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Tiempo de guerra

editado septiembre 2008 en Humorística
TIEMPO DE GUERRA
1ª Parte


Un grupo de caballeros hechos y derechos y, de cual a más pretendido sesudo, hallándose hasta el gorro de aburridas tertulias con temas agotados, reuniones de amigos en el bar tipo boda familiar y faltos de emociones fuertes –como solían repetir- se preguntaron un buen día entorno a su mesa de siempre en la taberna “Adoración del Sol Nublado” ¿Porqué no le declaramos la guerra a Zurbarán –Hablaban de un pueblo de 800 habitantes a unos 5 kilómetros de distancia- para matar el aburrimiento?
La esperada pregunta sonó a cosa hecha, pues esta idea ya se había barajado en más ocasiones y solo quedaba tomar la decisión acompañada de un rutinario cafelito como el que se estaban tomando.
Se hallaban juntos como cada día, D. Venancio Pinchauvas, D. Raskayú Sinabuela, D. Ataulfo Recuetros a Pringachas y D. Agapito Arremangate Juliana. Aquel día –pues no sé qué día ni me importa y al que le importe que lo averigüe- los cuatro caballeros en la taberna de siempre, iban a dar respuesta a la crucial pregunta de… ¿Porqué no declaramos la guerra al pueblo de Zurbarán? La respuesta fue otra pregunta a una sola vos: ¿Por qué no? El tiempo nos está acartonando y la monotonía nos está comiendo, sin que hagamos algo para distraernos, algo diferente que nos motiv. ¡Esta decidido! -Sentenció Sinabuela muy ufano y sacando pecho- ahora todo el mundo manos a la obra, esta guerra hecha a nuestra manera la ganamos en un pispas, conquistamos el pueblo de al lado y si alguno se resistirse, lo desterramos para ciento y un años al otro pueblo de más allá y punto. ¡Pues buenos somos nosotros para blandenguerías! –concluyó Pinchauvas.
Sin poder contener, ni disimular la emoción que les embargaba, se miraron unos a otros acariciando mentalmente aquella batalla, pero quedaba un escollo que salvar… Habría que convencer a la Reina Sulfurosa Pezenagua I de Valdivia –pueblo de unos 2.800 habitantes- y los cuatro sabían que era misión difícil, pues no solía aceptar ideas ni proyectos que no fueran suyos, o se hicieran pasar por suyos, de modo que cada cual se desprendió del protagonismo que le pertenecía y le cedieron la empresa como idea exclusivamente suya. Encantada por todo lo expuesto, lo mandó pregonar al pueblo y se proclamó por adelantado conquistadora del territorio de Zurbarán, un sacrificio más por su parte que hacía gustosa por su pueblo y para su pueblo ¡Pues no era vanidosa la buena señora! Por supuesto daba por hecho que aquello era pan comido.
Pasada escasamente una hora de la decisión de la Reyna de atacar al pueblo vecino así por las buenas, los pregoneros reales se partían las cuerdas vocales anunciando por las cuatro esquinas la declaración de guerra contra Zurbarán, y al tiempo que sus voces atronaban las calles de Valdivia, el Consejo Real se reunía de urgencia, aunque muy ceremoniosamente para redactar dicha declaración de guerra, la cual iría firmada de puño y letra por la Reyna y con el sello de palacio.
La iniciativa era ya cosa suya, tal y como se había planeado. Pero Sulfurosa se recreó aun más en ella y se mordió los labios de placer mientras deslizaba el pergamino enrollado entre los dedos, e inesperadamente, como movida por un arrebato, mandó llamar al mensajero para que a toda prisa partiera hacia Zurbarán con la declaración de guerra.
Antes de abandonar los respectivos escaños, el Consejo de Guerra estudió sobre la marcha y corriendo, un plan de ataque por sorpresa destinado a dar la más sabrosa de las victorias.



EL PERGAMINO LLEGA A DESTINO

Tal día como hoy, o como ayer –qué más da- llegaba el mensajero real Escuridinio Patizambo Vayvuelve, al castillo de Zurbarán –al que los desinteresados por esta guerra le llaman Ayuntamiento- y se hacía conducir a presencia del Rey Felicisimo Reganchado IV.
Escurridinio llevaba su caballo bajo el brazo, pues no habían tenido cataplines los aguerridos soldados de la Guardia del Rey para arrancarle el caballo, o al menos convencerle de que lo dejara en el paragüero de la entrada como todo el mundo, entre pataleos y chillidos, el mensajero repitió hasta quedarse afónico, que aquel hermoso caballo con mango de madera y punta de hierro y empuñadura de hueso, le había ayudado a su abuelo en su cojera y se lo dio como herencia su tía Cipriana Plana Depecho, cuando hubo apenas cumplido los dos años y desde entonces lo conservaba como una auténtica joya.
El Rey viendo que aquella pugna iba para largo, pasó olímpicamente del mensajero y de su caballo y ordenó que le acercasen el pergamino, que era en definitiva lo que le importaba. Cuando Reganchado IV hubo leído la declaración de guerra por parte de Valdivia, no pudo contener una sonora carcajada mientras decía: ¡Ya me pedía a mí el cuerpo marcha! Y chascando los dedos pidió que acudiera el escribano para dar respuesta al pergamino recibido y venía a decir así: Querida Sulfurosa Pezenagua I de Valdivia, no podéis imaginar cuan feliz me hace vuestra declaración de guerra, pues he de reconocer que me estaba aburriendo gansamente sin que se me ocurriera nada semejante, os felicito de corazón por la genial ocurrencia que habéis tenido y os doy mi palabra de que no faltaremos a la cita, estoy seguro de que ambos disfrutaremos con los preparativos y nos veremos en el fragor de la batalla, la gente pierde el tiempo recuperando todo cuanto le suena a histórico y a mí no se me antoja nada más histórico que una guerra artesana, hecha a mano.
El Rey seguía ensimismado en la redacción del documento, cuando Escurridinio osó apremiarle diciendo: Tenga en cuenta Majestad, que la noche se me echa encima y tendré que cabalgar con la luz de la luna en cuarto menguante, que ni es luna ni es ná.
Reganchado IV le lanzó una mirada inquisidora a la vez que respondía en tono muy molesto: Me falta únicamente concretar lugar y fecha de la confrontación, pero como me tienes hasta los mismísimos… pues la fecha será mañana, la hora, medio día y el lugar, la zona llamada Tabla del rio Gargáligas. Y dicho esto, estampó su firma en el papel y con el recadito bien enrollado, lo mandó sellar y que seguidamente se entregara al veloz y presuroso Escurridinio, pero no dejó el Rey que partiera sin antes hacerle una última advertencia: Dile a tu Señora Reina que soy un fanático de la puntualidad.
Quien le iba a decir a nuestro mensajero lo duro y penoso que iba a resultarle el camino de vuelta a casa, y es que en el desenfreno de su galopar, dio un saltito con tan mala pata que se le partió por la mitad el mango del caballo carcomido por la polilla y hubo de hacer el resto del camino casi agachado para que rozara el extremo del palo en la carretera, prácticamente rozando el trasero con los talones, logró alcanzar las puertas de palacio, o Ayuntamiento –como le llamaban los no implicados en esta guerra- allí fue socorrido por los guardianes de la puerta que no daban crédito a sus ojos al verle de aquella guisa, casi arrastrándose y medio desmayado por empeñarse en llegar montado a caballo, bueno, a medio caballo.
Ya ante la Reina Sulfurosa Pezenagua I de Valdivia, mientras Escurridinio intentaba reponerse de su hazaña, ella se relamía leyendo la desafiante respuesta de su amigo, comprobando gustosa que el reto había sido aceptado y la guerra estaba servida, ilusionada hasta los zancajos, ordenó que de inmediato se reunieran ante ella todos los hombres y mujeres del pueblo con edades comprendidas entre los ochenta y noventa años, por eso de que la experiencia es un grado y madre de la ciencia y todo eso… Los preparó psicológicamente para el combate con un discurso de doble efecto adormecedor sobre la soberanía, el coraje patriótico, las ideas claras y el chocolate espeso, y sobre todo, la necesidad imperiosa de espantar el aburrimiento y hacer algo de ejercicio, que a sus edades les venía niquelado para el reuma, artrosis, lumbagos y achaques propios de la cantidad de experiencia que tenían encima.
Paralelamente a este reclutamiento selectivo por parte de la Reina, los artífices de la declaración de guerra contra Zurbarán, que en agradecimiento a su brillante idea, habían sido nombrados generales para la ocasión, se afanaban en preparar y poner a punto la herramienta de guerra y a pesar del escaso tiempo que el Rey Felicísimo Reganchado les había dejado, se las ingeniaron para reunir abundante, variado y sofisticado armamento.
Entre lo que pudieron juntar los generales, se encontraban los viejos tirachinas de largo alcance, las hondas de goma de cámara de bicicleta, los arcos con flechas de ballena de paraguas, los calderos para hacer ruido, los cucharones paelleros para las catapultas, los tubos de caña para lanzar dardos sin envenenar, las pistolas de agua, y un montón de lanza tapones de corcho, etc.
Los de caballería daban los últimos retoques a sus caballos, entre los cuales se hallaba el de la Reina, ya listo para partir. Se trataba de un hermoso ejemplar con mango de madera noble, acabado con una rueda en el extremo inferior y rematado con cabeza de caballo tallada a mano. Excepto este caballo, tan solo el del General Sinforiano Vatieso, le iba a la zaga con su cabeza tallada y crines de lana azul, todos los demás se reducían a simples escobas, bastones, muletas en desuso, estacas, palos, y trozos de caña de pescar.




ATAQUE ESTRATÉGICO



La estudiada estrategia de madrugar mucho para dejar atrás el lugar de la cita –el frente- y llegar por sorpresa al pueblo de Zurbarán para cogerles a todos dormidos, podía ser el plan maestro para garantizar la victoria, de modo que había que ponerse en camino aprovechando la oscuridad, más que nada por eso de que en la noche todos los gatos son pardos, que al que madruga Dios ayuda y que lo bien hecho bien parece y otras coincidencias del refranero que se aprovecharon para echarse al camino seguros de que antes de que saliera el Sol, Zurbarán había de ser territorio de Valdivia sin haber tenido tiempo ni ocasión de reaccionar.
¡En marcha! Gritó la Reina y los caballos se alzaron de manos y se escucharon nerviosos relinchos… ¡Y es que, Atafaifa Tomatescojo, relinchaba como quería la granuja! Y los demás la imitaban lo mejor que podían. La tropa de a pie entonaba bravos cantos de guerra como: Soy minero. Ese toro enamorado de la luna. Una vieja y un viejo van pa Albacete… y otras por el estilo.
Así, berreando cada cual a su antojo, o como mejor sabía hacerlo, con estos canticos y armando un tremendo alboroto, hicieron buena parte del camino –exactamente un kilómetro y medio- hasta que el General Vatieso ordenó que por prudencia se continuara el viaje en silencio para no alertar a posibles espías disfrazados de agricultores, ya que estaban entre frutales.
Todo se deslizaba según lo previsto, como una seda y de seguir así las cosas, les hubiera dado tiempo y sobrado incluso para cumplir todos los planes al dedillo; pero el destino traicionero y burlón les estaba dando la espalda para volver contra ellos la sorpresa que le llevaban preparada al enemigo.
A buena distancia todavía del puente del río Gargáligas, lugar señalado para la contienda, Sulfurosa Pezenagua I de Valdivia, se apeó de su caballo protestando con los brazos en jarra: ¡No, no y mil veces no! Me niego a seguir montando a horcajadas como los hombres ¡Soy una Reina! Y montaré como tal, sentada con los dos pies hacia el mismo lado, con la elegancia que mi rango exige, como montaban mis antepasadas.
Los generales de su confianza trataron por todos los medios de disuadirla de su empeño sin éxito, el General Vatieso se permitió incluso hablarle al oído para aconsejarla de esta manera: El tiempo es oro Majestad, vamos ya con algo de retraso debido a los descansitos que se viene dando la tropa y nos jugamos el honor en esta batalla, si os empeñáis en montar de lado, andando de esa manera, por muy elegante que os parezca, no llegaremos ni al río Gargálgas, cuanto más al pueblo que dista a otro tanto del camino andado, si les damos tiempo a que lleguen al río, nos meten una palera que nos zurramos por las patas abajo. ¿Lo entendéis Majestad?...
La mollera de la reina era dura como el pedernal y dijo que no había tu tía, ni razonamientos de generales, ni farrapos de gaitas, ella montaría su caballo con mango de madera a sentadillas, como había dicho y colocándose con los dos pies hacia el mismo lado, con la elegancia, que decía se debía hacer, comenzó a caminar de lado en aquella ridícula postura y el ritmo bajó al paso más lento de la más cansada procesión sevillana.
Tal fue la lentitud a la que sometió la postura de la Reina a la tropa, que cuando finalmente avistaron el puente del río Gargáligas, el enemigo ya se había echado una cabezadita y estaban sacando las botellas de las neveras de camping, para prepararse unos chupitos. Cuando el General Pinchauvas, echándose los catalejos a la vista vio la escena, refunfuñó: ¡Es que caminar de lado tiene mandanga! Ya puede ser todo lo elegante y decoroso que quiera su Majestad, pero ahí tiene los resultados y por si lo quiere saber, a mí me parecía que venía cagando.
Pidiendo permiso a un pie para mover el otro habían llegado al puente y allí estaban, los hombres que cargaban con la munición para las catapultas, especialmente cagajón seco de asno –todo un lujo, teniendo en cuenta la dificultad para conseguirlos en los tiempos que corren- avanzaban un poco rezagados a una distancia prudencial para no apestar al resto de la tropa. La demás munición, cada uno se había equipado de lo que pudo conseguir y cabría destacar que para los tirachinas llevaban vulgares piedras machacadas de cantera, que ni por asomo se parecían a las auténticas chinas de antes.



LA SORPRESA LA DIO EL ENEMIGO
Ya en el frente y hecha trizas su estrategia inicial, aprovechando que el enemigo, o se lo estaba tomando a cachondeo, o no se habían percatado de su presencia, las tropas valdivianas pretendiendo sacar partido a lo que parecía despiste de la parte contraria, lanzaron un brutal ataque a la desesperada disparando todas las catapultas a la vez, entremezclando los impactos de cagajón de burro –alguno no tan seco como se había dicho- con cientos de chinatos desperdigados al azar, otros tantos tapones de corcho, todo envuelto en un ensordecedor aporreamiento de calderos, para dar sensación de ser muy numerosos y menguar así psicológicamente al enemigo.
Al otro lado del río empezaron a oírse gritos e insultos a granel, pero se oían por medio unas carcajadas que hacían partirse de risa al propio eco. Cegada por el aparatoso ataque de sus tropas y pensando que todo había acabado a favor suyo, la Reina gritó: ¡Ya los tenemos en el bote, ya son nuestros! Satisfecha y tan segura como orgullosa de sí misma, ordeno un instante de tregua para dar lugar a que el Rey Felicisimo Reganchado IV, viniera a presentarle su redición junto con la deposición de las armas, pero el Rey, desde la otra orilla del río se limitó a vocear: ¡Traicionera! ¡Mala vasija! Esto lo vas a pagar caro, veníamos como unos pinceles y mira como nos habéis puesto con esos cagajones de burro, que ni siquiera estaban secos! ¡Mala pécora!... ¡Mira nuestras camisas blancas! Parecemos escarabajos peloteros ¿pero sabes que te digo? Que tú te lo has buscado… ¿Te gusta jugar sucio? Pues vas a ver lo que es jugar sucio.
Sulfurosa no le hizo ni caso, dando por hecho que estaban perdidos y que aquel griterío no era más que una bravuconada de Felicisimo para ganar tiempo, así que mandó cargar las armas nuevamente para remacharles definitivamente y mientras la tropa cargaba en silencio, ella sacudiendo el flequillo al viento gritó a los del otro lado: ¡Aquí se viene a pelear, no a cacarear como las gallinas!
Escasamente había tenido tiempo la Reina de cerrar la boca, cuando sonaron dos impactos de arma pesada casi a sus pies, miró asustada al suelo y vio horrorizada que había desestimado al enemigo, pues estaban disparando con catapultas de gran calibre cargadas con boñiga fresca de vaca.
¡Majestad, la tortilla ha dado la vuelta! –advirtió el General Recuetros a Pringachas- aquí no tenemos nada que hacer. Sulfurosa le miró contrariada y reconociéndose en inferioridad de condiciones, no se le ocurrió otra cosa que pedir tiempo muerto, por creer que daría resultado como en el baloncesto para ganar el tiempo que aún necesitaba su aguerrida tropa para acabar de cargas las armas a conciencia, pero no pudo engañar a nadie, es más, cuando quiso darse cuenta, sobre el río Gargáligas se había desatado una auténtica tempestad de mierda.
La cosa empezaba seriamente a oler mal para Valdivia y no tuvo más remedio que replegarse y admitir que la primera batalla estaba perdida y la frase histórica de aquel momento fue la que pronunció Escurridinio Patizambo cuando se retiraban reculando a todo trapo: ¡No entiendo como esto le puede dar suerte a los artistas!…


Continuará


Viejo Zorro

Comentarios

  • GadesGades Garcilaso de la Vega XVI
    editado septiembre 2008
    Hummm. ¿Cómo decirte? Es entretenido, pero esto no me ha convencido. Sin duda se te dan mejor otro tipo de relatos y la poesía. Pero es sólo mi modesta opinión. Seguro que otros pensarán diferente.

    Un saludo.
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