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Diario de un dependiente, capítulo 1

DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado junio 2011 en Humorística
The Clash – I fought the law

20/02/2010 – Sábado.

Hoy he sido víctima de un robo.
Ya desde por la mañana, me acompañaba la familiar sensación de que aquel iba a ser un día duro. Uno de esos días en los que el constante deseo de que llegue la hora de volver a la cama se mantiene en lo alto de su trono.
Las pesadas cortinas metálicas cubiertas de legañas en las que se habían convertido mis párpados durante la noche se abrieron con un oxidado chirrido que me hizo apretar los dientes, causando que, como si de una reminiscencia de la noche anterior se tratara, una certeza aletease hasta mi lóbulo frontal.
Me duele la cabeza.
—Mucha fiesta ayer, ¿eh? —Se burló una voz que me resultaba familiar—. Es lo que tienen los cumpleaños.
Me incorporé con tanta rapidez como mi entumecido cuerpo me permitió —de hecho, no me habría extrañado que todos mis huesos empezaran a crujir como si llevasen años en la misma postura— para encontrarme con mi tío sentado al borde de la cama. Me miraba con sus diminutos ojos entreabiertos, y exhibía una sonrisa casi sardónica, enmarcada por su negra perilla. El respingo que di a punto estuvo de hacerme caer al suelo.
— ¡Dios! —Me llevé la mano al pecho de forma mecánica, como si estuviese sufriendo un ataque al corazón. Sin embargo, cuando mi cerebro quiso convencerse de que mi habitación no estaba siendo atacada por alguna especie de monstruo, añadí con la boca pastosa—. ¿Qué haces aquí?
—Tengo turno en la carpintería, así que hoy tienes que cerrar tú la tienda —explicó, sin deshacer su incisivo visaje.
Aunque mi cerebro aún estaba adormilado, mis ojos no tardaron en acostumbrarse a estar despiertos; y, una vez repuesto del susto, pude examinar a mi tío con más calma.
Aun en la oscuridad, su cabeza rapada brillaba como una bombilla, y su mueca burlona; unida a su moderna camiseta, sus muñequeras negras y sus vaqueros desgastados; acentuaba aún más su fachada de eterno adolescente.
—Dios… —proferí una vez más, desganado, mientras me frotaba los ojos con ímpetu—. ¿Y no podías haberme mandado un mensaje?
— ¿Y perderme tu cara? No, gracias —respondió este, con un pueril y exagerado tono que acentuó aún más su malicioso rictus; aunque, tras unos segundos de silencio, agregó con más serenidad—. Vengo a comer.
¡Vaya! Otra broma que no hace ninguna gracia… pero al menos esta vez la víctima será mi padre y no yo, pensé, pero me resistí a decírselo en voz alta. Me limité a esperar a que su alta y corpulenta figura de gorila desapareciese por el hueco de la puerta.
Por cierto, no me he presentado. Mi nombre es Ignacio Janer Rodríguez, aunque todo el mundo me suele llamar Nacho; soy estudiante de Derecho en una desastrada y desastrosa cuna de zombies sociales llamada universidad pública; y, de mis veinte años de vida —recién cumplidos, por cierto. Ayer mismo, mi madre ponía sobre mis manos este libro de notas (obsequio típico de ella, que siempre ha sido… una mujer de naturaleza desapegada a los entretenimientos modernos. Los últimos regalos de cumpleaños que me ha hecho han sido un manual de papiroflexia, un bloc de dibujo y un equipo de acampada), envuelto en papel de regalo de color azul brillante—, llevo los cuatro últimos arrastrando el culo por la tienda de mi tío… en sentido figurado, claro.
Dicho esto, volveré al tema que nos ocupa:
Me levanté y apenas tuve tiempo para ducharme, vestirme y llevarme un vaso de café con abundante leche y un par de tostadas a la boca, pues mi tío se pasó todo el rato detrás de mí en plan “mosca cojonera”. A pesar de todo, sí que conseguí sacar un par de minutos para contemplar mi desafortunado semblante ante el espejo.
Una mata de desordenado pelo negro se desparramaba por mi cabeza en todas las direcciones, cubriendo las primeras pulgadas de una piel blanca como la tiza. Mi nariz brotaba como un enrojecido y triangular peñasco sobre unos labios que se fruncían entre dos comisuras casi inexistentes, repletas de agotamiento y pasta de dientes. Mis ojos, oscuros y saltones, examinaban todo esto preñados de una resacosa desidia.
Feliz veinte cumpleaños.
En cuanto salí del baño, me di de bruces con mi tío, que me esperaba frente a la puerta con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Ya me voy, ya me voy… —rezongué con tono desapasionado antes de coger la mochila y las llaves y enfilar en pasillo en dirección a la calle.
Cuando salí de casa, tanto las apremiantes quejas de mi tío como la apresurada despedida de mi madre y el “buenos días” de mi padre, el cual sonó más bien como un onomatopéyico murmullo, quedaron atrás. Simplemente se estrellaron contra la puerta.
—Gracias, bendito trozo de madera —suspiré antes de arrancar.
Mientras mis endebles y vacilantes pasos se dirigían a la tienda, pensé que me lo tenía merecido. Desde que mi tío, doce años atrás, decidió intentar establecerse como autónomo y montar una tienda de discos, aquel lugar me había fascinado, y no era para menos. Podía pasarme una tarde entera entre montañas de discos sin enterarme siquiera de cómo pasaba el tiempo.
Prácticamente me he criado entre canciones, desde que, a mis escasos seis años, mi tío me regaló mi primera cinta a escondidas de mis padres, el Are you experienced?, de The Jimi Hendrix Experience, con un par de temas de Black Sabbath al final de la cara B. Desde luego, si hubiera sabido que me pasaría toda mi edad laboral (al menos hasta la fecha) entre las paredes de esa dichosa tienda, me habría reservado un poco de mi embeleso infantil.
Apenas media hora después de haber dejado atrás el repentino y humorístico ataque de dictatorial manipulación laboral de mi tío, las persianas metálicas de la tienda ya estaban abiertas, las luces encendidas, el cartel verde de la puerta, con la inscripción que, en letras rojas, rezaba “Abierto”, ya girado, y yo ya me encontraba detrás del mostrador, con la misma cara de tedio que llevaba arrastrando desde que salí de la cama. Ante mis pupilas, una vez más, se encontraba el DiscoBox.
El local estaba dividido en dos pasillos separados por un compendio de mesas, pobladas a su vez por cajones de madera en cuyo interior criaban polvo todos los discos de moda, desde subproductos de concurso televisivo hasta booms internacionales encarnados en dulces niños de cara andrógina y voz aún aflautada. Salvo la trastienda, que se encontraba tras la puerta del fondo; y el escaparate, que ocupaba, junto a la puerta y el mostrador, toda una cara del establecimiento; todo lo demás estaba forrado de estanterías repletas de mercancía. Ofertas, clásicos, rock nacional, rock internacional
¡Ah, sí! Se me olvidaba lo del robo.
Llevaba ya cerca de una hora tras el mostrador cuando la campanilla que sonaba cada vez que la puerta se abría lo hizo. Creía estar seguro de saber quién era la persona que acababa de entrar, así que seguí con mi ojerosa mirada clavada en el mostrador, mientras los pasos sonaban cada vez más cercanos.
— ¡Dame todo lo que tengas en la caja, chaval! —gritó una voz distinta a la que esperaba escuchar, disipando de golpe toda mi apatía.
— ¿Qué pasa? —pregunté alarmado, mientras alzaba la vista.
A pocos centímetros de mi cara, se encontraba el brillante filo de una navaja.
El arma danzaba sin parar, esgrimida por las temblorosas manos de un hombre de aspecto desaliñado y con el rostro cubierto por una braga negra.
Durante unos segundos, tuve la impresión de que el propio atracador vacilaba al ver la expresión de mi rostro. No obstante, si aquel momento de duda existió, fue completamente pasajero.
— ¡Abre la caja y dame la pasta, chaval! ¡Y nada de tonterías! —atronó de nuevo el cutre hampón, más encolerizado aún que en la ocasión anterior.
—Acabo de abrir —murmuré, aún arrastrando las palabras, mientras abría la caja y le mostraba su interior. No había nada salvo un par de tickets y una goma elástica de un apagado color verde.

Comentarios

  • DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2011
    Por algún motivo, los leves instantes de duda, imaginarios o no, habían barrido de un plumazo la sorpresa y el temor iniciales.
    Es curioso cómo reacciona en ocasiones la mente humana. Cierto día, años atrás, un tipo intentó atracar a dos amigos míos. Les cortó el paso en un callejón y les exigió que sacasen todo lo que llevaran encima. A día de hoy, ninguno de los dos sabe con exactitud por qué sucedió lo que sucedió, aunque quizá fuese porque la presión del momento era demasiado para ellos. La cuestión fue que no pudieron soportarlo, y, antes de que el ladrón tuviera oportunidad de reiterar su orden, se echaron a reír. El atracador no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Había adoptado una pose amenazadora, les había gritado y estaba dispuesto a agredirles, pero, por algún motivo, algo se había roto en su actitud, y por mucho que intentase recomponerla, por mucho que les gritara, por mucho que les cogiera del cuello de la camiseta y les zarandease como a un par de trapos viejos, no había nada que pudiese decir o hacer para evitar que mis dos amigos se partieran de risa en su cara de forma descontrolada. Al final, al tipo no le quedó más remedio que claudicar y salir de allí con la moral por los suelos.
    En ese instante había ocurrido algo parecido. Aquel hombre no solo había perdido cualquier viso de credibilidad que pudiera tener en los momentos previos al asalto, sino que además, la molestia de tener que soportarlo precisamente yo, estando como estábamos en una calle repleta de negocios, quebró mi paciencia como si de una rama seca se tratase. ¿Por qué un hombre, de buenas a primeras, decidía que iba a lucrarse con el sudor de otro ser humano? ¿Quién o qué era el supremo ser que jugaba al teatrillo de guiñoles con la concupiscencia y la pasividad, y colocaba a unos pocos “otros” sobre un enorme lecho de “pringados”? ¿No era suficiente con una sola legión de garrapatas que se hacían llamar a sí mismas “clase política”, que además la humanidad tenía que soportar impávida cómo chupaba su sangre un nuevo grupúsculo de ladrones? Sin embargo, todas aquellas protestas murieron antes de llegar a mis labios. Quizás estaba siendo injusto, y aquel tipo estaba maniatado por las circunstancias. Después de todo, es el propio sistema quien crea a los monstruos… además está el hecho de que había pocas cosas que me apeteciesen menos en ese momento que enfrentarme a un hombre que empuñaba una navaja. Y menos aún enfrentarme a uno lo bastante estúpido como para intentar atracar un establecimiento que acababa de abrir.
    De todas formas, el malogrado delincuente no se mostraba dispuesto a arrojar la toalla.
    — ¡Pues dame todo lo que tengas! —insistió a la desesperada, después de pasarse la mano libre por su enmarañado y sucio pelo negro.
    —Si me permites una sugerencia… —Me levanté y salí del mostrador, procurando mantenerme lo más alejado posible del arma, mientras este incrustaba en mi rostro una mirada que mezclaba de forma homogénea el nerviosismo, la curiosidad y la cólera—. Estamos en una tienda de discos, así que lo mejor que puedes llevarte de aquí son discos.
    —Eh… de acuerdo —farfulló, aunque, en un intento por recomponer su autoridad, resentida de forma considerable, adicionó a voz en grito—. ¡Pues coge una bolsa y mete todos los discos que puedas!
    — ¿Todos los que pueda? —Una risa nerviosa restalló en mi boca. La lógica me imploraba a gritos que acabase con aquel frustrado espolio, pero mi orgullo de vendedor de discos obró por mí. Tras coger una de las blancas bolsas de plástico con la lectura “DiscoBox” y el logotipo de la tienda estampados sobre uno de sus costados, indiqué—. Sígueme.
    [FONT=&quot]Y, dicho esto, comencé la excursión por las estanterías.[/FONT]
  • DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2011
    —No todos los discos valen dinero —explicaba mientras tanto—. Bueno, sí, pero en realidad las novedades son pura basura, tienen un precio bastante alto porque este tipo de cosas funcionan muy bien en la radio; sin embargo, no son un buen producto para comprar… o robar —titubeé—. Ahora mismo el mercado está saturado de estos discos, demasiado como para que puedas sacar algo decente vendiéndolos. —Al mismo tiempo que decía aquello, mi mano libre se movió en un gesto que pretendía englobar todo el contenido de los cajones situados en el centro de la tienda—. La mayoría de mis clientes y, por extensión, la mayoría de la gente que compra música, busca productos de calidad: ¿Para qué iba a gastarse alguien veinte euros por un disco que ha escuchado doscientas veces en la radio y que encima, como acabo de decir, es una basura? Para eso están Dark Side of the Moon, o Led Zeppelin II, discos que, aun siendo los más buscados por compradores habituales, son menos numerosos en el mercado. Además, cualquier imbécil puede inventarse algo para vender una colección potable de discos. No sé si me explico… —agregué en tono conciliador. Tampoco me apetecía que el atracador pensase que le estaba llamando imbécil.
    Pero, al girarme hacia él, vi cómo su cabeza se balanceaba hacia adelante en un gesto de abúlico asentimiento. A esas alturas, no me costaba demasiado componer una imagen mental de su abrumada expresión bajo aquella braga negra.
    —Está bien, tío —murmuró este al fin—. Pues mete los que más valgan, ¡Y mucho ojo con intentar tomarme el pelo! —añadió, en un intento más de reafirmarse en su posición dominante.
    —Vale, clásicos —indiqué, señalando una estantería al fondo del local—. El Never Mind the Bollocks es el disco más influyente del punk, así que tiene bastante salida… ¡Oh! Aquí está el OK Computer, es genial; y A night at the Opera… veamos en directos —comenté de forma distraída, avanzando hacia la estantería más cercana a la puerta—. ¡Aquí está! El Made in Japan, un “discazo”. También te pondré algo de los Iron Maiden…
    —No, no quiero nada de losMaiden, son una mierda —me interrumpió el ladrón con sequedad.
    En aquel momento, pese a que la navaja temblaba más que nunca en su mano, un bufido de incredulidad consiguió frustrar todos mis intentos de contenerlo.
    — ¿Qué pasa? —inquirió, mientras alzaba el arma todavía más.
    — ¿Cómo puedes decir eso? —protesté, con un tono vehemente que rozaba la temeridad—. Iron Maiden es uno de los mejores grupos de la historia.
    — ¡Y una mierda! —Me soltó el atracador, como si hubiese olvidado por completo que se encontraba allí para cometer un delito y no para participar en un debate musical—. No hay que ser un puto genio para ver que hace años que se quedaron sin talento, si es que lo tuvieron alguna vez… ¡Por favor! ¡Si no hacen más que sacar directos!
    — ¿En el Piece of Mind no hay talento? ¿Y en el Powerslave? —exclamé, a pesar de ser plenamente consciente de que, cada vez que alzaba la voz, la mano con la que el atracador sujetaba la navaja temblaba un poco más.
    —Bueno, por lo menos los discos de Bruce Dickinson se pueden escuchar ¿pero qué me dices de cuando Blaze era el cantante? The X Factor, menuda mierda… ¿Y qué están haciendo últimamente? Solo sacan un puto recopilatorio tras otro…
    — ¿Pero de qué estamos hablando? —Le interrumpí—. ¿Del cambio de cantante o de si tienen o no talento? Vale, en la época de Blaze no pasaban por su mejor momento, pero de ahí a que no tengan nada de talento… Además —añadí, recobrando de golpe el sentido común. ¿Pero qué hago yo discutiendo con alguien que me está robando?, me dije, maldiciendo mi estupidez. ¡Que se vaya de una vez!—. ¿Tú no querías discos a los que pudieses sacar partido? Pues los de Iron Maiden con Bruce Dickinson antes de dejar la banda son los mejores.
    En ese mismo instante, la campana sonó una vez más, a la espalda del atracador; pero yo no me sentía con la suficiente tranquilidad como para apartar la mirada de él (o, mejor dicho, del filo de la navaja) y comprobar la identidad de la persona que acababa de cruzar la puerta.
    — ¡Vale, joder! ¡Me llevo el Live after death! —zanjó el asaltante al cabo de un tenso silencio, mientras estiraba su mano libre hacia la estantería y cogía el cedé con cierta violencia—. ¡Dame la puta bolsa!
    Se la extendí de inmediato, y este la cogió con el mismo vigor que había utilizado para asir el disco.
    — ¡Como no saque pasta…! —amenazó, retrocediendo hasta la salida. Pero antes de franquearla se giró hacia la persona que acababa de entrar y, a la vez que exhibía la afilada cuchilla ante sus ojos, le espetó—. ¡Y tú no has visto nada!
    Cuando el atracador abandonó la tienda, mi vista se pegó al nuevo visitante. Dani, entre rápidos pestañeos, alternaba la mirada entre la puerta y mi persona.
    —Hola tío —saludé, de vuelta al mostrador.
    —Hola —musitó este—. Oye… ¿de qué iba todo eso?
    — ¿El qué? —Me hice el sorprendido, pero Dani me miró con los ojos abiertos de par en par y exclamó.
    — ¡El tío con la navaja!
    —Ah, tranquilo. —Mis labios se combaron para formar una sonrisa mordaz—. Solo era un atracador, pero la caja estaba vacía.
    Al oír aquello, el gesto de mi amigo se relajó. Con una mansa lentitud, acabó por encogerse de hombros y acercarse él también al mostrador, donde yo ya me encontraba escarbando entre mis discos, en busca del idóneo para escuchar en ese momento.
    —Cuando se entere de que los discos que le has dado son solo cajas vacías para exponer en la tienda, no creo que le haga mucha gracia —razonó, pero yo no le hice mucho caso.
    —Ya… bueno… —comenté cuando, con una sonrisa triunfal, metí el cedé elegido en el reproductor—. Al menos me ha animado la tarde.
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