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Disfrazada se le apareció la parca al hombre de la noche

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado 27 de abril en Narrativa

Vamos a hacerle la competencia a Chicho Ibáñez Serrador (ya fallecido), harto difícil por otro lado. En esto de escribir historias de horror, ya que éste suscribiente está a años luz del célebre mencionado...

 

Disfrazada se le apareció la parca al hombre de la noche

Ya estaba habituado y se lo imponía como norma vivir en soledad rigurosa. Su vida era un alejamiento progresivo y continuado de la compañía de los demás, y del ruido de la ciudad. Cuando sus padres, su única familia, a la que se prestaba para una diaria compañía, habían fallecido.

Sus 35 años se veían libres de lo que para él representaba un penoso trabajo; libre, por fin, de la obligada compañía, podía hacer lo que tanto quería: huir de aquellas calles, llenas siempre de gente, de coches y de ruidos. Se trasladó a vivir a un grupo de casas, recién edificado en una de las ladera de una montaña, que, con el dinero de la venta de la vivienda de sus padres, se compró una casa, apartada de las demás, que estaba como las otras ubicada en la suave pendiente montañosa y rodeada de un frondoso jardín, además de un silencio denso y reconfortante.

Desde su porche, podía ver en completa amplitud la ciudad, que se agazapaba bajo la densa capa de humo, con el infinito horizonte del mar al fondo y con la lejana aparición de las tapias del cementerio. Un cementerio al que acudía, ahora más a menudo que nunca. En ese lugar encontraba la paz que buscaba, y cuando caía la noche se sentía en los mejores momentos de su vida.

Desde que vivía en su nueva casa, rodeado de vecinos alejados y desconocidos que no veía y quizá porque su trabajo nocturno le había viciado algo el cuerpo, acostumbraba a salir a pasear por las noches, cuando sabía que no podía encontrarse con nadie. Y era feliz yendo entre los árboles desiertos en medio del silencio, con pasos crujientes que involuntariamente sobresaltaba a los confiados animalillos del bosque, o alguna pareja “resbaladiza”, que creyéndole una aparición o algún espectro del más allá, huía despavorida al verlo, sin que él tuviera la más mínima intención de molestar . Nunca se lo había preguntado, pero qué era lo que le ocurría… ¿sería quizás una extraña enfermedad?

Jamás le preocupaba su forma de ser y vivir, había sido siempre así y le gustaba como era, una sombra silenciosa, anónimamente alejada de los demás, e ignorante de toda relación humana. La sola presencia de un ser vivo, aunque fuese un gato, le inquietaba. Mientras tanto, pasaban días y meses y cada vez se alejaba más y se perdía más su relación con la vida de los otros. Durante el día no conseguía la tranquilidad que tanto necesitaba, se encerraba en sus cuatro paredes y deseaba que llegasen las sombras de la noche, para que cuando se asomasen por la puerta, hiciera el tiempo que hiciese, perderse caminando en la oscuridad y vagar cual sombra andante.

Todas las comidas las pedía por encargo, tratando por todos los medios de no ver a nadie, ni relacionarse con nadie. Su paz interior, su ilusión por seguir viviendo las encontraba en las solitarias y oscuras calles y en los recovecos y rincones aislados de la montaña, y era entonces cuando comenzó a frecuentar más el cementerio. Un placer mórbido, innato, que lo animaba. Lo descubrió en el entierro de los restos de un antiguo compañero del trabajo.

Aquella mañana llovía torrencialmente, pero a pesar de eso, como ya era costumbre en él, se fue andando bajo su amplio paraguas hasta el cementerio. Llegó temprano, era invierno y tardaba en aparecer el alba. Las puertas del tétrico recinto, al encontrase en obras, estaban desmontadas y caídas sobre el suelo. Empero, entró y se dedicó a pasear de un lado a otro por las callejas vacías con paredes llenas de nichos y tumbas, esforzándose en lentos paseos y en la oscuridad de la tormentosa noche, en ver y leer los nombres y las dedicatorias de los difuntos.

Desde ese día, se dedicó plenamente a su macabra distracción, y cada madrugada hallaba la manera de entrar allí, y pasear una y otra vez por aquel silencio y aquella paz que tanto lo reconfortaba.

Y fue en una de esas negras madrugadas cuando la conoció. Tranquilamente sentada estaba en la escalinata de la subida a la terraza superior, a la que rodeaba un pequeño jardín. En su silueta negra de impermeable brillante y distante destacaba como un punto de luz en la noche, la pequeña brasa de un cigarrillo. El amante de la noche se fue aproximando, movido por la curiosidad que despertaba la presencia de una mujer en ese lugar y a horas tan intempestivas y a la vez él, que no conocía el miedo, ni sabía de apariciones ni leyendas que se cuentan de los cementerio, para asegurarse de si aquella visión era real o una siniestra alucinación, se acercó más aún a ella.

Lo primero que le vio al llegar a su altura eran sus manos, cuidadas, finas, con dedos largos y elegantes. Fumaba y el humo que se espesaba por la humedad del aire se enroscaba en su abundante pelo negro, que le caía adornando una cara serena, ausente de intranquilidad o miedo.

Había dejado ya de llover y los miles y miles de estrellas de un cielo limpio se dejaban ver en el firmamento.

—Buenas noches -saludó.

—¿Espera a alguien? ¿Le ocurre algo? -añadió.


-sigue y termina en página siguiente-

Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

    La joven, que aparentaba veintitantos años, parecía no sorprenderse por la llegada de aquel hombre, ni por sus palabras, que resonaban fuertemente en el tétrico silencio y que hacían eco entre las lápidas de tumbas cercanas. Ni siquiera se movió para mirarlo, sólo se limitó a recibirlo con la indiferente mirada de unos ojos negros, profundos y hermosos, como la noche que les rodeaba, pero ausentes de sentimientos.

    Mientras que el hombre que acababa de llegar y estar junto a ella iba recordando sus tristes experiencias sexuales con prostitutas carentes de sentimientos y movidas sólo por el dinero. Nunca antes había conocido en profundidad a ninguna chica. Su extraña forma de vida le había alejado de todas las mujeres, y ahora tenía a su lado una que era hermosa y que parecía compartir con él sus extravagantes distracciones.

    Como si la actitud silenciosa y serena de ella le invitase a sentarse, así lo hizo y comenzó una amigable charla que duró horas, hasta que las primeras luces del amanecer aparecían en la lejanía. Ella fue la primera que se levantó con intención de despedirse.

    —¿Volveré a verte por aquí? -le preguntó él.

    —Por supuesto que sí -respondió ella.

    Moviendo la boca para decir eso, labios gruesos y sensuales enseñando al hacerlo, una vez más mostró su blanca dentadura con dientes perfectos, blancos y brillantes.

     —En estos días tengo tanto trabajo que hasta tengo que quedarme aquí por las noches para no madrugar tanto -dijo ella.

    Era verdad. La luz de las casas cercanas que estaban al otro lado del reducido jardín, estaban encendidas. Entonces, cuando se incorporó pudo ver lo alta y esbelta que era y cómo se movía en la noche con movimientos felinos.

    —Hasta mañana entonces. Te espero -dijo él.

    —Seguro. De eso no te quepa la menor duda -respondió ella.

    Esperó a que ella se fuese para, sin decir nada, acompañarla hasta la salida. Allí se separaron. Ella, desapareció en la oscuridad del camino que llevaba a  la ciudad. Él se quedó mirándola cómo se difuminaba hasta desaparecer majestuosamente en la distancia.

    Nuestro hombre se había enamorado, y ya desde aquella noche no dejó nunca más de pensar en su enamorada.

    Enigmática, misteriosa, segura de sí y valiente, era lo que esperaba encontrar en una mujer, y la recién conocida parecía tener todas esas cualidades. Sentía que pertenecía a aquella mujer desde el momento en que la llegó a conocer. Que él le pertenecía, se consideraba suyo. Aquella era, sin duda, la mujer de su vida.

    Las horas les resultaron eternas hasta la noche siguiente. Ahora esperaba la oscuridad como una ansiedad acuciante, como si en ello le fuese su vida. Por eso cuando nuevamente aquella esbelta figura se recortaba en la difusa claridad del mármol blanco de la escalinata, el corazón le daba un vuelco. Hablaron, pero los ojos del él estaban más pendientes de la enigmática mujer, como si no le importase otra cosa que aquellos oscuros y misteriosos ojos.

    Hasta que sin decir palabra, en un gesto voluntario, le cogió la mano y la estrechó con vehemencia.

    La sintió fría, desagradable, pero al hombre no parecía importarle. Ella, mientras, sin inmutarse, lo miraba desde aquella distancia y frialdad de siempre, como desde lejos, como desde otro lugar. Entonces, ella lo abrazó, se pegó a él con una fuerza, impropia en su cuerpo, y le pasó unos brazos como tentáculos por la espalda. Antes de que sus labios se juntaran, el hombre de la noche sintió que se perdía en él algo que no comprendía. Su corazón empezó a latir con fuerza mientras un rayo de Luna, reflejado en el rostro de su Amor, lo hizo removerse de un espanto.

    Ella estaba desfigurándose por segundo, descomponiéndose a sus ojos. Su melena, antes morena y abundante, se convertía en pelos hirsutos y descoloridos. Aquel cuerpo hermoso se escapaba de sus brazos y desaparecía como por encanto su volumen de carnes prietas. Su corazón parecía enloquecer con fuertes latidos, como unas punzadas de un dolor que aumentaba, le herían la garganta. Ella, mientras reía a carcajadas, con voz siniestra como de ultratumbas, que parecía venir de lejos, diciendo:

    —¡jajajaja! ¡Me buscabas y por eso he venido a llevarte conmigo, jajajaja!

    De pronto, la mano delicada de ella, que ahora era una garra, entraba como una saeta en su pecho y le aferraba el corazón con tal fuerza que él moría de dolor y asfixia. Pero antes de caer al suelo, pudo ver la macabra realidad del Amor que creía hallar.

    La mujer, no era ya sino un esqueleto descarnado, una calavera con las cuencas de sus ojos negras. y un agujero en una boca sin dientes. Había conocido a la parca. Su Amor era la parca, la misma que una noche vino a buscarlo y él se alegraba de conquista, riéndose, burlándose del mortal, cuyos ecos aún resonaba en sus oídos como una macabra cantinela, cuando por fin perdió el mundo de vista.

    Un infarto, uno más de los muchos que matan cada día a cientos de miles de ciudadanos anónimos.

     Estas mismas palabras, idénticas, calcadas, eran las que pronunció el forense después que levantaban el cadáver del hombre de la noche de aquella escalinata que subía a las terrazas de aquel cementerio.


    A Chávez López
    Sevilla abril 2025

     >:)

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