Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!
Le habla su conciencia
¿Qué sabes tú de Amor, niña? ¿Qué sabes tú de caricias, niña? ¿Qué
sabes tú de abrazos, niña? ¿Qué sabes tú de la ruta hacia unos labios, niña? ¿Qué sabes tú
de una respiración agitada y un anhelo estremecedor, niña? ¿Sabes tú algo de esto,
niña? ¿Sabes tú, niña, que significa que te devoren con una mirada en una
intimidad tan saturada que no sabes cómo salir de
ella? ¿Se te han nublado a ti, niña, los sentidos entre unos brazos? ¿Has
jadeado tú, niña, sedienta de más? ¿Me puedes decir qué es lo que sabes tú de
todo esto, niña?
Preguntaba a una púber su conciencia, una y otra vez, sin compasión hacia un alma de virgen rota.
Caída, olvidada, tirada sobre su cama estaba, aún sin florecer no sabía nada. Era como un pajarillo trémulo, sin un lugar en el mundo. Un calor extraño le subía por el cuerpo y se alojaba en sus mejillas virginales, pero no tenía desahogo. No había manera de deshacerse de aquella presencia, anhelante y oculta. No había manera de rescatarla de ese calor frío e inútil. Y su conciencia, cruel, no paraba de preguntarle.
Pero tenía que llegar y llegó. Y su conciencia calló amenazante. Sabía que ante sus ojos no era sólo el olvido y la pasión. Su conciencia adivinó en sus labios un destino irremediable.
Se entregaba como agua que fluía, sin que se diese cuenta. Su conciencia ante ella, y el calor en aumento. Dejaba la puerta cerrada para cuidar su flor, pero no dejaba que nadie se lo notase, como un cofre albergando monedas de oro. Por eso no quería la puerta abierta y por eso hablaba desde su silencio. Su piel sobre la piel de su conciencia ardían, sus ojos sobre una luz visible, que despedía muslos albos y febriles mejillas. No sabía cómo podía y precipitar sobre sus labios ávidos de piel perfumada de niña-mujer.
¿Y qué sabes tú de amar, niña? Y seguía tercamente su conciencia, que había vuelto a su cruel interrogatorio.
Ella, valiente, le respondía:
—Lo único que sé es que para amar hay que ser libre y dueño de uno mismo para regalarse a otro.
Pero sus labios estaban secos, sus manos empezaban a recorrer su suave e inocente curvilínea de niña-mujer, nunca antes tocada, ni valorada, ni usurpada. Ni tampoco amada.
No importaba lo que dijesen los demá; lo que nos inculcan desde niños, la culpa y el silencio, y la represión de uno mismo.
Nunca somos tan inocentes y esencialmente puros, que cuando unidos y enredados entre las sábanas.
Quizá no sabía ella nada de amar, pero después de los jadeos de aquella noche, sabía amar más que nadie. Y también sabía lo que representaba ser amada.
Nunca había sido tan hermosa que entre los brazos del hombre que la había hecho mujer por primera vez. Desnuda y carnal, bajaba su mirada, alojándose en el interior de tu cuerpo.
Pero a partir de ese día, que le plantó cara a su conciencia, nunca más volvía a interrogarla, y menos aún tan cruelmente. Por fin, conseguía silenciarla.