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Camino hacia la eternidad

Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado enero 2012 en Ciencia Ficción
Camino hacia la eternidad

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Nuestra imaginación nos agranda tanto el tiempo
presente, que hacemos de la eternidad una nada, y de la nada una eternidad
.
Blaise Pascal


A Jacinto no le importaba para qué demonios quería aquel tipejo a todos esos niños.
Sólo sabía que si no se los llevaba, tendría graves problemas. Aunque no le gustaba pensar en ello, la crueldad de sus acciones le dejaba poca elección. No era ético el secuestrar críos. Pero tampoco consideraba ético que le arrancasen sus ojos para ser transplantados después en el rostro de algún multimillonario. Nunca lo había visto, pero lo creía con certeza. El hijo de puta de Juárez traficaba con órganos. Y de momento, prefería surtir de niños a aquel bastardo que darle motivos para ser él el propio suministro de la empresa de “vísceras a la carta”.

Ya eran cinco los pequeños que había capturado. En algunas ocasiones actuaba en centros comerciales, otras en cines o lugares de ocio donde se pudiesen encontrar niños cuyos padres poseyeran una peligrosa confianza ciega en la seguridad ciudadana. Siempre era muy fácil. Por lo general, acudía días antes al recinto donde perpetraría el secuestro.

Camuflado entre la clientela, anotaba cuidadosamente todos los detalles que podrían serle de utilidad, además de trazar mapas y complejas sincronías temporales.

Sólo hacía falta esperar el momento oportuno. Se disfrazaba de personal de algún oficio que requiriese de una furgoneta y actuaba con rapidez. De repartidor, de técnico, de vigilante… Esta vez, actuaría como empleado de la limpieza.
A las 17:00 entró empujando un cubo de basura en el centro comercial, con el uniforme de la empresa de servicios que adecentaba aquel enorme edificio. Se adentró en el pequeño pasillo que llevaba a los aseos y hacia una salida de mercancías, con acceso restringido al público. Era la única zona donde las cámaras de seguridad no registrarían su actuación.
Sólo tuvo que esperar tres minutos hasta que encontró al primer niño que entraba al servicio sin compañía adulta. Se cercioró de que tenía un buen margen.

De uno de los bolsillos sacó una pequeña bolsa de plástico. Tras abrirla, extrajo un paño húmedo. Se abalanzó sobre el pequeño y taponó su nariz, impregnando de cloroformo el tierno rostro infantil. La víctima desmayose al instante.
Como si fuera un pelele, Jacinto agarró al zagal por los brazos y lo introdujo con violenta rapidez en el cubo de basura que él mismo había colocado allí.

Nadie le había visto. Abrió las puertas destinadas al paso de mercancías y tras empujar el recipiente unos cinco metros, salió al exterior: donde la furgoneta esperaba.
Subió el contenedor a la parte trasera y lo fijó con correas a una de las paredes interiores de la desvencijada Fiat Ducato, recién comprada para la ocasión. Por último, aseguró la tapa con cinta aislante reforzada. Ninguno se había despertado antes, pero no le gustaba dejar cabos sueltos. No confiaba en el azar.

Tras cerrar la parte trasera, subió al vehículo y arrancó.

Varios nubarrones grises taparon el majestuoso Sol que brillaba en la tarde. Una fina lluvia comenzó a caer cuando Jacinto dejó el centro comercial para introducirse en la autopista, rumbo a un desértico paraje segoviano.

Tras diez minutos de tráfico intenso, el volumen de vehículos le permitió acelerar. Mas sin rebasar nunca una velocidad que pudiese seducir a los guardias civiles que pudieran estar al acecho de conductores temerarios. No quería pensar en qué podría suceder si le trincaban con lo que llevaba en la furgoneta.

Puso la radio. Varios periodistas deportivos discutían sobre los partidos de la jornada anterior. Que si el árbitro no tiene vergüenza, que si el “Villarato” es intolerable, que si Wayne Rooney dice que Pepe es un idiota… Un par de minutos después, cambió de emisora. Música de todas las clases. Esa mierda del futbol le ponía más nervioso aún.

Le reconfortó la soledad de la carretera. La llovizna seguía impasible, pero no impedía la conducción. Cuando cruzó el límite provincial, recordó que llevaba ya tiempo sin ver otro vehículo. Tras otros diez minutos, tomó una salida de la autopista, que le llevó a un camino rural sin asfaltar.

El barro y los charcos formaban curiosos islotes que no suponían ninguna dificultad para la furgoneta. Aunque eran las seis de la tarde, la oscuridad era cada vez más acuciante. La lluvia triplicó su potencia y una niebla espesa y lúgubre lo cubrió todo. Apenas veía tres metros por delante. La radio emitió una sarta de chasquidos para después quedarse en silencio, aunque todos sus indicadores estaban encendidos. La furgoneta se detuvo. Jacinto intentó ponerla de nuevo en marcha. Pero una y otra vez, no había respuesta por parte del motor de arranque.

Tras blasfemar gravemente, se quitó el cinturón. Pensó en qué hacer. Estaba sudando.

Sudando como un cerdo. Postura que él mismo comprobó tras mirarse en el retrovisor.

Pero al volver la vista al volante, descubrió algo reflejado en el espejo.

Unos ojos amarillos refulgían desde la ventanilla que comunicaba la cabina con la parte trasera.

Jacinto salió de la furgoneta en menos de un segundo. Saltó de su asiento como si tuviese un resorte, y de un golpe seco en el pasador, abrió la puerta a la par que saltaba al exterior. Además, extrajo una Heckler & Koch de 9mm con el cargador a rebosar de plomos.

Se encaminó hacia la parte trasera del furgón. Lentamente, abrió la puerta.
Todo estaba en orden. Allí dentro no había nadie. El cubo estaba amarrado, tal como lo dejó. Pateó su base con suavidad para comprobar que aquel mocoso seguía allí dentro. Y por el sonido y el peso, así era. Como era estúpido pensar que había salido de allí. El cloroformo mantenía ese estado durante mucho más de una hora. Y no había personas con ojos amarillos y que despidieran un extraño brillo en su mirada.

Imaginó que fue una alucinación provocada por el estrés emocional que le producían esas situaciones. Todo estaba en orden. El único problema era la furgoneta, que no quería arrancar. Decidió hacer un nuevo intento, no quedaba mucho para llegar a la finca. Volvió a subir al vehículo.

En ese momento, la espesa lluvia cesó. La niebla se desvaneció lentamente y el paisaje tomó consistencia. Y cuando pudo ver con claridad, no salió de su asombro. El caserón estaba a tan sólo veinte metros. Ya estaba dentro de la finca de aquel perturbado al que servía.

Extrajo el cubo de basura y lo empujó hasta la entrada. Cortó con una navaja todas las tiras de cinta aislante. Abrió el contenedor y sacó al niño. Estaba frío y flácido. Lo subió sobre un hombro y llamó al timbre. En ese momento, los acontecimientos pasaron muy rápido para Jacinto.

Primero, un intenso dolor en la cabeza. Luego, en el hombro. Y para finalizar, la sonrisa de aquel niño y sus brillantes ojos amarillos.

Cuando uno de los sicarios de Juárez abrió el portón, no encontró más que un cubo de basura apestoso y vacío.

Sin tener clara la noción del tiempo, Jacinto despertó entre terribles dolores.
Estaba tumbado en una camilla, atado a ella por decenas de lugares distintos.
Tenía la boca abierta. Un brazo metálico hacía algún trabajo en la parte inferior de su dentadura. Sólo podía mover los párpados. Varios seres le miraban desde una distancia cercana. Todos le dirigían aquellos ojos fulgurantes y esbozaban una sonrisa. No pudo ver nada más porque el dolor lo invadió. Tanto que se desmayó.

Y sin saber cuánto tiempo había pasado, de nuevo se reencontró con su consciencia en el mismo momento en el que pulsaba el timbre de aquella vetusta casa, otrora una iglesia.

Era como si le hubiesen enjaulado dentro de sí mismo. No quería ejecutar movimiento alguno, pero su cuerpo parecía tener otros propósitos.

Un asombrado guardián abrió la puerta.

— Pasa, el jefe lleva varias horas esperándote, tío.

Como si fuese un autómata, siguió al sicario de aspecto simiesco que le conduciría hasta Juárez.

Tras bajar una pronunciada escalera de caracol, encontraron a otros dos mercenarios armados, de guardia ante la entrada al moderno laboratorio.

La estancia, fuertemente iluminada, rezumaba un profundo olor a alcohol y desinfectante.

Una camilla de operaciones parecía esperar a un paciente, y todos los utensilios de cirujano brillaban como alhajas en la mesita metálica que acompañaba a la camilla.
De uno de los despachos aislados, salió un individuo acorbatado.

Se dirigió al recién llegado, observándole de arriba a abajo.

— ¿Qué cojones te pasa, muchacho? ¿Qué cojones significa este cubo mugriento? —gritó, señalando el objeto en el que había introducido al niño.

Jacinto no se inmutaba. Permanecía impávido ante el aliento de aquel matón.

— ¿Sabes? Tu silencio es como si me estuvieses llamando gilipollas a la cara…Y pienso que no es muy inteligente por tu parte. Igual que te perdoné la vida en el asunto del muelle portugués, puedo arrebatártela cuando quiera. — tres de los sicarios apuntaron a la cabeza de Jacinto con las armas de fuego —. Osea que; yo que tú, comenzaba a dar una explicación coherente al porqué no has traído un niño, tal y como acordamos. O mejor aún, explícame qué cojones has hecho con el chaval que has traído hace dos horas. Qué crees… ¿Que no te han visto mis hombres sacando un niño de este maldito contenedor?
Continua en el siguiente post---->

Comentarios

  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado enero 2012
    Jacinto permanecía impertérrito y en completo silencio. Aunque dentro de sí intentaba contar a gritos y con desesperación lo que le había ocurrido. Pero no tenía poder ni siquiera para parpadear.

    —Está bien, bastardo. Tú lo has querido. ¡Doctor, salga; es hora de trabajar!

    De uno de los despachos salió un tipo calvo que se ajustaba unos guantes de látex y se dirigía a la mesa de operaciones.

    — ¡Túmbate en la puta mesa! —le gritó uno de los lacayos, apretando con fuerza la pistola contra una de sus sienes.

    Jacinto no opuso resistencia y caminó hacia la camilla. Se recostó sobre ella y puso las manos entrelazadas sobre su pecho.

    Juárez acercose de nuevo:

    —Es la última oportunidad que te doy, hijo de puta. Si no me dices donde está el niño, no sólo te extraeré el páncreas por el que me pagarán cientos de miles de euros, sino que te quitaré todos los órganos por los que pueda sacar tajada. ¿Qué me dices, chico?

    El silencio y la mirada fija fueron las únicas respuestas.

    —Esta vez no será necesaria la anestesia, doctor — ordenó Juárez con firmeza, apartándose de la mesa.

    El cirujano dejó sobre la mesa la jeringuilla con los anestésicos, y comenzó trazando líneas discontinuas con rotulador sobre el torso de Jacinto, que mantenía la mirada fría: y la sonrisa.

    A pocos metros estaba Juárez, fumando un gran puro habano que acababa de encender, dispuesto a contemplar sádicamente el desarrollo de la extirpación.

    Los corpulentos sicarios preferían mantenerse ajenos a todo aquel proceso.

    Cuando el bisturí rasgó el primer centímetro de piel, Juárez esperó el doloroso berrido.

    Pero eso no sucedió. Jacinto seguía impasible, con su mirada fija y su extraña y desconcertante sonrisa. Incluso el cirujano pareció sorprendido de la insensibilidad del paciente. Miró a Juárez, que autorizó con un movimiento de cuello a que continuase con su trabajo.

    El bisturí continuó sesgando por donde le indicaban los trazos. La sangre manaba a borbotones y los guantes blancos del cirujano pronto se tiñeron rubicundos.

    Unas enormes pinzas de gubia comenzaron a cortar las costillas para facilitar la extracción. Cuando las tijeras produjeron el primer chasquido, Juárez dejó de mirar. Aquella carnicería era suficiente para él, incluso para alguien de su experiencia. No daba crédito a que el paciente ni se inmutase sin tener anestesia.
    Entonces, la puerta se abrió. Sorprendidos, los cuatro gorilas armados apuntaron a la vez hacia la puerta. El niño había vuelto. Sonreía, y exhibía unos brillantes ojos amarillos.

    Juárez sorprendiose gravemente por la visita inesperada. Pensaba que el niño había muerto, y por ello aquél imbécil optó por deshacerse del cuerpo, para evitar reprimendas. Pero evidentemente, su conjetura inicial acababa de ser violada.

    — ¡Cogedle! — gritó.

    Los sicarios se abalanzaron sobre el pequeño, pero las puertas se abrieron de nuevo.

    Cuatro individuos altos y calvos entraron en la sala. Todos parecían tener el mismo rostro, sencillo a la vez que desconocido. Los ojos de todos brillaban como los del pequeño.

    Los lacayos esperaron la orden que su jefe no tardó en pronunciar.

    — ¡Fuego!

    Las berettas escupieron casi toda su munición.

    Pero de poco sirvieron. Los agujeros de entrada y salida que provocaron, fueron reparados ipso facto. Uno de los guardias continuó disparando y vació el cargador.

    Los cuatro retrocedieron a la altura de su jefe. Cada vez entraban más tipos iguales en la sala. Todos se congregaban cerca del niño. De repente, comenzaron a caminar hacia ellos.

    — ¡Detenedlos! ¡Sacarlos de aquí! —gritaba Juárez despavorido, buscando refugio en la parte más alejada de la sala: la zona de operaciones. Allí estaba el cirujano, inmóvil, observando boquiabierto todo lo que sucedía.
    — ¡Haga algo, jodido anormal! —clamó al doctor, asiéndole de la pechera.
    En ese momento, Jacinto se levantó de la camilla. Mantenía la sonrisa. Pero ahora sus ojos también brillaban. Varios órganos tales como intestinos y otras vísceras cayeron al suelo desde la abertura que tenía en el tórax.
    Pero eso tampoco le detuvo. En el momento en el que todos los tipos que entraron con el niño rodearon a los sicarios, y se abalanzaban en un gigantesco abrazo sobre ellos, Jacinto saltaba para rodear con sus brazos al doctor y al traficante de órganos.

    El fulgor amarillo estalló en la sala. Segundos después, quedó en total diafanidad.

    Todos habían desaparecido.

    Cuando Juárez despertó, un campanilleo incesante le acuciaba. Sus ojos tardaron un poco más de lo habitual en acostumbrarse a la luz. El sonido se acrecentaba cada vez más. Estaba sentado en una silla. No se podía mover. Ni siquiera la cabeza. Sólo los ojos. Miró a la derecha. Había extrañas sillas vacías. Miró a la izquierda. Había sillas vacías y una ocupada. En ella había un cuerpo, y una especie de máquina haciéndole algo a ese cuerpo en la cabeza. Por la indumentaria, se trataba del cirujano. Unas pinzas estaban sacando el cerebro del cráneo, para introducirlo después en una especie de tinaja con luces refulgentes y azarosas.
    El campanilleo cesó, y eso lo alivió. Pero después de percibir el nuevo sonido, comprendió lo que estaba pasando: También le estaban haciendo algo en la cabeza.
    Escuchó el canto que produce el papel al despegarse. Una máquina le acababa de abrir la tapa de los sesos. Intentó gritar, pero le era imposible. De nuevo perdió la consciencia.

    Cuando la recuperó, el niño de los ojos amarillos sonreía. Le observaba desde arriba. Parecía que el pequeño le llevaba en brazos. ¿Cómo era posible? Veía lo que vería un recién nacido, imaginó. Tras pocos segundos, le hicieron girar la vista, fija a su posición, cual telescopio terrestre. El terror se apoderó de él de forma exuberante y angustiosa. Delante había una gran estantería con tarros cristalinos. Dentro, cerebros con nervios oculares y ojos flotando en una especie de líquido viscoso. Cuando le colocaron en la estantería, comprendió que ahora sólo era un encéfalo con ojos, metido en un gigantesco tarro de mermelada.
    Contempló como el niño apagaba la luz y abandonaba la oscura estancia donde se encontraba. Y salvo la oscuridad, es lo último que observó en muchos millones de años, los mismos que tardará en llegar al lejano destino que le espera.

    La Unidad dejó de nuevo a su espía en la Tierra. El pequeño niño rubio volvió con sus padres a las 21:00.

    — ¿Qué tal estuvo entonces la película, campeón? ¿Como se titulaba?
    —Camino hacia la eternidad.
    —Vaya… ¿Es de Disney?
    —No papi…pero no te preocupes. En esta película ganaron los buenos.

    Y abrazó a su padre. Sonreía.

    El emisor que llevaba en uno de los molares envió a la base situada en la nube de Oort aquel dulce sentimiento y la poderosa energía que recorría el cuerpo del ser humano cuando abrazaba y sentía el cariño del calor paterno.

    Tarde o temprano, descubrirían cómo poder sentir y utilizar aquella energía maravillosa, aquello que llevaban buscando durante la infinita eternidad.
  • DragonDragon Lope de Vega s.XVII
    editado enero 2012
    Otro buen relato tuyo.Este me ha gustado tanto como los anteriores.Al empezar a leer algo tuyo, se me encoge el estómago una mijita, porque hijo, otra cosa no sé, pero lo que es dejar a la peña algo consternada, la dejas, por lo menos a mí, que me quedo siempre con el corazón a mil por hora con estos relatos de miedo o ciencia ficción, ( o como lo quieran llamar, :D:D ).Creo que eso se trata, me explico.Que logras cautivar a la gente con los relatos y mantenerlos, ( a la peña me refiero ), pegados al monitor, ´pa ver que vá a suceder.Y que conste en acta; que a mi este tipo de lectura no me vá mucho, asi que comigo, has ganado a una lectora, que seguirá leyendo todo lo que pongas.Un saludo desde el sur.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado enero 2012
    Siempre logras ponerme los pelos de punta con tus relatos:eek::eek:;)
  • DragonDragon Lope de Vega s.XVII
    editado enero 2012
    Jajajajajajjaa !!!!!Hasta a Amparín le pones los pelos de punta !!!Sería mágico ver a Amparín con los pelos hechos un cristo. ¿ Ves lo que hacen tus relatos, quillo ?:D:D:D:D
    Nunca mejor dicho, escribes de miedo.
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado enero 2012
    Dragón, enternéceme leer semejantes comentarios. Para mí es un gran éxito que reflejen acerca de uno de mis relatos lo que has comentado tú. Por tanto, no puedo más que agradecerte tales palabras, y esa futura relación con mis textos, con la que me siento honrado. Mil gracias de nuevo, alegrome que te gustara el manuscrito.
    Y a Amparo, pues que la voy a decir... Sus bonhomiosas palabras tanto aquí como en mi blog, hacen que me quite el sombrero ante ella.
    Gracias a las dos, y a los hipotéticos nuevos comentarios que surjan.
    Saludos
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