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Relatos en GENERAL de Escritores Notables en PARTICULAR

juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
editado diciembre 2014 en Literatura


Estuve leyendo cuentos breves, mini novelas, relatos cortos y creo que es interesante compartir.

Amar es compartir dicen por ahí.

La sección de narrativa está llena de textos algunos excepcionales, otros bastante malos y muchos mediocres. Pero todos esperan un reconocimiento. Pocas veces encontramos una crítica acerba por lo general hay indiferencia, una que otra opinión tímida.

Creo que el punto de partida es hacer un “benchmark” de lo que escribimos con lo que leemos para poder llegar a tener algún referente de estilo y calidad. Esto es una perogrullada. Pero que importa lo dejo escrito para que quede en el recuerdo.

Voy a colocar textos breves de autores clásicos reconocidos. Si consideran válido alguno de su gusto déjenlo con toda confianza.

El propósito es compartir no discutir. Si quieren discutir váyanse a … debatir.

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Comentarios

  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014


    Hace unos días invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.
    —Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...
    —En cuarenta...
    —No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...
    —Dos meses y cinco días...
    —Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más de tres días de fiesta...
    A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!
    —Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?
    El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!
    —En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale más... es una reliquia de la familia... pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita... Le descontamos diez... También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo... Así que le descontamos cinco más... El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.
    —No los tomé —musitó Yulia Vasilievna.
    —¡Pero si lo tengo apuntado!
    —Bueno, sea así, está bien.
    —A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce...
    Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas...
    Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!
    —Sólo una vez tomé —dijo con voz trémula— . Le pedí prestados a su esposa tres rublos... Nunca más lo hice...
    —¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... ¡He aquí su dinero, querida! Tres... tres... uno y uno... ¡sírvase!
    Y yo le tendí once rublos... Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.
    —Merci —murmuró.
    Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.
    —¿Por qué merci? —le pregunté.
    —Por el dinero.
    —¡Pero si ya la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué merci?
    —En otros sitios ni siquiera me daban...
    —¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted... le he dado una cruel lección... ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan apocada? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?
    Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: “¡Se puede!”
    Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su merci y salió... La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!



  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014


    Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

    Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

    Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?


  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado agosto 2014
    La carta
    José Luis González


    San Juan, puerto Rico
    8 de marso de 1947

    Qerida bieja:

    Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

    La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

    Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.
    El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

    Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

    Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

    Juan

    Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

    Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014


    Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
    En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:

    -¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!

    Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.

    Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.

    -¡Empara!- dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.

    Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.

    Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.

    ¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!

    Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:

    -¡Veinte soles de merengues!

    El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otro parroquianos.

    -¿No ha oído? – insistió Perico excitándose- ¡Quiero veinte soles de merengues!

    El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.

    -¿Estás bromeando, palomilla?

    Perico se agazapó.

    -¡A ver, enséñame la plata!

    Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.

    -¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?

    -Sí –replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.

    -Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.

    Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:

    -Deme los merengues- pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.

    -¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente

    -Despácheme antes.

    -¿Quién te ha encargado que compres esto?

    -Mi mamá.

    -Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.

    Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:

    -¡Deme, pues, veinte soles de merengues!

    Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:

    -¡Aunque sea diez soles, nada más!

    El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.

    -¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!

    Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.

    Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.




  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado agosto 2014
    Apocalipsis
    Marco Denevi

    La extinción de la raza de los hombres se sitúa aproximadamente a fines del siglo XXXII. La cosa ocurrió así: las máquinas habían alcanzado tal perfección que los hombres ya no necesitaban comer ni dormir ni hablar ni leer ni escribir ni pensar ni hacer nada. Les bastaba apretar un botón y las máquinas lo hacían todo por ellos. Gradualmente fueron desapareciendo las mesas, las sillas, las rosas, los discos con las nueve sinfonías de Beethoven, las tiendas de antigüedades, los vinos de Burdeos, las golondrinas, los tapices de flamencos, todo Verdi, el ajedrez, los telescopios, las catedrales góticas, los estadios de fútbol, la Piedad de Miguel Ángel, los mapas, las ruinas del Foro Trajano, los automóviles, el arroz, las sequoias gigantes, el Partenón. Sólo había máquinas. Después los hombres empezaron a notar que ellos mismos iban desapareciendo paulatinamente y que en cambio las máquinas se multiplicaban. Bastó con poco tiempo para que el número de los hombres se quedase reducido a la mitad y el de las máquinas se duplicase. Las máquinas terminaron por ocupar todos los sitios disponibles. No se podía dar un paso ni hacer un ademán sin tropezarse con una de ellas. Finalmente los hombres fueron eliminados. Como el último olvidó de desconectar las máquinas, desde entonces seguimos funcionando.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014
    Lo absurdo y el suicidio

    No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación.

    Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras para el espíritu.

    Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante.

    ¿Cómo contestarla?

    Con respecto a todos los problemas esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la claridad. Se concibe que en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de patetismo, la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.

    Siempre se ha tratado del suicidio como de un fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El propio suicida lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había "minado". No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos.

    El gusano se halla en el corazón del hombre y en él hay que buscarlo. Este juego mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse.

    Muchas son las causas para un suicidio, y, de una manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de "enfermedad incurable". Son explicaciones válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ese sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso (1).

    Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende. Sin embargo, no vayamos demasiado lejos en esas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es solamente confesar que eso "no merece la pena". Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia, por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre.
    Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.

    ¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario a la vida?

    Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el nombre y su vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo.

    Como todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada.

    El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción. La creencia en lo absurdo de la existencia debe gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima la que lleva a preguntarse, claramente y sin Falso patetismo, si una conclusión de este orden exige que se abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible. Me refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a ponerse de acuerdo consigo mismo.

    Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e insoluble. Pero se supone equivocadamente que las preguntas sencillas traen consigo respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e invirtiendo los términos del problema, así como uno se mata o no se mata, parece que no hay sino dos soluciones filosóficas: la del sí y la del no. Eso sería demasiado fácil.

    Pero hay que tener en cuenta a los que interrogan siempre sin llegar a una conclusión. A ese respecto, apenas ironizo: se trata de la mayoría. Veo igualmente que quienes responden que no, obran como si pensasen que sí. De hecho, si acepto el criterio nietzscheano, piensan que sí de una u otra manera. Por el contrario, quienes se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida. Estas contradicciones son constantes. Hasta se puede decir que nunca han sido tan vivas como con respecto a ese punto en el que la lógica, por el contrario, parece tan deseable. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de quienes las profesan.

    Pero es necesario decir que, salvo Kirilov, que pertenece a la literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda (2), y Jules Lequier, que nos remite a la hipótesis, ninguno de los pensadores que negaban un sentido a la vida, se puso de acuerdo con su lógica hasta el punto de rechazar la vida. Se cita con frecuencia, para reírse de él, a Schopenhauer, quien elogiaba el suicidio ante una mesa bien provista.

    No hay en ello motivo para burlas. Esta manera de no tomarse en serio lo trágico no es tan grave, pero termina juzgando a quien la adopta. Ante estas contradicciones y estas oscuridades, ¿hay que creer, por lo tanto, que no existe relación alguna entre la opinión que se pueda tener de la vida y el acto que se realiza para abandonarla? No exageremos en este sentido. En el apego de un hombre a su vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. El juicio del cuerpo equivale al del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento.
    Adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar. En la carrera que nos precipita cada día un poco más hacia la muerte, el cuerpo conserva una delantera irreparable. Finalmente, lo esencial de esta contradicción reside en lo que yo llamaría la evasión, porque es a la vez menos y más que la diversión en el sentido pascaliano.

    El juego constante consiste en eludir. La evasión típica, la evasión mortal que constituye el tercer tema de este ensayo, es la esperanza: esperanza de otra vida que hay que "merecer", o engaño de quienes viven no para la vida misma, sino para alguna gran idea que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona. Todo contribuye así a enredar las cosas. No en vano se ha jugado hasta ahora con las palabras y se ha fingido creer que negar un sentido a la vida lleva forzosamente a declarar que no vale la pena de vivirla. En verdad, no hay equivalencia forzosa alguna entre ambos juicios. Lo único que hay que hacer es no dejarse desviar por las confusiones, los divorcios y las inconsecuencias que venimos señalando.

    Hay que apartarlo todo e ir directamente al verdadero problema. El que se mata considera que la vida no vale la pena de vivirla: he aquí una verdad indudable, pero infecunda, porque es una perogrullada. ¿Pero es que este insulto a la existencia, este mentís en que se la hunde, procede de que no tiene sentido? ¿Es que su absurdidad exige la evasión mediante la esperanza o el suicidio? Esto es lo que se debe poner en claro, averiguar e ilustrar, dejando de lado todo lo demás.

    ¿Lo Absurdo impone la muerte?
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014
    Este es el problema al que hay que dar prioridad sobre los demás, al margen de todos los métodos de pensamiento y de los juegos del espíritu desinteresado. Los matices, las contradicciones, la psicología que un espíritu "objetivo" sabe introducir siempre en todos los problemas, no tienen cabida en el análisis de esta pasión. Lo único que hace falta es el pensamiento injusto, es decir lógico. Esto no es fácil. Es fácil siempre ser lógico. Pero es casi imposible ser lógico hasta el fin. Los hombres que se matan siguen así hasta el final la pendiente de su sentimiento. La reflexión sobre el suicidio me proporciona, por lo tanto, la ocasión para plantear el único problema que me interesa: ¿hay una lógica hasta la muerte?

    No puedo saberlo sino siguiendo, sin apasionamiento desordenado, a la sola luz de la evidencia, el razonamiento cuyo origen indico. Es lo que llamo un razonamiento absurdo. Muchos lo han comenzado, pero no sé todavía si se han atenido a él.
    Cuando Karl Jaspers, revelando la imposibilidad de constituir al mundo en unidad, exclama: "Esta limitación me lleva a mí mismo, allá donde ya no me retiro detrás de un punto de vista objetivo que no hago sino representar, allá donde ni yo mismo ni la existencia ajena puede ya convertirse en objeto para mí", evoca, después de otros muchos, esos lugares desiertos y sin agua en los cuales el pensamiento llega a sus confines. Después de otros muchos, sí, sin duda, ¡pero cuan impacientes por escapar! A esta última vuelta en la que el pensamiento vacila han llegado muchos hombres, y de los más humildes.

    Estos renunciaban entonces a lo más querido que poseían y que era su vida. Otros, príncipes del espíritu, han renunciado también, pero a lo que llegaron en su rebelión más pura fue al suicidio de su pensamiento. El verdadero esfuerzo consiste, por el contrario, en atenerse a él tanto como sea posible y en examinar Je cerca la vegetación barroca de esas alejadas regiones. La tenacidad y la clarividencia son espectadores privilegiados de ese juego inhumano en el que lo absurdo, la esperanza y la muerte intercambian sus réplicas. El espíritu puede entonces analizar las figuras de esta danza, a la vez elemental y sutil, antes de ilustrarlas y revivirlas él mismo.

    (1) No desaprovechemos la ocasión para señalar el carácter relativo de este ensayo. El suicidio puede, en efecto, relacionarse con consideraciones mucho más respetables. Ejemplo: los suicidios políticos, llamados de protesta, en la revolución china.

    (2) He oído hablar de un émulo de Peregrinos, escritor de la posguerra, quien después de haber terminado su primer libro, se suicidó para llamar la atención sobre su obra. Llamó, en efecto, la atención, pero se juzgó malo el libro.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014
    Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.
    No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
    Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste " Me da pena, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.
    Dijiste "Me da pena, sabes", y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
    Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.
    FIN
  • MACONDOMACONDO Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado agosto 2014
    Dejo un cuento del enorme Gabo, pa repuntar un poco

    Algo muy grave va a suceder en este pueblo
    Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o escribirlo, García Márquez contó lo que sigue, "Para que vean después cómo cambia cuando lo escriba".
    Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
    Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
    -Te apuesto un peso a que no la haces.
    Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
    -Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
    Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
    -Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
    -¿Y por qué es un tonto?
    -Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

    Entonces le dice su madre:

    -No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

    La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
    -Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
    El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
    -Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
    Entonces la vieja responde:
    -Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
    Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
    -¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
    -¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
    (Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
    -Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
    -Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
    -Sí, pero no tanto calor como ahora.
    Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
    -Hay un pajarito en la plaza.
    Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
    -Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
    -Sí, pero nunca a esta hora.
    Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
    -Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
    Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
    -Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
    Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
    Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
    -Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
    Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
    -Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
    FIN
  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado agosto 2014
    Las moscas
    Augusto Monterroso


    Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre. Ellas vigilan. Son las vicarias de alguien innombrable, buenísimo o maligno. Te exigen. Te siguen. Te observan. Cuando finalmente mueras es probable, y triste, que baste una mosca para llevar quién puede decir a dónde tu pobre alma distraída. Las moscas transportan, heredándose infinitamente la carga, las almas de nuestros muertos, de nuestros antepasados, que así continúan cerca de nosotros, acompañándonos, empeñados en protegernos. Nuestras pequeñas almas transmigan a través de ellas y ellas acumulan sabiduría y conocen todo lo que nosotros no nos atrevemos a conocer. Quizá el último transmisor de nuestra torpe cultura occidental sea el cuerpo de esa mosca, que ha venido reproduciéndose sin enriquerecerse a lo largo de los siglos. Y, bien mirada, creo que dijo Milla (autor que por supuesto desconoces pero que gracias a haberse ocupado de la mosca oyes mencionar hoy por primera vez), la mosca no es tan fea como a primera vista parece. Pero es que a primera vista no parece fea, precisamente porque nadie ha visto nunca una mosca a primera vista. A nadie se le ha ocurrido preguntarse si la mosca fue antes o después. En el principio fue la mosca. (Era casi imposible que no apareciera aquí eso de que en el principio fue la mosca o cualquier otra cosa. De esas frases vivimos. Frases mosca que, como los dolores mosca, no significan nada. Las frases perseguidoras de que están llenas nuestros libros.) Olvídalo. Es más fácil que una mosca se pare en la nariz del papa que el papa se pare en la nariz de una mosca. El papa, o el rey o el presidente (el presidente de la república, claro; el presidente de una compañía financiera o comercial o de productos equis es por lo general tan necio que se considera superior a ellas) son incapaces de llamar a su guardia suiza o a su guardia real o a sus guardias presidenciales para exterminar una mosca. Al contrario, son tolerantes y, cuando más, se rascan la nariz. Saben. Y saben que también la mosca sabe y los vigila; saben que lo que en realidad tenemos son moscas de la guarda que nos cuidan a toda hora de caer en pecados auténticos, grandes, para los cuales se necesitan ángeles de la guarda de verdad que de pronto se descuiden y se vuelvan cómplices, como el ángel de la guarda de Hitler, o como el de Jonhson. Pero no hay que hacer caso. Vuelve a las narices. La mosca que se posó en la tuya es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra. Y una vez más caes en las alusiones retóricas prefabricadas que todo el mundo ha hecho antes. Pues a pesar tuyo haces literatura. La mosca quiere que la envuelvas en esa atmósfera de reyes, papas y emperadores. Y lo logra. Te domina. No puedes hablar de ella sin sentirte inclinado hacia la grandeza. Oh, Melville, tenías que recorrer los mares para instalar al fin esa gran ballena blanca sobre tu escritorio de Pittsfield, Massachussetts, sin darte cuenta de que el Mal revoleteaba desde mucho antes alrededor de tu helado de fresa en las calurosas tardes de niñez y, pasados los años,sobre ti mismo en el crepúsculo te arrancabas uno que otro pelo de la barba dorada leyendo a Cervantes y puliendo tu estilo; y no necesariamente en aquella enormidad informe de huesos y esperma incapaz de hacer mal alguno sino a quien interrumpiera su siesta, como el loquito Ahab, ¿Y Poe y su cuervo? Ridículo. Tú mira la mosca. Observa. Piensa.
  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado agosto 2014
    De las lágrimas
    Joan Lluís Vives i Marc


    El lagrimeo no es una pasión, como tampoco la risa. La lágrima es un humor producido por el caldeamiento del cerebro húmedo y tierno, que destila de los ojos. Si se caldea excesivamente y el cerebro se deseca, no afluyen las lágrimas, como sucede en los hombres encolerizados; y tampoco si está ya desecado antes, v. gr., en una prolongada tristeza y duelo, en la vejez o cuando es uno seco de suyo, como los melancólicos.

    Hay personas a quienes de tal suerte embota la pesadumbre, que hallándose comprimido todo calor, no pueden verter lágrimas, que correrían con abundancia en cualquier dolor ordinario. Brotan ellas cuando está el cerebro humedecido, como en los embriagados, o blando y tierno como en los niños, mujeres y enfermos; salen también a menudo con el viento fuerte, con el humo, con alguna manifestación, con mala salud; igualmente con la risa, pues el cerebro se calienta entonces. Surgen así mismo de las pasiones, del amor, del deseo de poseer un objeto querido, de la ira en las personas débiles y en las que no pueden vengarse; de la envidia en la mujer y los niños, del pudor, de la alegría. Muy singularmente afluyen las lágrimas por la compasión, va propia, ya de otro.

    Se compadece uno de sí mismo, entristeciéndose por creer que le viene el mal sin merecerle; son entonces tan naturales las lágrimas, que muchos las derraman en abundancia sólo con pensar que puedan ocurrirles males injustamente; por ejemplo, la prisión, el destierro, la pobreza, la orfandad, la muerte; y como cada uno se ama con la mayor ternura, y se juzga digno de los mayores bienes, está dispuesto en extremo a compadecerse, por lo cual llora con sólo imaginar su mal.

    También nos mueven los males ajenos por simpatía, arrancándonos lágrimas, que, sin embargo, son más tardas en salir y más fáciles de secar, porque vemos las molestias ajenas como a lo lejos y su sentimiento llega a nosotros ya atenuado. Igualmente asoman lágrimas cuando hemos presenciado, leído o vemos actualmente y recordamos alguna acción piadosa, santa, en aras del deber, referida o ejecutada por alguno; y tanto más si quien la realizó o la refiere no tuvo en cuenta magnánimamente su propio daño o peligro ante la grandeza del acto.

    «Se han concedido al hombre las lágrimas para atestiguar nuestro dolor; para inducir a los demás a que nos compadezcan y auxilien; para favorecernos recíprocamente con la mutua ayuda, y también para dar testimonio de que nos afectan los males ajenos, en lo cual hay una muy grande solidaridad entre las almas.»
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado agosto 2014


    EL HOMBRE MUERTO
    (cuento)
    Horacio Quiroga (1878-1937)


    El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
    Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
    El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?
    No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
    Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
    El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…
    ¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
    ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
    El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
    ¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
    …Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
    ¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
    …Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
    Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

    Los desterrados,1926.



  • estrofaestrofa Garcilaso de la Vega XVI
    editado agosto 2014
    Gracias Juancho por la apertura de este hilo de relatos breves con escritores varios.

    Aunque me quedan bastantes por leer (no doy abasto con tanta lectura como hay en el foro), en especial el primer relato que posteaste de Anton Chejov "Poquita cosa" me encantó...

    Gracias también a odmaldi (el relato de "La carta" impresiona :))...

    ¡Es un hilo estupendo! (ahora me gustaría hacerme cachitos y poder estar en muchos sitios a la vez leyendo :rolleyes:)
  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado agosto 2014
    Los escombros de la vida
    del libro Polvo del camino por Rima de Vallbona

    Miro hacia atrás y siento lástima de la tímida muchacha-de todas las muchachas, ¡es igual!- que emprendió el camino de la vida con un cargamento de sueños de oro. Hoy es una mujer con las manos vacías, agobiada por las desilusiones, el dolor, la soledad, la desesperación a veces. Aquella muchacha de entonces yace ahora bajo los escombros de años duros y amargos:

    Los golpes de la suerte adversa que del hogar rico afectuoso sólo dejó miseria, discordia y ausencia de amor. La lucha por continuar los estudios contra la voluntad de todos: "Eres mujer y naciste para casada y para ser madre. ¿De qué sirve a la mujer estudiar?"; ella no entendía el lenguaje arcaico de su madre, la mujer del pasado que sólo sabía quehaceres domésticos y de cuidados físicos de los hijos. Las hambres, esas infinitas hambres que saciaba cuando podía con guineos hervidos y lo que daba la huerta cuando daba algo; a veces con el plato apetitoso de las sobras de ayer de algún pariente acomodado...siempre una mosca, un pelo, quitaban el mérito a la obra de caridad, disminuían el agradecimiento de su corazón. Las hambres y frustraciones que llevó a la universidad tarde a tarde después de pasarse las mañanas tecleando la máquina de escribir en oficinas de gobierno, mal pagada. El dolor de interrumpir más de una vez los estudios para ayudar con su trabajo a las necesidades de la familia. Los días sin pan en Francia, cuando el dinero de la beca no alcanzaba para comprar un libro de poemas y el corazón tenía más hambre que el estómago. Aquellos días grises en España con otra beca: días de convento oscuro, disciplina, incomprensión, entre monjas de piedra, llenas de rezos, vacías de caridad; cuando había de dar la clase de francés en los poyos helados de la Avenida José Antonio, las manos comidas de sabañones y aquel frío espeso que cortaba con precisión el contorno entero de su silueta; cuando enfermó y la dejaron consumirse de fiebre amontonada en el cuartucho sin sol, sin aire, sin cuidados médicos, como una cosa inservible. Después el regreso a la patria: todo ese sueño de su vuelta fue otra desiluión más; lo único bueno y verdadero era la tierra, el cielo, la lluvia y esas bellas montañas azules; lo demás fue el desengaño de la amistad, la indiferencia de la familia, la calumnia del envidioso, la casa sin hermanos, la incomprensión materna.

    Lector, ¿no crees que la historia de esta muchacha bien puede sumarse a las que acabas de leer porque está hecha también de dolor, hambre y soledad?

    Pero como la vida tiene además su lado bueno, no vamos a dejar esta historia truncada: esa muchacha se hizo mujer, se casó con un hombre que ha tratado de hacerla feliz -¿pero es que existe la felicidad?-, tiene cuatro hijos, ha seguido trabajando, estudiando, escatimándole al sueño muchas horas para dar abasto con sus deberes. Hace siete años comenzó a enseñar en una unviersidad y ahora, cumpliendo con todo esto, cumple con el primero y más difícil deber: el de seguir viviendo.

    En la vasta soledad de los Estados Unidos, desgarrada de su suelo natal, esa mujer comenzó a escribir y desde entonces para ella escribir es su gran consuelo y la expresión más auténtica de su ser; es preguntarse por la vida y por Dios; es vislumbrar lo eterno; es buscarle la entraña a la realidad; es indentificarse con los humillados; es protestar contra la injusticia acusando lacras y dolores.

    Cuando se ha vivido hambre, frío, soledad, humillación, y se ha visto a la crueldad en carne viva, es imposible dejar de pertenecer a la raza árida de los desvalidos, pobres y despreciados. Se puede vivir aparentemente en el ámbito cómodo de lo burgués y convencional; pero siempre habrá un comportamiento íntimo en el corazón que se identificará con la lágrima amarga y el polvo del camino.

    En su tarea de escribir, esa mujer ha comprendido lo difícil que es llegar al fondo de lo eterno y verdadero; sabe que siempre se quedará con la cáscara; que en el mundo impera la mendacidad. Desalentada, se repite que escribir es entonces un acto inútil, como tantos otros, como casi todos...y es que lo más amargo de su existencia es su angustioso preguntarse si alguno de los actos de su vida vale la pena.

    Houton, Texas, 11 de octubre de 1970.
  • SarasvatiSarasvati Fernando de Rojas s.XV
    editado agosto 2014
    Hablando de arañitas...

    La migala.
    Juan José Arreola


    La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
    El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

    Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

    La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

    Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

    Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

    Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

    Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

    Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible
  • SarasvatiSarasvati Fernando de Rojas s.XV
    editado septiembre 2014
    La debutante.
    Leonora Carrington.


    En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.

    Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.

    La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.

    -¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile.

    -Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.

    -Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida.

    -Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.

    Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.

    -No tienes más que ir en mi lugar.

    -No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste.

    --Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.

    Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.

    -De acuerdo -dijo de repente.

    No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.

    -Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.

    -Por supuesto -le dije.

    No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.

    -No te retrases para el desayuno -dijo al irse.

    Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:

    -Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?

    -Sí -dije, perpleja.

    -Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.

    -No lo veo muy práctico -dije yo-. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.

    -Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena.

    -¿Y los huesos?

    -También -dijo-. ¿Te parece bien?

    -Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.

    -Bueno, eso me da igual.

    Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo.

    -Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.

    -En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.

    Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:

    -Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.

    Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.

    -Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien.

    Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:

    -Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.

    Después de oír un rato la música de abajo, le dije:

    -Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.

    Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.

    -Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: "Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles." A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana.
  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado septiembre 2014
    PENSAMIENTOS
    Franz Kafka

    Conócete a ti mismo no significa: obsérvate. Obsérvate es la palabra de la serpiente. Significa conviértete en amo de tus actos. Pero ya lo eres, eres amo de tus actos. Esta frase por lo tanto significa: ¡Ignórate!, ¡Destrúyete!. Algo malo entonces. Y sólo quien se inclina profundamente oye también el mensaje bueno que dice: "Para hacer de ti mismo lo que eres".

    Vemos a cada hombre vivir su vida (o morir su muerte). Sin una justificación interior sería una cosa imposible, porque nadie puede vivir una vida injustificada. De lo que, subvalorando al hombre, podría decirse que cada uno apuntala con justificaciones la existencia propia.

    Desde afuera será siempre fácil derrumbar el mundo con una teoría y precipitarse inmediatamente en la misma fosa, pero sólo desde dentro se podrá conservar el mundo y así mismo en silencio y verdad.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014

    El hombre que sabía javanés
    Alfonso Henriques de Lima Barreto (Brasil - Río de Janeiro, 1881-1922)

    En una confitería contaba yo cierta vez a mi amigo Castro las alternativas de mi vida aventurera, las convicciones de que claudiqué y las responsabilidades a las que no guardé la debida consideración, para poder vivir. Incluso aquella ocasión en que residiendo en Manaos, en la cual me vi obligado a ocultar mi calidad de bachiller, para obtener más confianza de los clientes, que afluían a mi escritorio de "hechicero" y de adivino. Eso era lo que yo le contaba.
    Mi amigo me escuchaba callado, pendiente de mis palabras, gustando de aquel mi Gil Blas vivido, hasta que en una pausa de nuestra conversación, ya agotados los vasos de cerveza, me observó interesado:
    - ¡Tu vida ha sido una cosa bien divertida, Castelo!
    - Solamente así se puede vivir... Esto de tener una ocupación única: salir de casa a ciertas horas, volver a otras, cansa finalmente, ¿no te parece? ¡Yo no sé cómo he podido aguantar allá, en el consulado!
    - Eso cansa, sí, es cierto; pero no es eso lo que me admira. Lo que me llama la atención es que hayas corrido tantas aventuras aquí, en este Brasil pacato y burocrático.
    - ¿Y por qué no? Aquí mismo, caro amigo Castro, se pueden encontrar y vivir bellas páginas de la vida. ¡Imagínate tú que yo he sido hasta profesor de javanés!
    - ¿Cuándo? ¿Acaso a tu regreso del consulado?
    - No; antes. Y precisamente fui nombrado cónsul por eso.
    - Cuenta, entonces, cómo fue la cosa. ¿Aceptas otro vaso de cerveza?
    - Acepto.
    Mandamos traer otra botella, llenamos los vasos nuevamente y continué mi historia:
    - Yo había llegado hacía muy poco tiempo a Río de Janeiro y me encontraba literalmente en la miseria. Vivía huído de la casa de pensión, sin saber en donde ganar el dinero, cuando leí en el "Journal do Comercio" el anuncio siguiente: "Se precisa un profesor de lengua javanesa. Contestar por escrito etc. etc." Me dije entonces que el asunto me convenía; además esta era una colocación que no tendría muchos concurrentes; y si lograse dominar por lo menos cuatro palabras, era cosa hecha. Salí del café en donde me encontraba, anduve por las calles, imaginándome que yo era un profesor de javanés, ganando dinero, viajando en tranvía y sin encontrar personas desagradables, víctimas, particularmente. Sin darme cuenta me encaminé a la Biblioteca Nacional. No sabía bien qué clase de libro tendría que pedir; mas entré, entregué el sombrero en la portería, recibí la tarjeta y subí escaleras arriba. Ya en la ventanilla de pedidos, solicité la "Gran Enciclopedia", en la letra "J", seguro que en el artículo correspondiente a Java encontraría elementos de la lengua javanesa. Dicho y hecho. Me enteré de que Java era una gran isla del archipiélago de Sonda, colonia holandesa, y el javanés, lengua aglutinante del grupo malayo-polinésico, poseía una literatura digna de nota, escrita en caracteres derivados del antiguo alfabeto hindú. La "Enciclopedia" me indicaba algunos trabajos sobre la lengua malaya, y sin titubear consulté uno de ellos, allí citados. Copié el alfabeto, como también su pronunciación figurada, y salí. Anduve por las calles, de aquí para allá, rumiando letras y más letras. En mi cabeza danzaban jeroglíficos; de vez en cuando consultaba mis notas; entraba en los jardines y escribía con un palo en la arena de los paseos columnas de signos, para fijarlos bien en mi mente y habituarme en ese ejercicio de la escritura.
    "Ya de noche, cuando pude entrar en la pensión, sin que me notaran, como para evitar preguntas indiscretas del casero, continué aún en mi cuarto deletreando el alfabeto malayo, y lo hice con tanto ahinco, con tal firmeza, que a la mañana siguiente lo sabía perfectamente de memoria.
    "Me convencí de que aquella lengua era la más fácil del mundo y salí; mas no tan temprano, que evitase el encuentro del encargado de las habitaciones. Verme y encararse conmigo fue la misma cosa: "Señor Castelo: ¿cuándo saldamos su cuenta?" Respondile entonces, con la más encantadora esperanza: "En fecha muy breve... Espere un poco... Tenga paciencia... Seré nombrado profesor de javanés, y ..." Me interrumpió de improviso: "¿Qué diablo es eso de profesor de javanés, señor Castelo?" Me agradó el interés, por cierto bastante divertido del hombre y, aprovechando la oportunidad, quise herirlo en su patriotismo de buen portugués: "Javanés es una lengua que se habla cerca de Timor. ¿Sabe en dónde está eso?".
    "Oh!, alma ingenua... Aquel hombre se olvidó de mi deuda y me dijo con su hablar fuerte de los portugueses: "Francamente, yo muy bien no sé dónde está eso ni lo que es, pero tengo entendido que son unas tierras que tenemos por el lado de Macao. ¿Sabe algo de eso, señor Castelo?".
    "Animado por esta escapatoria afortunada que me proporcionó el asunto javanés, volví nuevamente a buscar el anuncio. En efecto, allí estaba. Decidí animosamente proponerme como profesor de idioma oceánico. Redacté la respuesta. Pasé por el diario y dejé la carta. Volví nuevamente a la Biblioteca Nacional y continué con mis estudios de javanés. No realicé grandes progresos en ese día; ignoro si por entender que era suficiente con el conocimiento del alfabeto o por haberme agradado más los datos sobre literatura y bibliografía que el estudio del idioma, que era precisamente lo que tendría que enseñar...
    "Al cabo de dos días, me llegó una carta para presentarme en la casa del doctor Manuel Feliciano Soares Albernaz, barón de Jacuecanga, en la calle conde de Bonfim, no recuerdo bien el número. Es preciso que no olvides que entretanto continué estudiando mi malayo, esto es, el tal javanés. Además del alfabeto, me informé del nombre de algunos autores, como de diversas frases, preguntas y respuestas, tal como: "Cómo está usted" y dos o tres reglas más de gramática, amén del alfabeto y unas veinte palabras más del léxico.
    "¡No te puedes dar una idea de las grandes dificultades que hallé para proporcionarme los cuatrocientos reis del viaje! Te aseguro que es mucho más fácil aprender javanés, puedes estar cierto, que encontrar unas míseras monedas. Finalmente, tuve que decidirme por ir a pie. Llegué sudado; y, con maternal cariño, las viejas plantas, que se perfilaban en la alameda, delante de la casa del aristócrata, me recibieron, me acogieron y me reconfortaron. En toda mi vida fue ese el momento en que sentí cierta simpatía por la naturaleza.
    "Era una casa enorme que parecía estar desierta, más no sé porqué me vino el pensamiento, ante esa contemplación, de que se notaba, más que pobreza, algo así como cansancio y dejadez. Debía estar despintada desde hacía muchos años; descascaradas las paredes, rotas las salientes del tejado, de esas tejas revestidas de otros tiempos, desguarnecidas aquí y allí, como bocas desdentadas o mal cuidadas.
    "Miré un poco el jardín y vi la pujanza vengativa de las plantas silvestres junto a las otras domésticas, a varias de las cuales habían expulsado completamente. Algunas, escondidas, casi ocultas, trataban apenas de vivir entre tanta asfixia. Llamé. Tardaron bastante en responder. Por fin, llegó un viejo negro africano, cuyas barbas de algodón rizado, lo mismo que su rala cabellera, daba a su fisonomía una aguda expresión de ancianidad, dulzura y sufrimiento.
    "En la sala había una galería de retratos: arrogantes señores de luenga barba se perfilaban encuadrados en inmensas molduras doradas, y dulces perfiles de señoras, con peinados imponentes, grandes abanicos, que parecían querer subir a los aires, enfundadas en los redondos y abultados vestidos, como globos; mas de todas aquellas cosas, a las cuales el polvo daba mucha más antigüedad y respeto, lo que más me agradó fue un bello jarrón de porcelana de China o de la India, o algo parecido... Aquella pureza de la alfarería, la fragilidad, la ingenuidad del dibujo, aquel brillo tenue de luna, me decían que aquel objeto había sido hecho por las manos de una criatura, de sueños, para encanto de los ojos ya viejos y cansados, desengañados del mundo...
    "Esperé un instante al dueño de la casa. Tardó un poco. Un tanto inseguro, con un gran pañuelo de hilo en las manos, tomando de vez en cuando el viejo rapé de antaño, me inspiró un sentimiento de respeto cuando lo vi llegar. Tuve deseos de marcharme. Aunque no fuera él el discípulo, era siempre un crimen engañar a ese anciano, cuya vejez traía asociada a mi mente algo de augusto, de sagrado. Dudé, pero me quedé. Adelantándome, dije: "Yo soy el profesor de javanés, que el señor ha pedido". "Tome asiento -me respondió el viejo-, ¿Es usted de Río de Janeiro?" "No señor -respondí-, soy de Canavieiras. "Cómo -volvió a preguntar el viejo-. Hable un poco más alto, soy un poco sordo". "Soy de Canavieiras, de Bahía" -insistí yo. "¿En dónde hizo sus estudios?" "En San Salvador". "¿Y en dónde aprendió javanés?" indagó él, con aquella su manera insistente tan peculiar de los viejos.




  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014
    "Yo no contaba con esa pregunta, mas inmediatamente inventé una mentira. Le conté que mi padre era javanés. Tripulante de un navío mercante, llegó a Bahía, y se estableció cerca de la localidad de Canavieiras como pescador, se casó luego y prosperó, y precisamente aprendí el javanés con mi padre".
    - ¿Y lo creyó? Pero ¿y la cara, el físico? -preguntó mi amigo, que hasta entonces permanecía en silencio.
    - No soy -repliqué- muy diferente de un javanés. Estos mis cabellos recios, duros y bastante gruesos, como mi piel de color mate, pueden darme muy bien un aspecto de mestizo malayo... Tú sabes bien que, entre nosotros, hay de todo: indios, malayos, tahitianos, malgaches, incluso hasta godos. Es una comparsa de razas y de tipos de lo más extraños, capaz de dar envidia al mundo entero.
    - Esta bien, amigo mío, puedes continuar.
    - El viejo me escuchaba atentamente, consideró mi físico, pareciéndome que me creía en efecto hijo de malayo, y me preguntó con dulzura: "¿Entonces está dispuesto a enseñarme javanés?" La respuesta saliome sin querer: "Esta bien". "Usted ha de quedar admirado -añadió el barón de Jacuecanga- que yo con esta edad desee aún saber algunas cosas más..."
    "- No tengo porqué admirarme. Muchos ejemplos se han visto en el mundo, por cierto muy aleccionadores".
    "- Lo que yo quiero, mi estimado joven..." "Castelo" -me adelanté yo-. Lo que yo quiero, mi estimado señor Castelo, es cumplir un juramento de familia. No sé si el señor sabe que yo soy nieto del consejero Albernaz, aquel que acompañó a don Pedro I, cuando abdicó. A su regreso de Londres trajo al Brasil un libro en una rara lengua, por el cual tenía máxima estimación. Un hindú o un siamés se lo dio en Londres, en prueba de agradecimiento por no sé cual servicio prestado por mi abuelo. Al morir mi antepasado, llamó a mi padre y le dijo: "Hijo, tengo este libro aqui, escrito en javanés. Quien me lo dio me aseguró que evita desgracias o trae felicidades para el que lo tiene. Yo no puedo saber si tal cosa es cierta o no lo es. En todo caso, guárdalo; mas si quieres que el hado que me dictó el sabio oriental se cumpla, procura que tu hijo lo entienda, para que siempre nuestra raza sea feliz". Mi padre -continuó el viejo barón- no tuvo mucha fe en esas historias; con todo, guardó el libro. A las puertas de la muerte, me lo dio y me dijo la misma sentencia, lo mismo que prometiera a su padre. Al comienzo, poco caso hice de esa historia del libro. Lo dejé en la biblioteca de la casa y me dediqué a mis actividades. Llegué incluso a olvidarme; mas de un tiempo a esta parte, he pasado por tantos disgustos, tantas desgracias acibararon mi vejez que me acordé de ese talismán de la familia. Tengo que leerlo y saber su contenido, comprenderlo, si no quiero que mis últimos días anuncien el desastre de mi posteridad; y para entenderlo, claro está que preciso saber el javanés. Esto es todo".
    "Callóse el viejo y noté que sus ojos se le habían puesto húmedos. Discretamente, los secó con el pañuelo y me preguntó si quería ver el libro. Le respondí que sí. Llamó al criado, le dio las instrucciones y me dijo que había perdido todos los hijos y sobrinos, quedándole solamente una hija casada, cuya prole, entretetanto, estaba reducida a un hijito, débil de cuerpo y de poca salud, delgado e impresionable. Llegó el libro, era un viejo infolio, antiguo, encuadernado en cuero, impreso en grandes letras en un papel amarillo y grueso. Le faltaba la portada y por tal razón no se podía saber la época de su impresión. Conservaba aún unas páginas de prefacio, escritas en inglés, en donde leí que se trataba de ciertas historias del príncipe Fulanga, escritor javanés de mucho mérito.
    "Luego informé de eso al viejo barón que no se percató que yo había llegado allí por el conocimiento del idioma inglés. Y quedó encantado al saber la profundidad de mis conocimientos malayos. Estuve largo rato examinando las páginas de tal cartapacio, haciendo como que leía o deletreaba magistralmente aquella curiosidad, hasta que por fin contratamos las condiciones de los honorarios y las horas, comprometiéndome a que, antes de un año, el viejo pudiese leer ese mamotreto de una manera cabal.
    "Poco tiempo después daba mi primera lección, mas el viejo no fue tan diligente como yo. No conseguía aprender a distinguir ni a escribir siquiera cuatro letras. En fin, con la mitad del alfabeto llevamos más de un mes y el señor barón de Jacuecanga no llegó a dominar la materia: aprendía y desaprendía fácilmente.
    "La hija y el yerno (me imagino que hasta ese momento nada sabían de la historia de tal libro) llegaron a tener noticias de los estudios del viejo; pero no se molestaron por eso. Hallaron graciosa tal preocupación y se imaginaron que eran cosas para distraerse o manías de carcamal.
    "Aunque te extrañe, caro amigo Castro, el yerno quedóse profundamente admirado al ver la capacidad del profesor de javanés. ¡Qué cosa singular! El no se cansaba de repetir: "¡Es algo asombroso! ¡Tan joven y ya con semejantes conocimientos! ¡Si yo supiese eso dónde estaría!"
    "El marido de doña María de la Gloria (así se llamaba la hija del barón) era juez, hombre relacionado e influyente; mas no ocultaba ante todos su admiración por mi javanés. Por otra parte, el barón estaba contentísimo. Al cabo de dos meses desistió de semejante aprendizaje y me pidió que le tradujese, tres días por semana, fragmentos del libro encantado. Le bastaba con entenderlo; nada se oponía a que otra persona tradujese el libro y él lo escuchase. Así se evitaba la fatiga del estudio y cumplía el encargo.
    "Debo decirte que hasta hoy nada sé de javanés, mas urdí una historia bien tonta, dándole las características de un viejo cronicón, como muchos que conocía. ¡Cómo escuchaba él aquellas tonterías! ... Quedaba extático, como si estuviese oyendo palabras de un ángel. ¡Y más méritos se acrecentaban ante sus ojos! ...
    "Me dio alojamiento en su casa, me colamaba de regalos, y bien pronto me aumentó el sueldo. Pasaba, en fin, una vida regalada.
    "Contribuyó mucho a eso la circunstancia de haber recibido una herencia de un pariente olvidado que residía en Portugal. El buen viejo atribuía la causa a mi javanés; y yo mismo casi llegué a creer también tal cosa.
    "Fui perdiendo mi remordimiento, aunque siempre tuve miedo de que el día menos pensado apareciese alguien versado en javanés, y se evidenciara mi desconocimiento de tal idioma malayo. Ese era mi temor, que llegó a acentuarse cuando el viejo barón me mandó con una carta al vizconde de Carurú, para que me hiciese entrar en la carrera diplomática. Aduje con calor mi falta de elegancia, mi fealdad, mi aspecto tagalo. "¡Qué importa! -me replicaba- . Vaya, muchacho; usted sabe javanés, y eso basta!" Fui. El vizconde me mandó a la Secretaría de Asuntos Extranjeros con diversas recomendaciones. ¡Fue un éxito rotundo!
    "El director llamó al jefe de la sección, diciéndole: "¡Vea, amigo, un hombre que sabe javanés!; qué portento!"
    "Los jefes de las diversas secciones me llevaron a los oficiales y éstos a los amanuenses y uno de éstos me miró con odio, no sé si de envidia o de admiración... Y todos me decían: "¿Con que sabe javanés? ¡Qué idioma difícil! ¡No hay nadie, salvo usted en esta casa, que sepa javanés!"
    "El amanuense de marras que me miró con odio, acudió entonces: "Ciertamente, usted sabe javanés, mas yo se canaque; ¿conoce usted esa lengua?" Le dije que no y pasé a ver al ministro.
    "El alto funcionario levantóse, puso sus manos en las caderas, luego arregló los lentes sobre la nariz y preguntó: "¿Así que sabe javanés?" Le respondí que sí; y a sus preguntas de dónde y en qué lugar, le conté la vieja historia de mi padre javanés... "Bien -dijome el ministro-, usted no puede entrar en la diplomacia: su físico no lo favorece... Lo mejor sería un buen consulado en Asia o tal vez en Oceanía. Por el momento no tenemos vacante, pero como pienso hacer una reforma, usted entrará. De hoy en adelante, queda usted agregado al Ministerio en mi gabinete; además, en breve se realizará un congreso de linguística en el exterior y usted representará al Brasil. ¡Estudie, lea particularmente a Hovelacque, Max Muller y algunos otros!"
    "Imagínate tú que yo, sin saber nada de javanés, me encontraba empleado en virtud de esos conocimientos, como también nombrado para representar al Brasil en un congreso de sabios...
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014
    "El viejo barón murió en ese interin, pasando el legado del libro al yerno con el deseo de que éste lo transmitiese a su vez al nieto, cuando tuviera la edad conveniente. Me dejó también en el testamento alguna cosa.
    "Me puse a estudiar con afán las lenguas malayo-polinésicas; pero todo era inútil. Bien nutrido, bien vestido, bien dormido, no tenía la energía necesaria para hacer entrar en mi cabeza aquellas cosas tan raras. Compré libros, me subscribí a revistas, tales como: "Revue Anthropologique et Linguistique", "Proceedings of the English", "Oceanic Association", "Archivio Glottologico Italiano", ¡y el diablo!... Y lo más curioso del caso es que mi fama crecía. En las calles, los informados de mis cualidades, me señalaban diciendo a los otros: "Allí va el sujeto que habla javanés". En las bibliotecas los gramáticos me consultaban sobre la colocación de los pronombres en tal o cual lugar de las islas de Sonda. Recibía cartas de los eruditos del interior, los diarios citaban mis conocimientos y me negué a aceptar varios alumnos deseosos de aprender el javanés. Por invitación de la dirección del "Journal do Comercio" escribí un artículo de cuatro columnas sobre la literatura javanesa antigua y moderna".
    - ¿Cómo es que tú sabías eso? -me interrumpió atento Castro.
    - Muy sencillo: primero describí la isla de Java, con el auxilio de diccionarios y obras geográficas, y luego comencé a citar nombres a más no poder.
    - ¿Y nunca dudaron? -me inquirió interesado mi amigo.
    - Nunca. Es decir, una vez casi quedé perdido. La policía prendió un sujeto, un marinero bronceado, que sólo hablaba una lengua extraña, misteriosa. Llamaron a diversos intérpretes, pero ninguno lo entendía. Fui también llamado, con todos los respetos que mi sabiduría merecía, naturalmente. Tardé en ir, pero me decidí finalmente. El marinero ya estaba en libertad, merced a las gestiones del cónsul holandés, con el cual se pudo entender por media docena de palabras holandesas. ¡El tal marinero era javanés!... ¡Aquello fue terrible!
    "Llegó entretanto la época del congreso, y como era natural, partí para Europa. ¡Qué delicia! Asistí a la inauguración y también a las sesiones preparatorias. Me inscribieron en la sección de tupi-guaraní, y marché luego para París. Antes, empero, hice publicar en el "Mensajero de Basilea" mi retrato, con una cantidad de notas biográficas y bibliográficas. Cuando regresé, el presidente me pidió disculpas por haberme colocado en aquella sección. No conocían mis trabajos y juzgaron que, por ser un americano-brasileño, me estaba naturalmente indicada la sección de tupi-guaraní. Acepté las explicaciones y hasta hoy no pude escribir mis obras sobre el javanés, para mandárselas, tal como se lo había prometido...
    "Concluído el congreso, mandé publicar extractos de artículos del "Mensajero de Basilea" en Berlín, en Turín y en París, donde los lectores de mis obras me rodearon y les ofrecí un banquete que me costó casi diez mil francos, lo que me restaba de la herencia del crédulo barón de Jacuecanga...
    "No perdí tiempo ni mi dinero. Llegué a ser una gloria nacional, y al saltar en el muelle a mi regreso, recibí una ovación de todas las clases sociales y del Presidente de la Republica, quien días después me invitaba a un almuerzo en su compañía. A los seis meses fui nombrado consul en La Habana, en donde estuve seis años y adonde regresaré muy en breve, para perfeccionarme en los estudios de las lenguas malayas, melanesias y de la Polinesia".
    - ¡Es fantástico! -observó Castro, tomando su vaso de cerveza.
    - Pues mira tú, si no fuera porque me encuentro contento con mi profesión, ¿sabes lo que sería?
    - ¿Qué?
    - ¡Bacteriólogo eminente! ¿Vamos?
    - Vamos...
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014


    EL ORIGEN DEL MAL

    (cuento)

    León Tolstói (1828-1910)


    En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

    En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

    -El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

    El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

    -Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella “¿Habrá comido?”, nos preguntamos. “¿Tendrá bastante abrigo?” Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

    -No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

    El ciervo no fue de este parecer.

    -No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

    Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

    -No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.




  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014


    Cortázar: la cercana lejanía

    Por Abelardo Castillo

    A la muerte de Edgar Poe, Rufus Griswold leyó un discurso fúnebre que años después le hizo decir a Baudelaire: "¿No existe, acaso, en América, una ley que prohíba a los perros la entrada en los cementerios?" Julio Cortázar, transcribiendo alguno de los peores párrafos de aquel discurso admite que, si bien Griswold estaba minado de resentimiento y mala fe, no dejaba, a veces, de tener razón. Por desagradable que resultara, Poe, muerto, seguía siendo responsable de sus actos. O de otro modo, que la muerte no mejora a nadie. Siempre estuve de acuerdo con Cortázar en esto. Hoy el muerto es él, y no voy a embellecerlo. Ni voy a embellecerme yo con sus despojos.
    Nunca busqué su amistad ni pude darle la mía. París está demasiado lejos; la diferencia de edad también armaba otro mapa en otro continente. Yo lo admiraba como escritor, creía en la sinceridad visceral de sus gestos políticos: ése fue nuestro lugar de encuentro. Puestas en claro estas cosas, ya puedo decir que escribo estas palabras con malestar y desgano: desde su muerte he visto demasiados perros que, con la excusa de la amistad, la política o la literatura, han levantado la pata sobre su tumba. Una ordalía de estupidez, superficialidad, ignorancia del significado de su obra, pegajoso sentimentalismo, ha caído como un paradojal castigo sobre la memoria de uno de los hombres que nos enseñó a reírnos de todo eso.
    Se ha señalado que muchos argentinos de mi generación son deudores de la prosa y del mundo de Cortázar, yo hasta cambiaría el verbo y escribiría somos, si a su nombre se agregan los de Arlt, Marechal, Borges, Sabato, Onetti. Y también diría que en realidad unos pocos escritores han aprendido de él lo que les hacía falta y demasiados muchachos más o menos ágrafos de los años sesenta por imitar a sus personajes, se dedicaron a apretar el tubo de dentífrico por cualquier parte, o a inventar palíndromos, convencidos de que eso era toda la insurrección contra la ideología paterna o el orden burgués y la primera instrucción para subir la escalera que conduce a cambiar el mundo. Me acuerdo. Hacia 1965 no había boutique que no se llamara Rocamadour, librería que no se llamara Rayuela o revista juvenil que no se llamara Cronopio. Ninguna: Fama, como ha dicho Isidoro Blaisten. Todas las chicas algo zaparrastrosas que no querían se Alejandra Vidal Olmos, querían ser la Maga. Ya no tenían ataques de epilepsia ni complejo de Edipo ni escuchaban Brahms ni cortejaban las pulmonías en la intemperie del puerto o de Parque Lezama; ahora buscaban papelitos de colores en las alcantarillas, anhelaban ser violadas por uruguayos negros, decían bop y Bird y, como en nuestro país siempre estuvo prohibida Acorazado Potemkin y el Riachuelo es fétido, no sabían que película ver ni cómo suicidarse. Alguna, hasta era la Maga. Una de ellas se lo confesó al escéptico Blaisten. Enojadísima le dijo: Yo soy la Maga; yo lo conocí a Julio en Bruselas. Ya lo sé, Cortázar no es culpable de la locura de nadie; al fin de cuentas estos desplazamientos de la realidad son el triunfo de su literatura. Hasta puede ser que esa chica fuera de verdad la Maga; en aquel espacio privilegiado que fue el mundo imaginario de Cortázar todo podía suceder, su universo fantástico invadía el mundo real. Claro que si se piensa que Cortázar vivió en Bruselas hasta los cinco años, la precocidad erótica de esta Maga y de aquel niño debió ser sorprendente, y digna de otra novela,, sólo que ésta exigiría un autor que fuese al mismo tiempo Charles Dickens y Henry Miller. En los años setenta, por fin, ya no quedaba argentino que no hubiese bebido con Cortázar un calvados en el Café Bonaparte, o hablado de Charlie Parker con él, en una ruinosa escalera de la rue Vaugirard. O, por lo menos, recibido una carta que comenzara: "Querido Cronopio". Todos y todas le llamaban Julio; también hay chicas que aman la poesía y para nombrar a García Lorca dicen Federico, como si hubieran pasado la noche anterior acostadas en su bóveda.
    Alguien se preguntará qué pretendo, cuál es el Cortázar esencial que conozco y del que me apropio. A mi pesar, debo hacer ahora algunas precisiones personales.
    Conocí a Julio Cortázar hace veinticinco años. En 1959, estando Cortázar en Buenos Aires, me escribió una carta, no importa a propósito de qué; fue la primera de una serie de cartas cuyo contenido, al menos esta tarde, tampoco importa demasiado. Puedo, sí, jactarme de algo: nunca me llamó Cronopio. En veinticinco años nunca nos tuteamos. Las noches que compartimos juntos, con unos pocos amigos de El Escarabajo de Oro, no acontecieron en ninguna de las dos márgenes del Sena, sino en la orilla de acá del Riachuelo, más bien tirando para el lado de Barracas que de Montparnasse. No tuvimos la fortuna de ver ni el más mínimo clochard; tal vez se nos cruzó un mero croto porteño, alguna subdesarrollada violetera nacional. no evoco el menor pernod; sí, unas cuantas rotundas botellas de vino tinto. Nunca pude llamarlo Julio. Como el pronunciaba la ere a la francesa, no por amaneramiento sino por guturalidad natural (eso que llamamos frenillo), no creo que hubiese articulado con claridad mi nombre. Me decía Castillo; yo le decía Cortázar. Eso no nos impidió hablar sobre Latinoamérica, sobre boxeo, sobre el exilio. No siempre estábamos de acuerdo. Tampoco nos impidió coincidir sobre el único tema que parecía apasionarlo: la literatura. De los grandes escritores que he conocido, ninguno, excepto Borges, parecía haber meditado tanto como él sobre el problema de la forma y el estilo. Uno tenía la impresión de que para Cortázar las palabras eran cosas, pero no en el sentido inorgánico de objetos: más bien pequeñas cosas vivas, animalitos o diminutos monstruos delicados a los que había que amaestrar cuidadosamente para hacerles cumplir la ceremonia de la sintaxis y la forma personal. Él decía haberlo aprendido de Marechal y de Borges. Y es esto, este aprendido magisterio que se transmite de escritor a escritor, y al que ahora hay que agregar su propio magisterio, lo que le debemos y le deberán las generaciones que lo siguen. No sus frívolos libros de dos pisos editados para Navidad y Año Nuevo o sus homeopáticas rebeliones con pingüinos y tubos de dentífrico; no su ambigua ideología de latinoamericano en París, que alguna vez me pareció demasiado remota, sino algo esencialmente más importante, ya que Cortázar no era ni quiso ni necesitó ser un pensador o un hombre de ideas: fue un gran escritor, uno de los más deslumbrantes autores de ficción que dio nuestra lengua. Lo que vamos a deberle siempre es haber puesto, en el momento en que hacía falta, todo lo que tuvo -su prestigio, su influencia como escritor, su nombre- al servicio del socialismo. No es un libro menor e ideológicamente candoroso como Libro de Manuel, el legado histórico de Cortázar: es el acto de haber escrito, de haber intentado la aventura acaso imposible de unir su mundo real, hecho de locura y sueño y ambigüedad, al mundo para él casi incomprensible de las rebeliones sangrientas de los hombres. Los que amábamos la verdadera literatura de Cortázar y creíamos en su honestidad, seguiremos pensando que fue una suerte que este extranjero espiritual estuviera "del lado de acá", junto a Cuba, Nicaragua, el Salvador o Chile y, sin saberlo del todo, junto a quienes, desde el exilio interior, intentábamos en esta tierra arrasada, y a nuestro modo, darle un sentido a la historia.
    Y yo, íntimamente, seguiré sintiendo que fue una dicha que haya escrito ciertos capítulos de Rayuela, los monólogos de Persio, magias como la del oso afelpado que anda por las cañerías, cuentos perfectos como "Las puertas del cielo", "El ídolo de las Cícladas", "El perseguidor", "Casa tomada", "Lejana", "Instrucciones para John Howell", páginas por las que siempre estará, en mi panteón personal, al lado de Poe o de Borges, junto a esa cada vez más reducida familia de soñadores con la cual, en secreto, dialogamos a medida que envejecemos.

    Castillo, Abelardo; Las palabras y los días, Buenos Aires, Seix Barral, 1999




  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014


    LA DICHA DE VIVIR

    (microrrelato)

    Leopoldo Lugones

    Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.

    –Yo soy el resucitado de Naim –dijo el hombre–. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?

    –Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el Apóstol-. Es como si aquél volviera a nacer en la pureza del párvulo…

    –Así lo creía y por eso vengo.

    –¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?

    –Que me devuelva mis pecados –suspiró el hombre.

    [De Filosofícula [1924)]






  • odmaldiodmaldi Fray Luis de León XVI
    editado septiembre 2014
    La excursión a la montaña
    Franz Kafka

    -No lo sé -proferí sin voz-, verdaderamente no lo sé. Si no viene nadie, nadie viene. Yo no hice mal a nadie, nadie me hizo mal y sin embargo nadie desea ayudarme. Absolutamente nadie. Y ello no es así. Es sencillo: nadie me ayuda, si no, absolutamente nadie me gustaría. Me gustaría mucho -¿por qué no?- ir de excursión con un grupo de absolutamente nadie.

    Iríamos a la montaña como es normal, ¿a dónde, si no? ¡Cómo se amontonan esos brazos extendidos y entrelazados, esos pies con sus incontables movimientos! Por supuesto todos van vestidos de etiqueta. Tan contentos, el viento se mueve por las hendiduras de nuestro grupo y de nuestros cuerpos. En lo alto de la montaña nuestras gargantas se sienten libres. Es sorprendente que no cantemos.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014
    EL GIGANTE EGOÍSTA
    Oscar Wilde (Irlanda, 1854-1900)
    Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
    -¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
    -¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
    Los niños escaparon corriendo en desbandada.
    -Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
    Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
    ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
    Era un Gigante egoísta…
    Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
    -¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
    Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
    Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
    -La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
    La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
    -¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
    Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
    -No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
    Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
    -Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
    De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
    Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
    -¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
    ¿Y qué es lo que vio?
    Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
    -¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
    El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
    -¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
    Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
    Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
    -Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
    Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
    Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
    -Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
    El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
    -No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
    -Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
    Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
    Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
    -¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
    Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
    -Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
    Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
    Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
    Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
    Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
    -¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
    Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
    -¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
    -¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
    -¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
    Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
    -Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
    Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014


    EL SUEÑO

    Murray soñó un sueño.
    La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.
    Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
    Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
    En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
    Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
    La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
    —Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
    —Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
    —Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
    La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
    Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
    —Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel —dijo, al estrechar la mano de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
    Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
    —Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
    Murray bebió profundamente.
    —Así me gusta —dijo el guardia—. Un buen calmante y todo saldrá bien.
    Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
    Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

    Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
    Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.

    La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

    O. HENRY





  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014


    HISTORIA DE CECILIA

    He oído a Lucio Flaco, sumo sacerdote de Marte, referir la historia siguiente:

    Cecilia, hija de Metelo, quería casar a la hija de su hermana y, según la antigua costumbre, fue a una capilla para recibir un presagio. La doncella estaba de pie y Cecilia sentada y pasó un largo rato sin que se oyera una sola palabra. La sobrina
    se cansó y le dijo a Cecilia:

    -Déjame sentarme un momento.
    -Claro que sí, querida -dijo Cecilia-; te dejo mi lugar. Estas palabras eran el presagio, porque Cecilia murió en breve y la sobrina se casó con el viudo.

    Ciceron, De divinatione, I, 45.

    Recopilación de JLB y ABC 1953


  • SenequistaSenequista Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado septiembre 2014
    Milagro de la dialéctica

    Juan Valera

    De vuelta a su lugar cierto joven estudiante muy atiborrado de doctrina y con el entendimiento más aguzado que punta de lezna, quiso lucirse mientras almorzaba con su padre y su madre. De un par de huevos pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:
    -¿Cuántos huevos hay en el plato?
    El padre contestó:
    -Uno.
    El estudiante puso en el plato el otro que tenía en la mano diciendo:
    -¿Y ahora cuántos hay?
    El padre volvió a contestar:
    -Dos.
    -Pues entonces -replicó el estudiante-, dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego son tres los huevos que hay en el plato.
    El padre se maravilló mucho del saber de su hijo, se quedó atortolado y no atinó a desenredarse del sofisma. El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba a afirmar que había tres.
    La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se le comiera; tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio vástago:
    -El tercero cómetele tú.
  • juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
    editado septiembre 2014


    El cuento del gallo capón
    [Minicuento: Texto completo. Fragmento de Cien años de soledad.]

    Gabriel García Márquez (Adaptación)

    Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
    FIN





  • SenequistaSenequista Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado septiembre 2014
    Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde. En consecuencia, lo más largo y lo más corto confluyen en un mismo punto. El presente, en efecto, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es, evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien? Ten siempre presente, por tanto, esas dos cosas: una, que todo, desde siempre, se presenta de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido; la otra, que el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente, puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder.

    NOTA: Sé que algunos (como CarlosSerrano) no encuentran el libro, internet no es lo vuestro:rolleyes:
    http://www.imperivm.org/cont/textos/txt/marco-aurelio_meditaciones.html
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