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Tuerceletras

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado 17 de abril en Narrativa

Tuerceletras

Nadie sabía de dónde había venido. Unos decían que había nacido en un pueblo sin nombre, donde las palabras llovían del cielo y los libros crecían en los árboles. Otros, que lo vieron salir de una biblioteca cutre abandonada, con el cabello lleno de telarañas y las uñas manchadas de tinta seca. Pero lo que todos sabían era que Tuerceletras no era un escritor común.

Tenía aspecto de un cuentista desvelado: un sombrero ladeado, un abrigo con rotos, una libreta atada al pecho con hilo verde, y un bigote que parecía un mostachón. Su verdadero nombre se había perdido entre erratas, y los libreros del pueblo empezaron a llamarlo "Tuerceletras" porque todas las frases terminaban como empezaban, jugando al pimpón con las sintaxis, además de que ninguna historia seguía el camino correcto. Decía que escribir recto era cosa de muertos.

Lo veían en la cafetería bohemia del pueblo, escribiendo en servilletas de papel con tinta de café. También en trenes nocturnos, garabateando poemas en los cristales empañados de las ventanillas. Recitaba cuentos a perros callejeros y a aventureras gatas, muy convencido de que los lectores más acreditados no eran humanos, sino caninos y gatunos,  por su capacidad para escuchar sin interrumpir.

—Yo escribo para los que no saben leer -decía y sonreía-. Porque la palabra tiene patas y puede pasarse a otra frase.

Publicó su primer libro, gracias a la imprenta de mala muerte del pueblo, donde intercambió relatos por bocadillos y peleón. Se llamaba: “Manual para torcer frases sin romperlas”, y traía instrucciones concretas sobre cómo escribir cartas de Amor con insulto, un testamento al revés y hasta un cuento que empezaba por el epílogo. Sólo vendió tres ejemplares, y uno de ellos cayó en mano de un profesor de Literatura de la ciudad; que, entre carcajadas, catalogó a Tuerceletras como un genio loco. Claro que todos los genios tienen algo de locura.

Su segundo libro nunca existió físicamente. Lo distribuía en trozos: páginas pegadas en una farola; otras, dentro de un buzón, un capítulo escondido en una revista de modas. Lo tituló “El libro imprescindible”. Hubo quien quería reunir esas páginas, para crear un rompecabezas literario, pero Tuerceletras se encargaba de desordenar todo cada vez que alguien se acercaba a la verdad.

—Una historia incompleta es una historia inquieta -solía decir, guiñando un ojo-. Lo vivo siempre está por terminar.

Era perseguido por editores de la ciudad, pero no por admiración, sino porque nunca entregaba lo prometido. En una ocasión, le pagaron por una novela de amores y desamores, y entregó una caja con marionetas y una foto de un campo de fútbol. Otra vez, escribió la biografía de un gato, que nunca existió, y firmó como gato. Lo vetaron varias editoriales, pero él consideraba eso como un elogio hacia su escritura..

Vivía en habitaciones alquiladas (sin pagar el alquiler de ninguna), o en la librería del pueblo que aceptaba su trabajo como pago del hospedaje.

Una vez, se quedó veinte días en la trastienda de esa librería, donde cada noche escribía un cuento que dejaba entre las páginas de los libros usados. Los lectores veían esos relatos como un tesoro: fábulas que hablaban de zapatos que se fugaban, relojes que soñaban, techos que hablaban y personas que se borraban de las fotografías por voluntad propia.

Un día, un amigo pueblerino le preguntó:

—¿Por qué no escribes algo normal?

Tuerceletras, sin levantar la vista, le respondió:

—Porque el mundo ya es demasiado normal, y así nos va.

Durante un tiempo lo creían desaparecido. Se rumoreaba que se había vuelto analfabeto por voluntad propia, que se le secaron las palabras. Pero la realidad era que había viajado al sur, a un pueblo en donde los libros eran quemados por superstición. Allí fundó una escuela clandestina de escritura; enseñaba a los niños y a las niñas a crear palabras y a escribir sin adaptarse a las reglas. Uno de aquellos días inventó un idioma para hablar con su sombra. Otro día, escribió un cuento que sólo podía ser leído si lo mirabas de reojo. Tuerceletras lloraba cada vez que los veía. Pero se fue del pueblo sin decir adiós a nadie.

Lo siguiente que se supo de él era que trabajaba como poeta en el cementerio de su pueblo, inventando epitafios. Los hacía por encargo y nunca repetía rimas: “Aquí yacen los restos de alguien que soñaba con los ojos abiertos”. “Murió tres veces: la primera cagado de heces”. En verano, los turistas llegaban a su pueblo, pero sólo para leer las lápidas del cementerio.

Ya viejo y achacoso, caminaba con dificultad, pero aún garabateaba ideas donde se terciaba. Una día, un vendedor ambulante lo encontró dormido en la plaza del pueblo, con una carta entre los dedos dirigida a: “¿Quién se atreve a juzgarme?”. Nadie supo lo que decía la carta porque Tuerceletras la había vendido por internet a un coleccionista de cosas raras, que la encerró en una urna de cristal y nunca la leyó.

Su ida definitiva ocurrió en otoño. Unos pueblerinos aseguraban que se disolvió en palabras, que su cuerpo se convirtió en tinta. Otros, que seguía viviendo, pero dentro de un diccionario añejo, en la sección de palabras en desuso. Lo cierto es que cada año aparece un nuevo cuento suyo en lugares insólitos: en una etiqueta de vino, en el reverso de una multa de tráfico, en la caja de un medicamento genérico, en el tiket de un supermercado…

Y siempre firmaba igual: Tuerceletras.


A Chávez López
Sevilla abril 2025

 :)
 

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