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Mas Información, menos conocimiento / Mario Vargas Llosa

juanchojuancho Francisco de Quevedo s. XVII
editado septiembre 2011 en General
No comparto necesariamente todo lo mencionado por MVLL en este articulo, pero me pareció interesante pegarlo y compartirlo con ustedes.



Por: Mario Vargas Llosa
Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.
Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”.
Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.
Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.
Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.
Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.
No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?
No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros”.
Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la Paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?
La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.
Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que –para qué engañarnos– no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.

Comentarios

  • redwineredwine Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2011
    Me parece muy bueno el artículo, y un tema de debate muy interesante. Yo no sé si me he vuelto más tonto desde que hay internet (o peor aún, me he vuelto más tonto SIN ayuda de internet), el caso es que siempre he tenido problemas de concentración, y aunque puedo pasarme horas leyendo suelo alternar entre dos o más lecturas, me cuesta centrarme en un solo tema.

    Con esto quiero decir que ese problema ya ocurría antes de internet, con la TV o los periódicos, que prefieren dar muchas informaciones brevemente antes que profundizar en un tema importante, por miedo a que los lectores/espectadores se aburran. Resultado: no sólo nos volvemos más tontos y vagos, sino más infantiles (¿hasta qué edad se alarga ahora la adolescencia?). Para entender algo necesitamos que nos lo den bien masticadito, con frases cortas, o mejor con un slogan del tipo "los inmigrantes nos quitan el trabajo". Interesa una cultura de "usar y tirar", las noticias "caducan" a los dos días...

    Y sí, internet lleva todo eso al extremo, por eso me da miedo que en las escuelas los niños manejen antes ordenadores que libros. Una vez leí algo que me hizo pensar: que mientras nuestro nivel tecnológico va a una velocidad de 100, nuestro nivel ético va mucho más lento, a 50. Lo decían a propósito de las armas nucleares, pero se puede aplicar a cualquier cosa: no estamos preparados para manejar todos los avances que hemos creado. Las herramientas no son buenas ni malas, sino el uso que se hace de ellas.

    Me quedo con esta frase del artículo:

    un llamado de atención que –para qué engañarnos– no será escuchado.
  • GRECIAGRECIA Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado agosto 2011
    Antes era complicado conocer ciertos temas por falta de información, las noticias llegaban en menor número, más tarde y desde un único punto de vista, etc. A medida que pasa el tiempo, la variedad aumenta pues tenemos lo antiguo y lo nuevo, lo tenemos más rápido, más cómodo, desde diferentes puntos de vista... ¿Es esto malo? Yo no lo veo así ;)

    Como comenta redwine, "Las herramientas no son buenas ni malas, sino el uso que se hace de ellas". Numerosos expertos han comentado la necesidad de SELECCIONAR todo aquello que percibimos, pues no podemos absorber todo el conocimiento que nos llega a diario. Esto siempre se ha hecho así (un psicólogo te dirá que no recuerdas dónde tenáis tu mano izquierda hace media hora porque tu mente eliminó ese recuerdo al considerarlo inútil) y de hecho es lo que nos diferencia de las máquinas: las máquinas retienen todo lo que procesan, el ser humano tiene la capacidad de eliminar con facilidad lo superfluo (los que siguen el ajedrez saben que esta es la ventaja de un humano frente a una computadora en una partida de ajedrez, pues, mientras el humano de forma intuitiva maneja solo 3 ó 4 movimientos por turno, la computadora procesa absolutamente todas las jugadas posibles con la misma probabilidad de ejecutarlas).

    Es decir, que simplemente las necesidades han cambiado. La capacidad de adaptación al medio, que se suele decir :p
  • ferbr1ferbr1 Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2011
    Si no recuerdo mal, en El amante de Lady Chatterley le pasa algo parecido al bobalicón del marido de Lady Chatterley, el cual se pasa horas y horas rumiando frente a un aparato de radio, para desesperación de la buena señora, que apaga su aburrimiento con el jardinero.

    Actualización: sí, era en El amante de Lady Chatterley. Lo comprobé en internet, y me costó tanto como hacer una búsqueda de un PDF de esa novela y buscar "radio" con el buscador interno del documento. El marido cornudo se llamaba Clifford.
  • AfrodriguezAfrodriguez Fernando de Rojas s.XV
    editado septiembre 2011
    Buen artículo, sí señor y buen tema de discusión.

    Es el viejo tema de "Apocalípticos e integrados en la cultura de masas" de Umberto Eco, que nos habla de las dos grandes posturas ante los medios de comunicación modernos (prensa, radio, TV...) y la cultura de masas que todo lo devora y homogeneiza. El progreso siempre cosecha críticos y fanáticos a partes iguales y en realidad no es ni bueno ni malo, tienen sus pros y sus contras, y el problema es en el fondo de adaptación.
    Si se utiliza bien, la Red es la bomba y está llena de posibilidades, aunque tenga sus inconvenientes.

    A mí me cuesta mucho concentrarme cuando leo en la pantalla, es como si mi mente no le otorgara mucha fiabilidad a lo que leo en el ordenador y no retengo nada. Es como si supiera que siempre lo voy a tener ahí. Así que a veces me veo en el acto absurdo de imprimir unas páginas, leerlas y a continuación tirarlas a la papelera y seguir navegando.

    En fin, cosas de viejo.

    Salud y libros

    Antonio F. Rodríguez
    [La antigua Biblos]
    http://laAntiguaBiblos.blogspot.com
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