor Néstor” (Desde ya que nunca logré que me tuteara). Y yo le he contestado que a mí me gustaría tener un pelo tan negro y tan tupido como el suyo.
Últimamente lo he llevado al bar donde suelo beber algunas copas por la tarde. Edgardo me dijo que ha optado en Argentina por hacerse simpatizante del Racing Club, mi propio cuadro. Yo intenté por todos los medios de disuadirlo pero no me hizo caso.
Tuvo una mujer en su juventud, en Bolivia, que le dio hijos mellizos pero por circunstancias de la vida y de la pobreza perdió todo contacto con ella.
Luego de un par de vermuts a veces me suele contar de su tristeza.
Piensa que emigraron, igual que él, pero no sabe adónde. Sólo le queda su madre, una colla de más de ochenta años que vive del dinero que Edgardo le envía desde Buenos Aires.
Se llama Encarnación, doña Encarnación, claro, y reside en las afuera de la ciudad de Potosí, la que fuera la más rica de América Latina hace unos doscientos años. Edgardo arregla su vida con prostitutas de la zona boliviana del barrio de Liniers y sólo piensa en hacer mucho dinero y en ninguna otra cosa.
A comienzos de Enero me comentó su desazón. Ya no quedaban pasajes para viajar en ómnibus a su tierra. Una mezcla de imprevisión y de mala suerte hizo que eso le pasara.
–No hay problemas –le dije– Te llevo yo.
– ¿Está usted seguro don Néstor? –preguntó algo asombrado.
–Pero sí claro. –repliqué– ¿Y dónde queda Potosí, se puede saber?
–Está a unos 2000 kilómetros de Buenos Aires, en el Altiplano, antes de llegar a La Paz.
–Ah, qué bueno, entonces está bastante cerca, me parece.
¿Pero cuánto me va a cobrar don Néstor?
–Nada Edgardo, me voy de vacaciones a Bolivia. Estoy solo acá en la ciudad de Buenos Aires y no tengo compromiso alguno. Nunca conocí Bolivia, te llevo a vos y de paso conozco Bolivia. Y dejá de decirme don Néstor porque ya no lo soporto más.
Fue así que salimos el 6 de Enero a la mañana, día de Reyes, con mi Renault Megane, bastante bien preparado para el caso y surcamos la Panamericana en dirección al Norte. A media tarde estábamos en la mismísima Docta, la capital de Córdoba. Yo le pregunté a Edgardo si quería continuar y él me dijo que sí. Y que lamentaba no saber conducir para ayudarme. Luego cruzamos la línea que divide la provincia con Santiago del Estero y al final recalamos en un pueblo llamado Villa Ojo de Agua donde por suerte había un pequeño hotel.
Allí pernoctamos y volvimos a salir.
Y a la mañana seguimos por la Ruta 9.
Hay bellísimos paisajes en todo el mundo, no me cabe ninguna duda, pero en cierto sentido el norte argentino es también maravilloso. Dormimos a la noche en Jujuy, luego llegamos a La Quiaca y al final, pasamos a Villazón.
Estar en Bolivia era otra cosa.
Cualquiera que haya viajado sabe que a veces las fronteras no son sólo una cuestión política sino también geográfica. Y yo empecé a notar tanta piedra y tanta altura que todo eso me abrumaba un poco.
– ¿Cuánto falta para Potosí? –pregunté.
–Unos 500 kilómetros. –dijo Edgardo.
–Espero llegar pronto. –contesté. – Porque tengo algunas nauseas.
Lo cierto es que me pareció el paraíso arribar a Potosí. En las afueras de la ciudad llegamos a una pequeña vivienda donde vivía la madre de Edgardo. Una señora muy vital y dinámica pero con la piel tan arrugada que daba la impresión de ser centenaria.
Edgardo nos presentó.
–El es Néstor. –dijo- Viene a pasar sus vacaciones en Bolivia y me trajo desde Buenos Aires. Es una muy buena persona.
Yo intenté acercarme para darle un beso en la mejilla pero en ese momento noté que comenzaba a salirme sangre de la nariz y recurrí a mi pañuelo para secarla.
–Llévalo rápido a la cama –dijo su madre– que tiene el soroche.
Luego perdí la noción de las cosas.
Por momentos estaba despierto, por momentos estaba dormido y por momentos soñaba. Tengo imágenes de doña Encarnación poniéndome compresas en la cabeza y otras veces dándome a beber un té en la boca. Tengo imágenes de mi juventud y hasta pensé que era un muchacho joven y que había llevado hasta allí manejando una moto. Y algunas pesadillas, horribles pero luminosas, donde el océano era enorme, pero muy celeste y me aplastaba la cabeza.
Al final desperté, creo, un día y medio después, completamente transpirado.
–Ya todo pasó –me dijo la bellísima dama– Ya está curado.
Edgardo me invitó luego a un lugar del centro de Potosí. Me sentía bastante débil pero acepté su invitación. Comimos una sopaipilla y me bebí un té de coca. Luego le dí las gracias por la ayuda y por la atención de su madre.
– ¿Y usted qué piensa hacer ahora don Néstor? –preguntó mientras la comida todavía estaba tibia.
Voy a hacer simplemente lo que te dije, Edgardo –repliqué.
Voy a pasar las vacaciones en Bolivia…
¡Qué para eso vine!
Comentarios
Un relación especial la de Edgardoy tuya, a pesar de la disparidad, o puede que hasta gracias a ella ¡Vivre ladiference que dirían los gabachos!. Si el relato fuera mío ¡ojalá!, lo habríatitulado “Una extraña pareja” .
Describes bien al Peruano emigrado, en España hay mucho, enCanarias también, que sobre todo piensan en hacer dinero, en trabajar mucho, enagrupar a su familia y en salir palante.
¡Cómo he habría gustadoacompañaros en ese Renault y hacer elrecorrido que tan bien describes, aunque no soporte el frio ni el mal dealtura.
Un sorprendente relato fuera detu estilo habitual, que admiro tanto,sencillo, agradable de leer, por el que te felicito Nestor.
Le vendí un apartamento a un señor peruano, gruísta él, hace unos 8 años, creo. Consiguió traerse a su mujer, a su hijo pequeño que tenía un nombre compuesto "Jeferson del Cristo" ufff, a su hija y al novio de su hija. Todos compartiendo un minúsculo apartamento, eso sí, de su orgullosa propiedad...hasta que se lo llevó el banco. Perdió su trabajo de gruista en la crisis galopante de esta España nuestra, recuerdo cuando llevé el coche al taller que está en esa zona y vi el el letrero en la ventana de se vende, y me enteré de que se lo quitó el banco. Un dia vi al señor Victor pidiendo con un letrero colgado del cuello en la entrada de un centro comercial...
Puñetera vida esta para algunos.
Soy una viajera impenitente, así que adoro las historias sobre viajes.
Buenas noches, amigo.