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Aquel cementerio de Ravno

koljaiczekkoljaiczek Pedro Abad s.XII
editado mayo 2010 en Terror
A finales de los noventa, me encuadraba en las fuerzas de la OTAN desplegadas en Bosnia, como fusilero de la Brigada Paracaidista. Aquella experiencia me cargó de historias, divertidas o terribles, que siempre he estado dispuesto a compartir, si no faltaban interés, tiempo ni bebida.

Pero nunca he hablado de Ravno. Una ciudad al sur de Bosnia, no muy lejos de la frontera croata. A la gente le cuesta creer que un vulgar analista informático, sin el físico de un actor hinchado por los esteroides, haya sido un soldado de élite. Mis anécdotas son falsas o están engordadas, piensan, sobre todo si conocen mis tonteos con la narrativa. Así que, ¿como hablarles de un horror sobrenatural?

Sólo puedo contar mi historia de esta forma. En un foro de aficionados a la literatura. Incluso me puedo permitir el lujo de publicar las fotos que obtuve aquel día. Es original, interesante, pura ficción. Pero nada más.

Ravno es una aldea formada por media docena de casas, esparcidas por la ladera de una montaña. Para llegar hasta la zona, era necesario recorrer varios kilómetros de camino sin asfaltar, en el interior de unos vehículos que han causado más bajas que las balas o las minas.

Los paisanos nos miraban con ojos suspicaces, como si soñaran con arrancarnos la piel y untarnos sal sobre la carne viva. En algún momento de la guerra, los residentes serbios entregaron a sus vecinos bosnios. Hombres, mujeres y niños, fueron obligados a cavar sus propias fosas antes de recibir una bala en la cabeza. Muchos consiguieron escapar, con la venganza escrita en el corazón. Volvieron con el tiempo y la escolta de la ONU, para recuperar sus viviendas y afilar sus machetes. Nuestra presencia impedía la revancha.

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VISTA DESDE LA CIUDAD DE RAVNO

De Ravno me atrajo su cementerio ortodoxo. Bosnia es un país sembrado de lápidas. Los símbolos cristianos, musulmanes y ortodoxos compiten por cada trozo de tierra. La guerra desbordó la capacidad de los camposantos, y fue necesario enterrar a los muertos en jardines públicos, huertos o arcenes. Siempre pensaba en ellos. No era raro acostarse a dos o tres metros de una tumba, por ser el lugar más seguro o adecuado para vigilar una determinada zona, y mi imaginación buscaba la historia enredada entre aquellos huesos. En una ocasión, rescaté un cráneo oculto bajo un fregadero. Los perros salvajes habían hurtado todo los demás. Era pequeño, tal vez el de un niño de nueve o diez años. Un impacto de bala le atravesaba la sien. Le pregunté quien y cuándo, sin obtener más respuesta que las sonrisas de algunas fotos estropeadas por el hollín. Padre, madre, hija. Un conejo de peluche atravesado por la metralla guiñaba un ojo. Dejé caer el macabro resto y tuve que salir en busca de aire y de luz.

El cementerio de Ravno tenía un aspecto peculiar. Ocupaba una depresión en el tercio superior de la montaña y lo envolvía el abandono y una perpetua sombra. Poseía una iglesia, tímida pero robusta, sin más adornos que las heridas causadas por la metralla. Nosotros rara vez nos aventurábamos en los camposantos poco frecuentados. Los serbios tuvieron la fea idea de minarlos, para extender sus crímenes a los familiares del difunto. Pero me atrajo aquel melancólico paisaje de cruces y mármoles y me arriesgué a visitarlo.

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PINTADA EN UNA VIVIENDA DEL PUEBLO

En el lugar abundaban los signos de riqueza. Un detalle incompatible con la importancia del pueblo. Antes de la guerra, Ravno era una partícula de polvo en medio del mapa y apenas reunía a medio centenar de vecinos. Ninguno de ellos podría costear esos panteones, esas criptas, esos grabados. Sólo la iglesia mantenía cierta modesta, con sus líneas severas, y sus formas manchadas de hollín.

Me sentía inquieto. Los miembros de mi pelotón estaban a un kilómetro de distancia, en el valle, y no conocían mi destino. Si un lugareño con ganas de pelea o una mina antipersonal me complicaban la tarde, nadie vendría en mi ayuda. Rara vez me separaba de ellos, como dictaban los reglamentos y el sentido común, pero la iglesia me llamaba. Merecía una visita.

Me adentré entre las tumbas, vigilando donde ponía mis pies. En otra época, hubo un camino, desde la entrada del cementerio al templo, pero habían levantado varias tumbas sobre su trazado y crecía una desordenada vegetación. Los pájaros, y criaturas menos amables que los pájaros, me acechaban desde lugares invisibles. La naturaleza contenía el aliento.

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FRONTAL DE LA IGLESIA DEL CEMENTERIO.

Los impactos de bala salpicaban la fachada de la iglesia. Dios no concedió milagros a las personas refugiadas en el interior. Las sacaron y, como indicaba una línea de impactos a medio metro del suelo, las ejecutaron allí mismo.

El templo estaba a oscuras. Tuve que emplear la linterna que llevaba en el bolsillo. Las vidrieras habían sido destruidas por las explosiones, y los lugareños habían cubierto los huecos con sábanas y maderos. El altar de piedra, estaba desnudo, salvo por varias manchas de cera. No se celebraban misas en aquel sitio, deduje, desde hacía años. Tomé varios fotos. Varias semanas después, descubrí que la mitad del carrete se había velado.

Opté por regresar a nuestro diminuto campamento.

-Vaya cagada más larga -observó mi sargento -Habrás echado las tripas.

-Y que lo diga.

Volví a la mañana siguiente. Cuando ascendía por el sendero, un lugareño se detuvo junto a mí. Escupió una pegajosa bola de tabaco, se acomodó la gorra de mecánico y me dijo en un precario español:

-No suba. Ese sitio es malo.

Serhei era amigo nuestro. Le gustaba arrastrarnos hasta su casa, para obligarnos a beber su rakia, un licor casero con sabor a matorrales y tan caústico, o casi, como el amoníaco. Después de un par de copas, todos podíamos entonar cánticos patrióticos en un perfecto yugoslavo.

-¿Por qué? -le pregunté -¿Hay minas?

Sacudió la cabeza. Equlibró el peso del cuerpo en un pie, luego en el otro, se quitó la gorra y se rascó la coronilla.

-No. Pero no suba.

-Sólo voy a dar un paseo.

-Krvopija -me dijo con evidente frustración, porque no encontraba la manera de hacerse comprender. Repitó: -Krvopija.

-No te entiendo, Serhei -Todos los militares poseíamos unas tarjetas con un vocabulario básico en varios idiomas, incluyendo el ruso y el alemán. Pero no resultó de ayuda en ese momento. Después de un largo instante de vacilación, y viendo que no pensaba renunciar a mi paseo, Serhei me tomó del brazo y me susurró al oído:

-Muerte vida -Me encogí de hombros. El hombre pronunció algunas blasfemias en su idioma y dijo: -Muerte, pero vivo, ¿entiende? Creer en Serhei.

-Vamos, hombre. ¿Hablas de muertos vivientes, de vampiros?

-¡Wampir, sí. No vaya arriba.

Serhei no se burlaba de mí. Creía realmente en la amenaza de un ser sobrenatural. Inconvenientes de vivir a quince kilómetros de la carretera y el tendido eléctrico más cercano, me dije. Acaricié la culata de mi rifle de asalto.

-No pasa nada, amigo. Si alguien me pega un susto, le meto una ración del 5,56.

No escuché sus ruegos. El buen hombre tuvo que dejarme marchar, no sin antes recordarme mi falta de cordura.

El sol lamía el paisaje, desde el horizonte, pasando sobre los campos de cultivos, subiendo como un mar de fuego sobre la montaña. Las lápidas se pintaban de oro en el pequeño cementerio, y no parecía respirarse más que una agradable quietud. ¿Vampiros? Si hacemos caso a Ann Rice, se dedican seducir jovencitos de ambos sexos en alguna próspera ciudad norteamericana. No malviven en un cementerio mohoso, a la espera de un paracaidista demasiado curioso.

Tomé varias fotografías de la iglesia, desde distintos ángulos, y descubrí que el edificio se apoyaba en los restos de otro más antiguo. Encontré un trozo de arco, sucio de años, con símbolos que no supe identificar. Serpientes, estrellas de doce puntas, algunas runas devoradas por los siglos. Lovecraft atribuiría su dibujo a algún culto antediluviano, en honor de alguna innombrable demonio. A mí, me parecieron hermosos e interesantes.

(Continuará mañana...)

Comentarios

  • koljaiczekkoljaiczek Pedro Abad s.XII
    editado enero 2010
    Apreté mi Cetme, sin arrancarle consejo ni calor. ¿Debía entrar en la iglesia? En aquel momento, la posibilidad se me antojaba poco atractiva. Peligrosa. Una sombra parecía caer sobre el cementerio. Las criptas ganaban en tamaño y perdían sus colores. Mi uniforme era el de un militar, pero tengo la imaginación de un novelista. En aquel escenario, era fácil visualizar el temblor de los cadáveres enterrados a poco centímetros de mis pies, inquietos y malhumorados.

    Me obligué a caminar. Me alisté en la Brigada Paracaidista no porque fuera más fuerte, ni más duro, ni más valiente, sino todo lo contrario. Me pasaba días y noches encerrado en mi dormitorio, delante de una Olivetti construída en el Paleolítico, dando de comer a mis miedos. Todos mis personajes eran héroes, enfrentados a grandes peligros. Recorrían la galaxia de un extremo a otro. En cambio, yo huía del ejercicio físico y del contacto con mis semejantes. Era tímido y me lastraban los complejos. Podía agotar ese camino, me dije un día. Regodearme en mis propias heridas y hacer una fortaleza con mis malos recuerdos. O cambiar. Subirme a un avión y dar un paso hacia el vacío. La muerte parece cercana cuando el mundo se observa desde medio kilómetro de altura. El instinto se rebela, como no suele hacerlo en ninguna otra circunstancia. Pero es un salto en fe. Y aunque yo no sea religioso, el efecto debe ser el mismo. El terror forma un muro infranqueable, pero luego no es más que humo. Podemos llegar al suelo sin sufrir ningún daño. Cuando se hace ese descubrimiento, todos nuestros fantasmas pierden su poder y desparecen para siempre.

    Avancé, por lo tanto, sin obedecer a mi propio instinto.

    La naturaleza había estropeado el lugar. Arrastró tierra y vegetación sobre algunos sepulcros. Muchos se habían roto, tal vez debido al peso de la nieve y el hielo invernal. Mientras evitaba unas zarzas, casi metí la pierna en el interior de una tumba. Creí escuchar un susurro de aviso. Una calavera sonreía al nivel del suelo, entre dos sencillos bloques de granito. Las tapas de piedra no parecían alteradas por la acción de los elementos. Manos humanas las habían retirado, sin preocuparse luego de devolverlas a su posición. Retrocedí, envuelto en el hedor de la muerte, pero antes apunté con mi cámara y obtuve una fotografía.

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    TUMBA DEL CEMENTERIO DE RAVNO

    Entré en la iglesia. Como el día anterior, la luz no violaba los cartones y los listones de madera que sustituían a las vidrieras originales. Algunas ratas huyeron del haz de mi linterna. Inspeccioné un trozo de manta apolillado, entre latas y cenizas. Posiblemente, los refugiados aguantaron un día, tal vez dos. Resistieron, como demostraban dos o tres docenas de vainas de calibre 7,62, ya oxidadas. Un hombre, tal vez dos, mantuvieron a raya al enemigo, angustiados por la falta de munición y ayuda, mientras sus mujeres quemaban velas en el altar, ante una sencilla lámina de la Virgen, y levantaban plegarias que no fueron escuchadas.

    La iglesia contaba con dos alas, desprovistas de cualquier mobiliario, salvo algunos restos poco identificables. En el asedio, los bancos se usaron para alimentar las hogueras y atrancar la puerta. El resto fue robado o destruido. En el suelo, casi oculto por la suciedad, descubrí una trampilla. Una lámina de metal, cerrada con un viejo candado casi tan grande como mi puño.

    Un impulso irracional me arrodilló junto al metal y me obligó a limpiarlo con la mano. Medía medio metro de ancho por otro tanto de largo, y el sonido que ofrecía al ser golpeado con la culta del fusil, sugería que era muy sólido.

    ¿Se puede saber que haces, Juan?, me pregunté. Estaba en un iglesia abandonada, a mucha distancia de mis compañeros, curioseando en un agujero donde sólo encontraría moho e insectos. De haber ocultado algo interesante, como un pasadizo subterráneo o reliquias religiosas, las víctimas o sus verdugos le habrían dado uso. Pero no se molestaron.

    -Krvopija -le murmuré a la oscuridad. Tal vez el miedo los acobardó.

    El candado no iba ceder a la fuerza de mis manos ni a la palanca improvisada con el cañón de mi arma. Después de meditarlo -o de vencer en una pelea contra mi propio sentido común - rescaté un trozo de explosivo plástico PG2 de una cartuchera. Una chuchería no devuelta al cabo armero, después de un curso práctico, en el campo de maniobras de San Gregorio. No lo bastante potente ni peligrosa para hacer maldades, pero útil para dañar algo pequeño. Como buen paracaidista, mis bolsillos siempre estaban llenos de herramientas tan inverosímiles como aquella.
  • koljaiczekkoljaiczek Pedro Abad s.XII
    editado enero 2010
    Coloqué el plástico en el candado. Una pasta amarillenta, que se podía ablandar con el calor de los dedos o la llama de un encendedor sin ningún tipo de peligro, para darle la forma adecuada. No tenía cebo para hacerlo detonar, pero quizá eso no fuera un gran obstáculo. Tiré del cierre del rifle atrás y retiré el seguro. Si mi sargento escuchaba el disparo, o entregaba una bala de menos en el próximo recuento, me metería en un lío. Pero en aquel momento, no me preocupaban las reprimendas. Apunté y disparé.

    La estampida me lastimó los tímpanos. Los ecos rebotaron contra las paredes, sin encontrar salida, y expiraron entre la basura. El candado se partió en dos. Un fragmento golpeó el techo y arrancó un gran trozo de yeso antes de volver al suelo. El otro mordió la pared, a menos de un metro de mi cadera, y se perdió en la sombra.

    La trampilla podía abrirse.

    Tiré del asa, sin moverla un milímetro. Por supuesto, pesaba una tonelada. Acomodé el cuerpo de otra manera, tensé los brazos sobre el hierro, y lo hice ceder al cabo de algunos segundos. La plancha de hierro alborotó un lugar harto de ruidos. Me llegó un olor a tierra mojada, a trapo viejo, a alimentos en mal estado. Inspeccioné el hueco con la linterna. El suelo me esperaba dos metros más abajo, al final de una escala de metal.

    Hay ciertas cosas que no haríamos ni por todo el oro del mundo. Para mí, y en aquella situación, no era una frase hecha. Ni empujado con la bocacha de una fusil lograrían que bajara al subterráneo. La aventura ya había llegado muy lejos, me decía la razón. Había tomado algunas fotografías interesantes y tendría una anécdota más o menos interesante que sumar a mi colección. Además, quien sabe qué tipo de enfermedades me acechaban en una espacio que parecía cerrado desde mediados del siglo XX. Insectos, ratas capaces de arrancarle la cabeza a un gato doméstico.

    Y Krvopija, añadió un garganta tímida. Un Wampir que jamás ha alternado con la alta sociedad ni utiliza hermosas muchachas para saciar sus apetitos. Algo tan antiguo como el hombre, cuando la noche traía monstruos cargados de dientes. Es sencillo despreciar ciertas cosas, como el hambre o la sed, cuando tenemos cerca la nevera. No se cree en los demonios bajo el eterno refugio de la tecnología.

    Por eso necesitaba bajar. Para demostrarme la ausencia de un depredador. No quería volver a casa y lamentar, años más tarde, mi derrota a manos de un temor irracional. Me pudo el orgullo. Y una morbosa curiosidad también, porqué no admitirlo.

    Descendí, haciéndome algunas cortes en los dedos con las escamas de óxido. El lugar era estrecho y había sido excavado en la roca del subsuelo. Tendría unos quince pasos de ancho, por unos cuarenta de profundidad. Durante un largo minuto, perdí la vista en los nichos abiertos en las paredes, sin comprender su significado. Mi estómago envió una generosa cantidad de bilis a mi boca y luché contra el pánico.

    Estaba rodeado de cadáveres.

    Había medio centenar, tal vez más. Muchos no eran más que huesos, amontonados sin miramientos. Otros conservaban algunos tejidos grises y enflaquecidos por la descomposición, y podía adivinarse sus edad y sus rasgos. Miraban sin ojos y sonreían sin labios.

    El fondo, me esperaba un gran sepulcro de piedra. La tapa había caído al suelo, partiéndose en dos, y alguien había borrado sus relieves a golpe de martillo. Me obligué a respirar con fuerza, aunque el olor me sofocara, para controlar mi espanto, y me acerqué con el fusil terciado al pecho.

    Había un cuerpo. El de un hombre adulto, aun envuelto en algunos fragmentos de ropa, con los manos entrelazadas sobre el plexo solar. No estaba descompuesto. A pesar de la humedad, sus carnes se habían deshidratado sin llegar a dañarse. Parecía un anciano de trescientos años, disfrutando de una plácida siesta. La piel se pegaba a la calavera, pero aún podía adivinarse el relieve de los globos oculares bajo los párpados, y la arruga de un sonrisa. Tenía una de esas cabezas poderosos, aristocráticas, con el pelo largo y gruesas patillas, propias del siglo XIX.

    No me gustaba. No me gustaba en absoluto. Pasear en el interior de una tumba no es mi idea de una tarde entretenida. Eso es lo que quiero creer. El hombre occidental ha perdido contacto con la muerte, y por eso yo aligeré el paso camino de la escalera y abandoné la iglesia casi a la carrera. Era un miedo natural, lógico. Muy justificado.

    Pero no pensaba eso mientras analizaba el cuerpo. He visto momias en los museos de arqueología, que no parecen contener más vida que un leño. Pero en ese cadáver se agitaba algo. Calor tal vez. Una respiración contenida. El mecanismo de un pensamiento todavía activo.

    Sólo visitaría Ravno una vez más, la última, aunque no me acerqué al cementerio. Había tenido suficiente. Era agosto de 1999 y las tropas de la SPABRI X se retiraban camino de la Península.

    Tuvimos una última juerga con nuestro amigo Serhei. A medida que caía la noche, mis compañeros causaban baja. El alcohol artesanal hizo estragos. Al final, el robusto bosnio y yo éramos los últimos en mantener cierta compostura. Hablamos de su hijo, ejecutado por un oficial serbio. De su mujer, devorada por el cáncer y la pena. De ese futuro contemplado sin demasiadas ilusiones.

    Le confesé lo que había visto en el cementerio.

    Cuando escuchó mi descripción de la catacumba y su peculiar inquilino, mne agarró del brazo, muy alterado y dijo:

    -¡Nunca te dejará! -Su grito espabiló a mis compañeros -Uno debe morir. Tu matas Wampir o él matar a tú, ¿comprendes? No importa donde marcharte. No importa cuánto tiempo. Ley de Krvopija

    Sí, Ley de Krvopija. Matarlo o ser su alimento.

    Han pasado más de diez años, y la razón me dice que no hay nada sobrenatural en aquella experiencia. Un cementerio, una catacumba, un cadáver bien conservado. Pero tengo sueños. Veo esa tumba y él me sonríe y me manda saludos. Piensa en mí. Piensa constantemente en mí. Dispone de toda la eternidad para hacerlo.
  • isabel veigaisabel veiga Garcilaso de la Vega XVI
    editado enero 2010
    Pues si que acojona pensar que alguien/algo te tenga en su punto de mira sin importarle el tiempo que le lleve. Tu historia me ha enganchado desde el principio. El hecho de poner fotos por el medio también ha ayudado pues así no se hacía tan largo, aunque lo haya sido. Las descripciones me han gustado y me han metido en la historia. Un terror (el vampiro) dentro de otro terror (la guerra). Bien narrado, bien descrito... buen relato.
  • Miguel Monte RealMiguel Monte Real Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado febrero 2010
    Me ha encantado la historia. Narras de forma muy natural y mantienes perfectamente la tensión. El final es inquietante. Como dice Texas, muy acertadas las fotografías. Un saludo.
  • ChumoskiChumoski Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2010
    Esa experiencia en los Balcanes, contada de un modo tan natural y sencillo, no hace sino darle un toque tremendamente realista al relato.
    De hecho, es lo que me ha enganchado.

    Saludos!!
  • DistenDisten Pedro Abad s.XII
    editado abril 2010
    Una buena historia si señor, aprovechas muy bien tu experiencia en los paracas para darle realismo al asunto. Me gusta.

    Un abrazo de un compañero ex-paraca.
  • fantasyfantasy Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2010
    Me Gusto El Suspenso Que Tiene El Relato ,y Aunque Las Historias De Vampiros Son Muy Repetitivas Esta Fue Original Al Mezclar La Guerra Y Sus Vivencias Con El Encuentro De Un Posible Referente De Esa Especie ,y Lo Mejor Fue El Miedo Que Lo Persiguio Hasta Su Vida Personal.sencillamente ¡¡¡genial¡¡¡
    Te Dejo Un Abrazo De Oso Y Continuare Leyendote:):):)
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