Elijo una tarde de azules cielos moteados con algodón dorado y brisa suave de abril, tan fuera de lugar
en este invierno como un pensamiento sereno, para
internarme en el profundo vacío repleto de la memoria, esperando como siempre que las distorsionadas
visiones que allí me encuentro vuelvan aferradas a
mí en el viaje de regreso de su tierra. Me preparo un
sitio con la vista privilegiada del humedal que vecina
al río, con una bolsa de tabaco en mano y una colección de minutos destinados al recuerdo de nosotros.
Preparado para iniciar la vana travesía, tomo asiento
y suspiro.
Tan pronto como mi dedo hace rodar el cilindro dentado, raspando la piedra y lanzando una chispa, y
presiono el recuadro que la enciende, se apagan las
luces del ahora y se enciende el frío fuego del ayer.
Enceguecido por la luz aparente que carece del valor
del presente, me llevo los recuerdos a los labios y
tomo una gran bocanada de ellos. Tras unos segundos, me aqueja el leve sopor de las sombras pasadas,
un exquisito mareo que, a pesar de traer visiones de
amor, destruye lentamente mis ganas de amar. Veo,
querida, en la danza del humo, las distintas formas
que asumió tu querer en los años que habrías luchado por mí, junto a mí.
Envuelto en esta oscura y fría niebla brumosa, me
siento atacado por imágenes y sonidos de nuestro
pasado. Oigo, en la crujiente combustión del papel,
los pasos emocionados de dos amantes sobre las alfombras amarillas de los árboles de otoño, entregados a las caricias espontáneas de su amor. Veo en el
rostro de la joven el tuyo idealizado, e implanto en la
memoria aquella melodía armoniosa oculta en tu
risa, que siempre esperaba ser descubierta por la astucia de una broma inocente. La dulce mezcla de recuerdo y ficción me embriaga de un intenso placer
pasajero al percibir en mi piel la suavidad de tus dedos, al oler el tierno perfume floral de tu cuello, al
sentir en mi alma el amor de tu mirada y de tu sonrisa. Pero la felicidad se desvanece. Se esfuma con el
humo de la primera bocanada que nada perturbada
hacia el cielo, llevándose consigo tu memoria. Desesperado por el abandono de las sensaciones, me apresuro a inundar una vez más mis pulmones con el
fluido engañoso, esperando que sí, que ahora sí, que
esta vez volverá a ser como aquella, que las horas no
han pasado realmente, que mi barco aún sigue a tu
estrella. Y se cumple, vuelve a surgir la noche de pieles crudas, los verdes ojos de eucaliptus, el infantil
diente torcido, todo lo vivido. Se cumple, aunque
más indefinido que antes, más lejano, como visto a
través de vidrio satinado. Me encierro voluntariamente en el bucle de la desesperación y la felicidad
del pasado, mientras veo cómo se acumulan en el
suelo los bloques de cenizas, materia prima de las mentiras que me creo para no admitir que el ayer fue
imperfecto y el hoy es doloroso.
Se oscurece el techo del universo, y me encuentro
una vez más en la contemplación pasiva de la soledad. Con menos que medio cigarro de recuerdo por
delante, y su brasa como única luz de guía, reflexiono: ¿Cómo puedo definir la camaradería que se
albergaba en nuestro querer, sino como una hermandad construida en la confianza del sabernos vulnerables? El lazo que compartíamos no puede explicarse con la norma de la superficialidad de estos
tiempos, más bien, respondía al profundo deseo inherente al ser humano de pertenecer y sentirse comprendido en esta letal aventura solitaria. ¿Adónde
fueron esos momentos de seguridad plena en que
algo tan simple como una palabra sincera nos daba
el poder de lidiar con la vida? Realmente espero tu
respuesta, porque hoy, aquí, con el tabaco como
único compañero, no logro hallarla.
Ya en el último tramo, me veo enfrentado a la realidad de que no podré olvidarte con la misma facilidad
con la que se apaga un cigarro. No podré aplastar
con mis dedos contra un muro los besos que compartimos como expresión máxima de nuestro querer,
ni podré pisar con el zapato la memoria de tu sonrisa
tranquilizadora. Sé bien que te recordaré en cada
siesta que tome en la arena, oyendo el arrullo del mar y el canto triste de las gaviotas, y que veré tu
nombre escrito con la letra de la mañana en cada
hilo de pasto que hay en este sitio. Lo único que me
queda es decir un adiós deshonesto, con un nudo en
la garganta y esperando ingenuo tu regreso. Se despide tu memoria de mí dándome un cálido beso en
los labios, ardiendo al tiempo que el último resto del
tabaco se quema. Apago el cigarro en el suelo, esperando que el próximo que encienda, sea sentado a tu
lado.
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