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Escritora y bailarina de cabaré
Melania, una chica huérfana de padre y madre, de 25 años, guapa y con buenas hechuras, quería ser escritora, pero no tenía posibilidades monetarias para acudir a talleres especializados de escritura, con la idea de tratar de perfeccionar su gran ilusión. Como también era bailarina, aunque no profesional, para ganar dinero rápido pidió trabajo como bailarina en un cabaré, que enseguida se lo concedieron, quizá más por su belleza física, que por sus dotes de bailarina. Pero ella pedía al dueño del cabaré que sólo se limitaría a bailar, no prestándose para alternar con clientes. Petición que también se le fue concedida. Ese hombre (perro viejo en este tipo de negocios) sabía que su belleza y su despampanante figura atraería a más clientes y que, finalmente, ella acabaría siendo un filón para su negocio.
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El foco amarillo de tres mil
vatios que resplandecía sobre la pequeña plataforma en la que estaba bailando,
borraba el contorno de todo lo que había enfrente, y la estridente música
apagaba los ruidos del cabaré. El rostro y el cuerpo de Melania se hallaban
cubiertos de una capa de pátina y el sudor corría entre sus pechos, desnudos.
Estaba próximo el final de su número. Respiraba profundamente y soltaba una
sonrisa con los labios entreabiertos. Empezaba a sentirse exhausta. Le dolía la
espalda, los brazos y hasta los pechos a causa de las fuertes sacudidas. La
música cesaba de pronto, cogiéndola por sorpresa; levantaba los brazos, en el
típico gesto de cabaré, se inclinaba y regalaba a los enardecidos espectadores
un último escaparate de su espectacular cuerpo antes que apagaran las luces del
escenario. Retaba con la mirada a los hombres que se la
comían con los ojos desde la barra del bar. Pero ellos bajaban la cabeza. Se
producía un atronador aplauso y un recrudecer de requiebros. Dejaba ella caer
los brazos y desaparecía detrás del telón del fondo.
La voz del encargado del cabaré resonaba en los altavoces.
—¡Señoras y señores. Presentamos ahora a la estrella de este maravilloso espectáculo, venida de Las Vegas. La mujer ardiente que todos ustedes querían ver y algunos a “algo más”; la bomba rubia, la espectacular Liz con su par del cuarenta y ocho!
Se podía oír un estruendo entre gritos y aplausos.
Liz esperaba, con sus gigantescos
pechos semi ocultos mediante la fina seda de su kimono. Sujetaba un pequeño
frasco en una de sus manos y una pajita en la otra.
—¿Qué tal el público de esta
noche, Melania? -le preguntaba.
—Como siempre –respondía, mientras
se ponía su bata-. Pero es a ti a quien han venido a ver. Lo máximo que he
podido hacer era empinársela un poco a los hombres y humedecer las bragas a algunas
mujeres.
—Esos tío son unos cerdos y esas tías
unas desvergonzadas -metía la pajita en el frasco y la acercaba a la nariz.
Aspiraba con cada aleta nasal, y tendía la mano con esos productos, y le
preguntaba a Melania de nuevo:
—¿Te apetece?
—No, gracias. Si yo aspirase eso,
no podría dormir en toda la noche.
En vista de la respuesta, Liz guardaba
ambas cosas en el bolsillo de su kimono.
—En este momento soy la mujer más
drogada que hay en la sala –sonreía Liz.
Melania, sonriendo, asentía.
Liz y sus otras compañeras
cabareteras, salvo Melania, empleaban a menudo cocaína y anfetaminas. Sin esto
no podrían cumplir con su turno nocturno de ocho horas, los siete días de la
semana y todo el mes.
De pronto, Liz se descubría la
parte superior del kimono y se volvía hacia Melania.
—¿Te gustan cómo me han quedado?
—¡Fantásticas! -exageraba la nota,
con la idea de complacer.
Liz se erguía y sus ojos empezaban
a brillar cada vez más, a medida que la cocaína iba haciendo su efecto.
—Carol va diciendo por ahí que las
suyas son más grandes, pero no. Las dos acudimos al mismo cirujano, que decía
que ella, quizá por miedo, se detenía en la cuarenta y seis y que las mías son
unas auténticas cuarenta y ocho.
Sabía Melania que se refería a
Carol Jones, una conocida topless de Los Ángeles. Liz la odiaba, y sólo porque
disfrutaba de más popularidad.
—¡Suerte, Liz, sal a ese hervidero
y acaba con el cuadro! ¡Remátalos como tú sabes!
Liz seguía mirándose sus pechos.
—Sé cómo hacerlo -respondía-. Y quien
no aplauda, dejaré caer una de éstas en su cabeza y acabará en el hospital.
Pasaba Liz a detrás del telón
cuando la música de fondo cesaba. El local se quedaba a oscuras hasta que Liz
ocupaba su lugar en el escenario. Se oía un rugido del público cuando se
encendía la luz amarilla. La música empezaba de nuevo a sonar y enseguida arreciaban,
a la vez, aplausos y silbidos.
Sonreía Melania mientras caminaba
hacia su camerino. Los pechos de Liz era la principal atracción de la noche.
Ahora, el público se encontraba a sus anchas.
Cuando Melania llegaba, no había
nadie en el camerino que compartía con otra compañera. Cerraba la puerta y abría
la mini nevera. La jarra con té helado se hallaba medio vacía. Cogía el balde y
vaciaba su contenido en el recipiente con té. Se servía un vaso y le echaba el
equivalente a una copa de vodka. Se sentaba y bebía un trago largo.
Sintiendo correr por la garganta
el líquido helado, lanzaba un profundo suspiro. La mezcla del vodka con el té
era un alivio; la reanimaba y la ayudaba a reemplazar el líquido perdido
durante su actuación.
Se despojaba de la peluca, se
sacudía su cabellera, pelirroja, dejándola caer sobre los hombros. Las
cabareteras profesionales no llevaban el pelo largo; al respetable no le gustaba
porque le tapaba los pechos.
Destapaba un bote con crema blanca
y procedía a quitarse la espesa capa de maquillaje que le cubría el rostro.
La puerta de su camerino se abría
de pronto y aparecía el encargado del club. La miraba a través del espejo, sacaba
un pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo pasaba por el cuello.
—¡La sala es un infierno! -exclamaba-.
Casi no se puede respirar por tanto calor.
—No protestes tanto –le decía Melania-.
En estas últimas semanas te quejabas de que entraba poca gente.
—No, si no me quejo. No sirve de
nada. Al final, quien se lleva los berrinches soy yo -y metía la mano en el
bolsillo interior de su chaqueta, sacaba un sobre y lo dejaba caer sobre la
mesita del tocador-. Ahí tienes lo de la semana pasada. Cuéntalo..
—No hace falta, me fío de ti.
—Pero he podido equivocarme.
-sigue en página siguiente-
Comentarios
Abría Melania el sobre.
—Y… setecientos cuarenta -acababa de contar y echaba un vistazo al recibo. El total era de ochocientos noventa y cinco dólares, pero con las deducciones y la comisión de su agente, ése neto era lo que quedaba.
—Lo habrías duplicado si me hubieras hecho caso.
—No es mi estilo, Dany.
—Eres una mujer extraña, Melania. ¿Puede saberse cuál es tu estilo?
—Te lo he dicho muchas veces, pero te lo voy a repetir. Soy una escritora en paro y una cabaretera transitoria.
—¿Otra vez con esas? ¿A qué cabaret vas ahora?
—Debuto en Gary el martes próximo.
—¿En el Top-lees Gary, quizás?
—Sí, ahí.
—Buen cabaret, sí señor. Mucho trasiego y mucho dinero. Mi colega se llama Tom. Dale recuerdos de mi parte.
—Se los daré –se ponía en pie al escuchar aplausos. Dany se fue hacia la puerta de salida del camerino.
—Liz es buena en esto, consigue ponerlos a cien –miraba a Melania y sonreía-. Pena que no haya otras como ella. Con un par así, podría retirarme en menos de un año.
—No seas tan ambicioso. Hasta ahora te ha ido bien.
—¿No te dejarías hacer una operación como la de Liz –le preguntaba, de pronto.
—Estoy muy satisfecha con las mías.
—Gana 1.600 a la semana por sólo una actuación cada noche.
—Bien por Liz –bebía un sorbo de su copa y añadía-: pero ella es ella y yo soy yo. No podría caminar con un par de ese calibre. Me caería de bruces.
—¡Eres imposible! -sonreía y salía del camerino-. ¡Suerte en tu nuevo cabaret! –añadía, como despedida, desde el pasillo.
—¡Gracias, Dany!
Volvía de nuevo al espejo, acababa de quitarse el maquillaje y abría el grifo del lavabo para lavarse la cara. Apuraba su copa antes de encenderse un cigarrillo. Empezaba a sentirse bien.
“Quizá escriba un rato cuando llegue al motel. Mañana es domingo y puedo dormir más tiempo”, pensaba
Cuando el taxi la dejaba en la puerta de su motel, veía el coche plateado con los asientos de cuero negro.
El conserje de noche levantaba la vista de sus estadillos.
—Señorita Melania. Su amiga, la señorita Rut, ha venido a visitarla. Me permití entregarle la llave de su bungalow.
—Me parece correcto, señor Ford.
—¿Se irá usted mañana domingo? –agregó, preguntando.
—No, el lunes.
—Sólo quería saberlo para hacer mis disponibilidades. Gracias.
—Mo hay de qué. Es usted una persona amable y servicial.
—Usted también es muy amable, señorita.
Salía al exterior y comenzaba a caminar por la corta vereda que conducía hasta su casita. Una débil luz se filtraba a través de las cortinas. Giraba el picaporte, pero veía que la puerta no estaba cerrada con llave.
Rut se hallaba en el saloncito, leyendo, recostada sobre el sofá. Apartaba la vista de la lectura y sonreía al verla entrar.
—Pittsburgh no es Los Ángeles. Aquí la última función acaba a las dos.
Sonreía también, a la vez que echaba un vistazo a la mesa del salón. La máquina de escribir seguía como la había dejado antes de partir hacia el cabaré; con un folio en blanco en el rodillo.
—En eso que antes dijiste tienes razón –contestaba, al fin-. Esto no es Los Ángeles.
Dejaba su neceser en el sofá, la miraba y le preguntaba:
—¿Quieres beber algo?
—Zumo de naranja, si es que tienes.
—Tengo -se iba hacia la cocina. Sacaba de la nevera un bote de naranjada y la jarra de té, y la botella de vodka del estante. Abría el congelador y cogía el balde con trocitos de hielo. Cuando regresaba al salón, Rut estaba preparando un pitillo de marihuana. Servía Melania las bebidas: el zumo para su amiga, y el té con vodka para ella.
—Salud -le decía, dejándose caer de golpe sobre el sillón.
-sigue y termina en página siguiente-
Rut le pasaba el cigarrillo.
—Te vendrá bien unas caladitas.
—Tienes razón -cogía el cigarrillo.
—¿Qué tal la escritura? -le preguntaba, de pronto, señalando la mesa.
—Mal. No puedo inventar nada. Se me ha ido la inspiración.
—Necesitas unas vacaciones. Hace diez meses que estás de gira. No es bueno trabajar durante el día y la noche.
—No sólo eso, es como si de pronto hubiese olvidado cómo se escribe. No atino a poner en palabras lo que pienso. Y por si eso fuera poco, me atranco con la mecanografía.
—Estás cansada, cariño. Tienes que tomártelo con calma o acabarás al borde de un ataque de nervios.
—Eso me temo.
Rut señalaba el vaso que sostenía en la mano.
—¿Cuántos de ésos te tomas al día?
—No muchos –mentía. Cada vez que últimamente cogía la botella con vodka, para prepararse una copa, estaba vacía-. Además, esto es más económico que la marihuana y da el mismo resultado.
—Pero el alcohol no es bueno para el organismo. La marihuana, si se consume con moderación, no hace daño.
—No estoy yo muy segura de eso –respondía, a la defensiva-. Cualquier droga puede dejarte chiflada para los restos.
—Por eso he dicho con moderación.
Guardaba silencio, con la cabeza gacha.
—Cariño –le decía Rut al ver su súbita actitud-. No es mi intención sermonearte. Pero me tienes preocupada. No sabes cuidarte.
—Hago lo que puedo -y cambiando de tema, añadía-: no esperaba verte este fin de semana. ¿Dónde está tu marido?
—En Los Ángeles. Canta en la tele en un programa musical. Está trabajando duro.
—Creía que eso iba a ser la próxima semana –sonreía, nerviosa, causado por el efecto de la mezcla del vodka y la marihuana.
—¿Qué tal tu nueva vida de casada? ¿Cómo la llevas? -le preguntaba, súbitamente.
—Mi marido no se queja. Aunque tampoco ha tenido oportunidad para ello. De los tres meses que llevamos casados, sólo hemos pasado cinco días juntos, y de ésos días, sólo dos veces hemos hecho el amor, Mi marido siempre está ocupado con la televisión y la radio -miraba a Melania y estaba medio dormida.
—Estás agotada, cariño -añadía Rut, de pronto
Cuando Melania abría los ojos. Rut había dado la vuelta al sillón y se encontraba inclinada sobre su amiga, la cual hacía un gesto de asentimiento.
Empezaba Rut a masajearle la frente, para después bajar lentamente las manos hasta el cuello, para destensar los músculos.
—¿Te gusta?
—¿Qué si me gusta dices? ¡Te compro tus dedos por todo el dinero que he ahorrado y el que pienso ahorrar en los próximos meses! -decía, al tiempo que cerraba de nuevo los ojos.
Reían ambas.
—¿Qué te parece si te preparo un baño? He traído unas sales nuevas, y son de París -le proponía.
—¡Pues me parece lo más genial que he escuchado en mucho tiempo –y seguía con los ojos cerrados.
Oía Melania que Rut hacía correr el agua de la bañera, y poco después la sentía, más que la oía, regresar. Abría entonces los ojos.
Rut estaba arrodillada, desabrochándole los zapatos.
—Pobres piecesitos cansados –decía mientras los masajeaba. Alzaba la cabeza, la miraba, de arriba abajo, y añadía-: ¿sabes que eres muy bonita y que estás muy buena?
—¡Tú sí que eres bonita y estás buenísima –le decía, volviéndose hacia ella, que se pasaba la lengua por los labios y, con una voz lujuriosa, agregaba:
—Alcanzo a oler tu sexo desde más un kilómetro.
—¿Es fuerte el olor? –preguntaba, con curiosidad-. Es que no me quedan fuerzas para ducharme después de actuar tres veces en el cabaré. Acabo rendida.
—Más que fuerte es afrodisíaco. Me vuelve loca. Olerlo es como si se abriera un grifo entre mis piernas. Ahora estoy empapada.
Clavaba los ojos en Rut y respondía:
—Y yo también estoy empapada, mulata mía. Siempre que estoy a tu lado, sólo pienso en lo mismo, en que hagamos el amor y gocemos a tope de nuestros cuerpos.
A Chávez López
Sevilla mayo 2024