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Caligrafía y argumento. Sergio Chefjec.

JavincyJavincy Fernando de Rojas s.XV
editado enero 2008 en Guias, manuales y consejos
Caligrafía y argumento (Sergio Chefjec)


Hay antiguas operaciones manuales en la tarea de escribir que consideramos simples y existen sin llamar la atención, pero que, si no tienen incidencia en ciertas nociones literarias que solemos dar por sentadas, en todo caso representan una escena desde la que simbólicamente interrogan nuestra actividad. Creo que la labor activa del escritor, o sea la escritura, se despliega sobre un terreno inestable, más movedizo de lo que a primera vista puede parecer. Así como más allá de la historia y de los géneros siempre encontraremos en la literatura el eco de un origen oral, hay algo del pasado en la tarea de escribir que perdura, que la compone desde su aparición y la sobrevive como un sedimento, o sea la escritura manual.


¿Qué dicen nuestras manos acerca de lo que hacemos? Muchos escritores toman la caligrafía como una acrobacia en desuso y un tanto impráctica, pero creen en ella con una lealtad a prueba de nuevos instrumentos y ventajas utilitarias. No sólo me refiero a los fanáticos de la letra autógrafa, para quienes escribir es una actividad literalmente plástica. Hablo más bien de los otros, en el extremo opuesto, los que sólo escriben a mano direcciones y números de teléfono. Las palabras, decía Benjamin, establecen una mímesis insustancial con el objeto al que se refieren. No hay nada en las cinco letras de "árbol" que nos señale gráfica o fonéticamente un artefacto vegetal con ciertas características. El lenguaje no precisa ser mimético, no necesita demostrar la existencia referencial del árbol. Durante un largo período, los escritores dependieron del despliegue caligráfico de su escritura, el dibujo de la propia letra señalaba la materialidad de su obra. No importa si esas letras eran un hito de adoración narcisista, en algunos casos podía ocurrir. Lo concreto es que del trabajo se derivaba un cuaderno lleno, una página entintada como único soporte material, y documento, de lo referido. Ese trabajo manual establece a su vez una relación ambivalente con su resultado y su propia significación, porque en tanto elemento original -y por lo tanto, llegado el caso, objeto de análisis erudito o interés mercantil- está dirigido a resistir las enmiendas que la misma circulación literaria produce en los textos. Quiero decir, hubo un tiempo en que la literatura podía escribirse como la música, estableciendo una relación inmaterial con lo representado, pero una parte de su naturaleza más profunda apelaba a la idea de original, de documento y prueba de autenticidad, como sigue ocurriendo con la pintura.


Ahora es cada vez más habitual referirnos a textos que son originales en un sentido parcial de la palabra, porque carecen precisamente de un soporte concreto, grafológico, que los sostenga. Desde un punto de vista, los textos actuales tienen un gran parecido con las llamadas instalaciones plásticas, en la medida en que, al contrario de lo que ocurre con la pintura propiamente dicha, no conservan las marcas, las hendiduras y las vacilaciones o retrocesos del artista. Así como la instalación reúne elementos de distinta procedencia, pero sobre todo de diferente temporalidad, para conjugarlos en un momento único, que es el de la recepción, del mismo modo el original literario de hoy es negativo, está hecho en igual medida tanto de lo borrado, de la abolición del tiempo, como de las señales y enmiendas que lo hicieron posible. Autor y lector se confunden al desaparecer las marcas. O mejor dicho, el precio que el escritor paga por la falta de trazos materiales, de "manuscrito", es la suspensión anticipada de su rol en provecho de la lectura. Pero, claro, tampoco es un lector clásico, es un lector que lee mientras escribe. Así, recién en el siglo XX la composición de la literatura adquiere una insustancialidad acorde con la ambivalencia de su relación con lo contingente.


El hecho es que el papel, en tanto superficie, está excluido del trabajo, representa un elemento opcional que ya no es condición de escritura, sino -apenas y en parte- de circulación. Es por eso que no quedan registros de los empeños e indecisiones del escritor. A veces ocurre que, acostumbrados a la futilidad del papel, a la espera innecesaria de la página en blanco, consideramos redundantes las señales que vayamos a poner sobre él. Así la hoja adquiere una segunda naturaleza; primero es banal, después se torna fantasmática, incomprensible, es el peligro insondable, por ser única materia en un mundo completamente abstracto, que impone los límites reales de nuestra dedicación.


Hoy este tipo de circunstancias, como poseer una relación abstracta con la presencia tangible de nuestros escritos, creo que expone, en contraste, algunas de las acotadas posibilidades de la literatura actual. No me refiero solamente a un débil vínculo referencial con la realidad, ya desde tiempo atrás cuestionado y relativizado, tampoco a la transitoriedad de las formas de representación, que quizá debido a la proliferación gráfica y electrónica son cada vez más solidarias; me refiero a un trabajo que, al estar compuesto de protocolos puramente virtuales, exige al autor desdoblarse, adquirir un rol paralelo y ser lector de su propia escritura. En un punto esto es propio de la narración; la novela es el género que inaugura la autorreflexión, nace como prueba de propiedad intelectual, por ejemplo en El Quijote, y llega al siglo XX como blasón estético e ideología literaria con la llamada novela contemporánea. Pero la novedad es que la autorreflexión de la novela encontró en la escritura inmaterial un método, una destreza práctica equivalente a su propia abstracción. Creo que allí hay un núcleo de impulsos y sentidos contradictorios, en el que se esconde tanto un drama autodestructivo como una promesa de liberación. La escena que plantea esta escritura sin marcas bordea la situación límite del testamento de Kafka: decidir que lo creado no forme parte de lo contingente, apartar lo escrito del curso de la realidad y que vuelva a la negrura de donde provino. La inseguridad estética ambiguamente compensada por una necesidad moral, que Kafka vivió a lo largo de su trayectoria de artista. "Ojalá dure", anotaba en su diario ante el milagro de haber podido escribir tres días seguidos. Así como seguía a desconocidos por la noche, del mismo modo Kafka consideraba el trazo de su letra como una persecución que ejecutaba y de la que era víctima. Pues bien, entre el destino que acaso permita la continuidad de un hecho casual como la escritura, y la casualidad, que señala que lo escrito es tan insondable como nuestro destino, hay una frontera cada vez más delgada, sobre la cual debe hacer equilibrio la literatura de hoy.


La escritura ha dejado atrás la acrobacia caligráfica y su énfasis, cualquiera haya sido, para adoptar otra, la del equilibrio entre partes de la realidad, o partes de la misma literatura, que han dejado de aportar sentidos plenos. Antes podíamos asistir a novelas enteras construidas alrededor de los avatares del personaje, del grupo social, de la historia o del procedimiento. Había un núcleo de significado empujado por una causalidad convencional, verificable para todo el mundo y transmisible a través de la literatura. Hoy los procesos discursivos se han complejizado y la narrativa tiene dos opciones: servir como modelo para hablar de un mundo ya residual, por medio de estrategias conocidas y que toman el aliento y garantía de circulación afincados en su misma previsibilidad, como para no defraudar a ningún público; o actuar como un saber aproximativo, que no es un discurso que media entre la realidad y su supuesta importancia sino entre las versiones culturales que se disputan el significado del presente. En un punto, la literatura ha llegado a ser una pregunta por el sentido de nuestras acciones, no por el significado de ellas. Para esto ha debido apelar a un registro argumentativo, como el de una comprobación razonada. No importa que haya propuestas literarias ajenas a esta pauta, la literatura no es algo que se mueve de manera uniforme. La letra incandescente de la pantalla advierte, en su brillo autogenerado, que es incapaz de ofrecerse como prueba del mundo y que tan sólo puede ser un argumento a su favor o en su contra.



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