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La fuga

DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado abril 2011 en Terror
Escribí este relato hace cosa de un par de años, y hoy me he vuelto a acordar de que lo tenía (ha aparecido de forma milagrosa en un CD viejo).

Espero que os guste:

LA FUGA



— ¿Por qué está usted aquí, señor Martin? —preguntó con deferencia la aguda y cascada voz del inspector.
Al fin, sus ojos se acostumbraron a la fuerte luz del flexo, y el hombre pudo deslizar la mirada por cada detalle de su interlocutor. Sus arrugas, su lacio pelo gris, sus ojeras… Aquel viejo podía parecer un débil y polvoriento fantasma de traje marrón, pero le había hecho una buena pregunta.
¿Por qué estaba allí? Ardía en deseos de saberlo.

* * * *

Joseph despertó en una habitación de paredes acolchadas, cubiertas con una tela marrón y húmeda cuyo relleno, un material parecido a la gomaespuma, escapaba por decenas de desgarrones. Cada centímetro de aquel maltrecho tejido desprendía un olor nauseabundo.
Mientras se incorporaba con dificultad, gruesas gotas de sudor frío cayeron por su rostro. Sentía ganas de vomitar.
Se apoyó contra una de las paredes, respirando con dificultad.
— ¿Qué demonios…? —murmuró, con la boca pastosa, pero un nuevo detalle invadió su campo de visión a tiempo para interrumpir la pregunta. La gruesa lámina de metal que le separaba del exterior estaba abierta.
Se aproximó a la puerta con pasos tambaleantes, mientras su cabeza repetía de forma machacona la misma pregunta. ¿Quiénes eran los que le habían metido allí y dónde se encontraban?
Al otro lado de la puerta le esperaba un estrecho y largo pasillo que, de no ser por las blancas luces que aguardaban al final de un recodo, y por el tenue resplandor de la bombilla que iluminaba la estancia que acababa de abandonar, estaría envuelto en una oscuridad total.
— ¿Hola? —murmuró con languidez, pero, sin saber con certeza por qué, se arrepintió de inmediato.
El sonido de sus pisadas rompió el silencio.

* * * *

— ¿Un psiquiátrico abandonado? ¿Cómo sabe eso, señor Martin? —preguntó de nuevo el hombre sentado frente a Joseph, interrumpiendo su narración de lo sucedido.
—Paredes acolchadas, puertas metálicas… —respondió éste, presa de una forzosa e incómoda resignación—. ¿Qué otra cosa podría ser?
Sin embargo, el inspector apartó la mirada y pasó la mano por su canoso cabello. Daba la impresión de que esperaba otra respuesta.

* * * *

Por mucho que intentara enfocar su mirada no veía nada más allá del cegador brillo que le había recibido al doblar la esquina, pero, a medida que sus pupilas se achicaban, no tardó en distinguir más detalles del nuevo pasillo. Las paredes estaban cubiertas de azulejos que, antes de estar casi todos resquebrajados o repletos de mugre, mostraban un tornasolado color blanco. Junto al techo, un par de estrechas tuberías atravesaban el corredor, dejando a su paso alguna débil fuga que en su día debió haber provocado la aparición del moho que las revestía. Y justo sobre su cabeza, los fluorescentes ejercían de brillantes testigos de la decadencia que les rodeaba.
Mientras se frotaba los ojos con vehemencia, reemprendió la marcha.
Llevaba recorridos ya varios metros cuando se dio cuenta de que en aquel pasillo también había habitaciones. Un desfile de puertas hundidas en sus respectivas celdas dejaba tras de sí una sucesión de huecos como gigantescas bocas sin dientes que brotaban de la pared. Joseph solo tuvo que mirar de refilón al interior de un par de salas para saber que todas estaban vacías. Si había allí alguien más que él, también había escapado.
A pesar de saberse —o intuirse— el único habitante del corredor, sentía miles de ojos clavados en su nuca, miles de oídos atentos a sus pasos, miles de manos aferrando su pecho, y miles de bocas estrellando preguntas contra sus tímpanos. Su mente estaba empezando a rememorar.

* * * *

— ¿Y qué se preguntaba?
El interrogado cerró los ojos por un instante, en un innecesario intento de concentrarse. La respuesta estaba clara.
—Me preguntaba por mi hijo.

* * * *

Recorrió el pasillo con rapidez, convencido de que si corría a la suficiente velocidad podría escapar del acribillamiento al que su memoria le estaba sometiendo. No obstante, la repentina interrupción del silencio le obligó a frenar en seco. A su izquierda, la luz de un fluorescente había comenzado a temblar, produciendo un sonido similar al vuelo de un moscardón.
Permaneció unos segundos con la vista fija en el fluorescente, tratando de convencer a sus alarmados sentidos de que no le había asaltado ningún monstruo. Pero su alivio se esfumó cuando cayó en la cuenta de que aquel no era el único sonido que escuchaba. En la lejanía, los golpes secos que suele causar un par de zapatos repiqueteaban cada vez con mayor intensidad.

* * * *

Comentarios

  • DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2011
    — ¿Quién le perseguía, señor Martin? ¿Los secuestradores?
    —No —respondió, meditabundo—. Bueno… al menos, no solamente… —se explicó, pero se interrumpió al ver la expresión del anciano inspector.

    * * * *


    Mientras avanzaba de pasillo en pasillo, tratando de alejarse de las pisadas, las preguntas se esfumaron para dar paso a la única realidad que ocupaba su mente: esa gente debía tener a su hijo en algún lugar.
    A su espalda, mientras tanto, los pasos cada vez eran más sonoros. Casi podía percibir el aliento del perseguidor en su nuca.
    A pesar de las circunstancias, y aunque lo hiciese como un lejano susurro, la lógica hizo acto de presencia. Si quieres saber qué está pasando, tienes que averiguar de quién estás huyendo.
    ¿Pero cómo se suponía que iba a hacer eso?
    Llegó hasta un corredor sustancialmente más largo que los anteriores, cuyos fluorescentes, al igual que en el que había dejado atrás nada más salir de su celda, estaban fundidos.
    Una de las tuberías goteaba a un par de metros a su izquierda, y su rítmico sonido se entremezclaba con el de las pisadas.
    Ahora o nunca, pensó.
    Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, detuvo su carrera y esperó.
    Los pasos cada vez sonaban más cercanos, y Joseph no tardó en descubrir que no se trataba de uno, sino de dos pares de zapatos chocando contra las baldosas. Pronto, el rumor de la conversación de los dos extraños se unió a los demás ruidos.
    Primero aparecieron sus dos sombras, recortadas contra los sucios azulejos. El fugitivo apretó los puños y luchó con todas sus fuerzas por permanecer inmóvil y en silencio, mientras los contornos aumentaban su tamaño sobre la pared. Aunque cambiase de opinión y echase a correr, nada podría evitar ya que le viesen.
    Al fin, las dos figuras aparecieron en el pasillo, iluminadas por los fluorescentes. Eran dos hombres corpulentos, cuyos rostros no acertaba a distinguir. Llevaban camisas blancas y uno de ellos sostenía una pistola. Al parecer, ellos tampoco le distinguían a él, pero ya se habían percatado de su presencia.
    — ¡Ahí hay uno! —gritó el de la derecha—. ¡Eh! ¡Tú!
    Antes de que al otro le diese tiempo a apuntarle con su arma, Joseph ya había echado a correr por el pasillo.

    * * * *


    — ¿Cómo supo que eran los secuestradores, señor Martin?
    —Es evidente —le espetó, ligeramente molesto, pero el viejo negó con la cabeza.
    —No para mí —le contradijo.

    * * * *


    Durante su carrera, los secuestradores no dejaron de llamarle a gritos.
    A ambos lados, las puertas abiertas se sucedían como diapositivas. Los matones estaban demasiado cerca de él como para que pudiera esconderse con éxito en una de las habitaciones.
    Las pisadas de los secuestradores le martilleaban los oídos y le producían de nuevo aquella sensación que había intentado dejar atrás.
    Las preguntas volvían a bullir.

    * * * *


    —Si me permite la interrupción, señor Martin —volvió a hablar el inspector, sin perder su tono sosegado—. Antes me dijo que no solamente huía de los secuestradores, ¿a qué se refería exactamente?
    —No sea impaciente —contestó burlón.

    * * * *


    Hacía tiempo que no oía a sus perseguidores, y se encontraba exhausto. Tras jadear y llevarse las manos a los costados, examinó el lugar en el que se encontraba.
    Estaba en un pasillo largo y con grandes ventanas que, a pesar del polvo de sus cristales, permitían ver el cielo nocturno. Debía ser otra ala del edificio.
    Prestó atención para saber cuánta ventaja había sacado a sus captores, pero ni siquiera oía el ruido de sus zapatos. El silencio volvía a ser total.
    Avanzó con paso titubeante hasta el fondo del pasillo, donde una reja cubierta por el óxido que ocupaba toda la estancia le esperaba entreabierta. Al cerrar su mano en torno a un barrote, su tacto rasposo le arañó la piel; y cuando la abrió del todo, un chirrido desgarró el silencio.
    Estaba cerrando la puerta, con la idea de cortar el paso a los secuestradores, cuando una rodilla le empotró contra el suelo, y el sabor de la sangre impregnó su boca. Antes de poder abrir los ojos, Joseph sintió cómo las manos huesudas de quien se le hubiese echado encima se cerraban en torno a su cuello. De nuevo, veía la cara de su hijo, tan cerca que casi la podía tocar. Los recuerdos se le clavaron como punzones.
    Después de un gran esfuerzo, logró abrir los ojos. Ante él se encontraba un hombre tan consumido que ya ni parecía tal cosa, que le estrangulaba con el rostro desencajado. Mientras cerraba su tráquea con los pulgares, le enseñaba sus dientes podridos y le perforaba con sus ojos inyectados en sangre. Estaba frío y huesudo como un cadáver.
    Sin embargo, Joseph consiguió liberarse, tras propinar a aquel ser un fuerte empujón, y se arrodilló para respirar unos instantes, pero aquel tipo volvió a abalanzarse sobre él mientras berreaba ininteligibles imprecaciones.
    — ¡FUISTE TÚ, CABRÓN HIJO DE PUTA, FUISTE TÚ! —Logró entender antes de, atenazado por el miedo, reaccionar de forma automática.
    Con todas sus fuerzas, arrojó a aquel hombre contra la reja oxidada. El impacto fue tal que ni siquiera se explicaba cómo pudo seguir emitiendo sus lastimeros quejidos mientras caía al suelo. Dispuesto a aprovechar la situación, cogió a la criatura por la pechera de su raída camisa y la empotró de nuevo contra la reja.
    — ¿Por qué me ha atacado? —gritó—. ¿Quién es usted?
    — ¡Tú me has hecho esto! —Su atronadora y sádica perorata se había convertido en un quejumbroso y apagado murmullo.
    Pero Joseph, presa de la furia, siguió zarandeándole y golpeándole contra la reja hasta que los dos corpulentos hombres con la camisa blanca aparecieron de nuevo. Uno de ellos se arrojó sobre él.
    — ¡Estate quieto! —Le gritó éste, mientras ambos comenzaban un feroz forcejeo. No pensaba dejarse someter.
    Con un violento empujón, derribó al secuestrador, y, tras colocarse a horcajadas sobre él, comenzó a golpearle con furia.
    — ¡Malditos enfermos! ¿Dónde está mi hijo? —gritó, sin dejar de golpearle—. ¿Dónde está Sam? ¿Dónde está mi hijo?

    * * * *
  • DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2011
    —Continúe, señor Martin —le dijo el inspector, después de volver a pasarse la mano por el pelo. No se había dado cuenta, pero llevaba un buen rato en silencio.
    Bajó la cabeza, tratando de buscar algo más, pero fue inútil. Lo único que recordaba tras su enfrentamiento con los asaltantes era estar en esa habitación mal iluminada, frente a aquel anciano. Volvió a repasar la historia, pero, en aquella ocasión, solo pudo acordarse del rostro de su hijo. Se le formó un nudo en la garganta.
    — ¿No recuerda nada más, señor Martin? —insistió el viejo.
    —No, lo último que recuerdo es estar aquí, ante usted —respondió, con aire contrariado.
    El hombre asintió con la cabeza. Parecía estar agotado.
    —Señor Martin… —susurró, con aire distraído. Luego, alzando la voz, se dirigió hacia alguien a quien Joseph no lograba ver—. ¡Adelante!
    Al fondo de la estancia, se abrió una puerta, permitiendo el paso de una corpulenta figura. Cuando vio de quién se trataba, se quedó helado.
    — ¡Señor! —exclamó, dirigiéndose al anciano—. ¡Es él! ¡El secuestrador!
    Estuvo a punto de incorporarse y atacarle, pero la seriedad con la que le miró el inspector le hizo mantener la calma.
    —Señor Martin —repitió, en un tono más alto. Joseph no entendía nada—. ¿Sabría decirme por qué buscaba a su hijo?
    Después de una pausa, abrió la boca para contestar, pero éste negó con la cabeza.
    — ¿Sabría decirme por qué dio por sentado todo lo que me ha contado, señor Martin? —inquirió con gravedad—. ¿Sabría decirme por qué tomó a este hombre por secuestrador, y al que le atacó por rehén? ¿Sabría decirme que hace usted aquí?
    Reconocía aquella pregunta.
    —Inspector…
    —Responda, por favor —le interrumpió con amabilidad, aunque en tono secante.
    Joseph guardó silencio. Lo primero que recordaba era haber despertado en la habitación, y lo último era estar golpeando a aquel hombre. ¿Cómo había llegado hasta allí después? ¿Qué había pasado?
    —Señor Martin —dijo el inspector por enésima vez—. El motivo por el que usted no recuerda el secuestro, ni lo que sucedió después de su ataque a este hombre, es, sencillamente, porque no se produjo tal secuestro.
    El rostro de Joseph se transformó en una trémula “O” de sorpresa.
    — ¿Qué es lo que quiere decir? —masculló, sin dejar de alternar la mirada entre los dos individuos que estaban ante él.
    —Verá, señor Martin —respondió el viejo, con una indescifrable expresión en el rostro—. Usted no era un rehén… bueno, no era un rehén de nadie más que de usted mismo. Este hombre no es más que un celador, y usted es una víctima del caos. Padece usted una enfermedad llamada esquizofrenia paranoide, y me temo que en su fase mórbida —añadió el inspector, esgrimiendo una carpeta que se encontraba en su mesa—. Léalo usted mismo.
    Joseph recogió la carpeta que el inspector le tendía con las manos temblorosas, y comenzó a leer. A medida que avanzaba, el temblor se volvía más violento.
    Cuando terminó, se olvidó del otro tipo y clavó la mirada en su interrogador.
    —Pero… esto no puede ser —murmuró, confuso.
    —Me temo que sí, señor Martin. A raíz de la muerte de su hijo Sam, reaccionó de una forma terrible. Desarrolló una manía persecutoria que puso en peligro a todo el que se encontraba cerca de usted. Yo mismo realicé el diagnóstico —añadió, poniendo una mano sobre su hombro—. Lleva usted aquí once años.
    La carpeta se escapó entre los dedos de Joseph y cayó al suelo. El rostro de su hijo flotó una vez más ante sus pupilas. ¿Cuánto hacía de eso?
    — ¿Qué sucedió? —preguntó, con un hilo de voz—. Recuerdo haber estado con mi hijo hace poco… ¡Dios mío! —soltó, antes de derrumbarse.
    —Señor Martin —le explicó su interlocutor, pesaroso—. su reacción a la risperidona fue demasiado violenta. Lleva años confinado en el ala de máxima seguridad. Desgraciadamente, hoy se produjo un grave fallo eléctrico y las puertas se abrieron. Los demás pacientes también han escapado. El hombre que le atacó era otro de los internos del ala de máxima seguridad.
    —Pero…
    —Lo lamento profundamente —le interrumpió de nuevo, apartando la mano—. Hace años que ocupa su habitación. No mantiene contacto con nadie más que nosotros.
    Joseph suspiró. Al bajar la mirada, vio que las manos todavía le vibraban con violencia. Parecían incluso más grandes de lo que recordaba.
    — ¿Cómo murió mi hijo? —preguntó, con voz inexpresiva.
    El señor del traje marrón, tan viejo y espectral como de costumbre, volvió a ocupar su asiento. Le miraba fijamente, en completo silencio, acrecentando aún más el estremecimiento de Joseph. Por primera vez, su seguridad parecía haberse quebrado.
    —Usted lo sabe —contestó al fin—. Hemos pasado por esto en muchas ocasiones.
    — ¿Entonces por qué no me acuerdo? —inquirió, alzando la voz.
    —No se acuerda a causa el altercado —explicó. Daba la impresión de que le costaba escoger las palabras—. Su mente se ha bloqueado por la presión.
    Joseph sentía los latidos de su corazón como rápidos golpes de un metrónomo. Claro que lo sabía, pero no podía creérselo. No quería creérselo.
    —Por favor —murmuró.
    El anciano le dirigió una mirada cansada, y, por un momento, Joseph se vio reflejado en ella. Vio su aspecto demacrado en aquellos ojos. Vio en ellos los suyos propios, hundidos y carentes de brillo. Claro que lo sabía, pero jamás podría creérselo.
    —Lamento volver a hacerle pasar por esto, señor Martin —respondió, al fin—. Le mató usted.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado abril 2011
    ay bruto, que terrible, mejor seguir sin saber la verdad, con esa noticia, me imagino que le vuelve a patinar el coco:eek::rolleyes::D:(
  • DanteDante Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2011
    amparo bonilla escribió : »
    ay bruto, que terrible, mejor seguir sin saber la verdad, con esa noticia, me imagino que le vuelve a patinar el coco:eek::rolleyes::D:(

    ¿Pero te ha gustado o no?
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado abril 2011
    si, me gustó, está bien contado con suspenso incluido:eek::eek::eek::p:D:)
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