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A los pies de un muro gris

GuilleGuille Pedro Abad s.XII
editado octubre 2014 en Narrativa
NOTA: Este relato está inspirado en el relato Bartleby el escribiente, en concreto su parte final, relato de Herman Melville que me marcó profundamente la primera vez que lo leí, he intentado hacer una narración preñada de flujo de conciencia y monólogo interior centrado en los pensamientos de Bartleby, por lo que si no has leído el relato y quieres leerlo alguna vez (algo altamente recomendable) mejor no sigas leyendo.

A los pies de un muro gris.

Palabras, vida, muerte. Muerte gris del gris de este encierro que tal vez merezco, de este muro a mis espaldas, vida de la que habita a sus pies, brotando a su lado, pero a la vez tan lejos de su fría roca, artificial y humana, tan extrañas realidades que se tocan, vida ajena a todo lo que no sean sus verdores, ajena a mí, vida bajo la muerte, palabras, cosas por decir, promesas seniles, se pierden, no llegan, nada llega, nada, ¡nada!, nada salvo la desesperanza hecha tinta en purgatorios de papel. Muerte escrita entre sus letras, en aquellas que encontré cuando ya nadie las buscaba, entre las frases peregrinas que han perdido su senda, entre remitentes privados de su ansiada réplica, entre los te amo y los deseando volver a verte, entre los afectuosos recuerdos y los esperando tu respuesta, entre los sí y los no, y entre los tal vez, entre los nacidos y los difuntos, entre la vida, entre la muerte, entre la muerte, en tres veces leídas las palabras huecas, acantilados en las tripas, agujeros en el alma, el alma gris muro, tres veces leídas por estos ojos grises que poseo, ahora engarzados en unas cuencas demasiado evidentes, demasiado maltratadas, convertidas en presas de agua salada, de esa que destila la pena honda, tres veces leídas las palabras brujas —a la atención del señor Bartleby conjuraban—, tres veces leídas las fatalidades que las persiguieron: «créame cuando le digo, señor Bartleby, que preferiría no tener que comunicarle esto, de verdad que no» pero de preferencias no está el mundo hecho, de hecho, son los hechos los que lo conforman, los hechos y las ausencias, como la de mi prole, mi sangre y mi esperanza, ausentes, deshechos, perdidos entre los párrafos de una carta que me llegó a destiempo —aunque podría no haberme llegado nunca—, desaparecidos, mi amada esposa y mi hijo en su interior, en las aguas cenicientas que separan al mundo, condenados, por culpa de otra carta que nunca quise enviar, aquella en la que diría que estaba bien, que tenía trabajo, que no hacía falta que ella viniera, que dejara que el niño naciera en Inglaterra, ausencias, hechos, se perdieron en el mar y en la niebla también gris, gris alma, traicionera «créame cuando le digo señor Bartleby que lo siento profundamente», concluía mi sentencia. Palabras, vida, muerte, agua, salada de sal, salada de roca, salada de pena, tan profunda como el océano que todo se lo lleva, sí, como el que a mí ahora se me traga por no querer tragar, por no querer querer, por no querer vivir, ni morir, por leer demasiado, por no haber querido escribir.

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