¡Por fin daba sentido a su vida!
Laura, una hermosa mujer de 39 años, nació en Sevilla.
Trabajaba en la empresa de su padre de directora del departamento de
contabilidad. Su vida siempre había sido aburrida. En su juventud era
presionada por su progenitor para que sacase con sobresaliente la carrera de Economía,
por lo que no había vivido plenamente la magia de la adolescencia. Y cuando, por
fin, se decidía a vivir su propia vida, le era prácticamente imposible
porque aún permanecía bajo el mando y la influencia de su padre
y jefe.
No
odiaba su trabajo ni tampoco su vida, pero de su vida añoraba no haberla disfrutado más.
Mañana iba a cumplir 40 años. Estaba hablando por teléfono con un cliente sobre
un dato de su cuenta, cuando se percataba de que tenía un mensaje en su móvil;
era de su amiga Daniela.
Esta noche te
prohíbo que me digas que no, como siempre me dices. Tenemos una cena en el
restaurante italiano.
Daniela le recriminaba que trabajase tanto. Daniela tenía 38
años, era más atractiva que guapa, pero tenía una espectacular anatomía y
también tenía sobradas posibilidades económicas. Siempre estaba de fiesta en
fiesta y revolcándose de cama en cama, pero Laura no era capaz de hacer eso aun
superando en todo a Daniela y además era de un mayor estatus económico.
— Laura, hija, esta noche vamos a cenar en mi casa, para celebrar tu cumpleaños.
Vienen tus primos con sus parejas.
Su padre no tenía la costumbre de llamar a la puerta del despacho de su hija
antes de pasar, pero lo que más la enervaba ella era que le marcase sus planes como si
fuesen una obligación. Debido a su endeble carácter, esa noche se encontraba
inmersa en una encrucijada: no se atrevía a decirle a su padre que no podía asistir
a la cena porque quería salir de fiesta con su amiga Daniela.
A punto estaba de hablar de ese asunto con su padre, pero se había ido ya, sin escuchar
su respuesta, como era habitual en él. Nunca contaba con ella.
Daniela, no puedo
salir esta noche contigo. Mi padre ha organizado una fiesta por mi cumpleaños
Eso
decía el mensaje con el que respondía a su amiga, cuyo teléfono móvil de ella
no tardaba en sonar
—
¡¿Cómo que no puedes salir?! -había cabreo en su voz.
— Es que mi padre me ha dicho hace un rato que esta noche hay cena familiar y no puedo
decirle que no -como siempre, intentaba justificarse.
—
¡Qué tienes ya 40 años, joder! ¿¡Cómo coño no puedes decirle que no!?
Sabía
que su amiga tenía razón, así que cortó la comunicación para no seguir discutiendo con ella, y
menos aún sabiendo de antemano que iba a ser un tira y afloja absurdo, porque ella pensaba lo mismo que su amiga.
“¡¿Y encima me cuelgas?! ¡Pues
que sepas que esta noche voy a buscarte a la casa de tu padre, y saldremos sí o
sí!”.
Daniela acababa de hablar con un teléfono sordomudo.
El
mensaje que terminaba de recibir Laura era inquietante. Sabía que Daniela era
capaz de montarle un pollo, sin reparar en que estuviesen delante su padre, incluso acompañado.
Después de recoger su bolso para irse a su casa, pasó cerca del despacho de su
padre. Se detenía en la puerta entreabierta.
Estaba a punto de llamar, cuando
escuchaba que él estaba hablando por teléfono.
-pasa a página siguiente-
Comentarios
— ¡Claro que vendrá Laura a la cena! Yo te la presentaré. Ya es hora de que se case. Sí, seguro que le gustarás.
Laura se ponía furiosa. No podía creerse lo que había escuchado. ¡Su padre estaba preparándole una cita a ciegas! No se lo pensó y entró al despacho. Enmudecía y se sorprendía el padre al ver que su hija no había llamado a su puerta, y además la veía terriblemente enfadada. Nunca la había visto así antes.
Laura cerraba de un fuerte portazo, se acercaba a su padre y le miraba a los ojos, como jamás lo había hecho.
— ¿¡Cómo te atreves prepararme una cita sin mi consentimiento?!
— Verás, hija…
No le dejaba seguir hablando. Era la primera vez que se enfrentaba a su padre.
— ¡No tengo que ver nada! ¡Estoy harta de ti, de que siempre controles mi vida! ¡No te lo permitiré nunca más! ¡Esta noche no voy a ir a tu cena familiar!
El padre no abría la boca, solamente veía cómo su hija salía de su despacho dando otro portazo. Siempre la había llevado a rajatablas, pero esta vez no le quedaba de otra que admitir que había perdido la autoridad que había tenido sobre ella.
— Iremos juntas a cenar esta noche –le decía vía móvil a su amiga Daniela, mientras caminaba hacia el aparcamiento.
Ya dentro de su coche, sentía un vacío que iba llenándose con un sentimiento de culpabilidad, que la hacía romper a llorar, desconsoladamente.
La entristecía lo que había hecho, pero estaba indignada y se sentía traicionada, así que no pensaba dar marcha atrás.
Lloraba con la cabeza sobre el volante. Pero, de pronto, se daba cuenta de que alguien golpeaba el cristal de su ventanilla. Alzaba la cabeza y veía a un hombre, guapo, moreno, ojos verdes. Parecía joven, pero algunas canas en las sienes decían que no lo era tanto. Se secaba las lágrimas y bajaba el cristal de su ventanilla.
— Discúlpeme, señorita. La vi llorar y no pude evitar acercarme. ¿Se encuentra usted bien? -su tono era amable y tierno, le daba tranquilidad.
— Sí, gracias –se secaba los ojos, mostrando una sonrisa forzada.
— Una mujer tan hermosa como usted no debería llorar de esa forma. Le afecta a su belleza –añadía.
Se despedía educadamente de ella y se fue alejando. Laura sentía un algo extraño en su cuerpo. Aquel desconocido había conseguido calmarla. Después de pasar por su casa, para ducharse y ponerse lo más guapa posible, conducía hacia donde había quedado con Daniela, oyendo de la radio del coche a su cantante favorita de coplas: “Miriam Domínguez”.
Cuando entraba al restaurante italiano, veía que Daniela estaba en una mesa del fondo, acompañada de dos chicos. Desde lejos, parecían dos modelos sacados de esas revistas del corazón. Al verla, Daniela alzaba la mano haciéndole gestos de que se aproximase. Laura tragaba saliva y se iba hacia la mesa.
— ¡Felicidades, preciosa! –Daniela se levantaba, la besaba y la abrazaba-. ¡Estás para comerte, tía buena! -añadía.
-pasa a página siguiente-
Siempre le decía algo así cuando la veía vestida con ropa ceñida. En esa ocasión era un ajustado vestido verde de unos diez centímetros por encima de las rodillas, que se había regalado a sí misma como obsequio por su cumpleaños, comprado en su boutique habitual de Sevilla.
— Quiero presentarte a dos amigos -le decía Daniela, cuando llegaron a la mesa.
Eran dos hombres espectaculares; guapos, altos, fornidos.... Se adivinaba que debajo de las camisas había dos abdómenes impresionantes.
— Los conocí anoche en un bar de copas. Son bomberos –le dijo a sovoz Daniela.
La cena transcurría entretenida, pero uno de los bomberos era muy pesado, y no dejaba de intentar ligarse a Laura; pasaba una mano por encima de la de ella, haciéndose el distraído, y a la mínima oportunidad intentaba besarla con cualquier excusa.
Laura empezaba ya a agobiarse. Pero en ese momento veía venir a la mesa de ellos a un hombre. Le reconocía pronto; era el hombre que la había abordado y la había tranquilizado en el estacionamiento.
— Discúlpenme -y cogía, sin miramientos, la mano de Laura.
— Me he percatado de que no está usted disfrutando de su cena -miraba a Laura y dejaba una tarjeta en su mano.
Y Daniela y los bomberos, mudos, sin reaccionar ante aquello. Laura se ponía roja de vergüenza. Aquel hombre la besaba en la mano y después se iba con paso firme y decidido hacia la puerta de salida del restaurante.
— ¡¿Quién es ese imbécil?! –preguntaba el bombero que había intentado ligarse a Laura.
— No sé –Laura miraba la tarjeta-. Aquí dice que se llama Jorge.
El resto de la noche pasaba con más pena que gloria. El bombero ligón se había vuelto más pesado, y Laura luchaba por quitárselo de encima. No hubiese estado mal una noche de sexo, vino y clavel, pero, extrañamente, ella no dejaba de pensar en aquel misterioso hombre moreno de ojos verdes.
Laura llegaba a su casa; sacaba la tarjeta del bolso y se sentaba en el sofá. No sabía qué hacer. Pero no quería pensar, así que cogía su móvil y marcaba el número que aparecía en la tarjeta. Interminables sonaban los tonos. Ya estaba a punto de colgar, cuando alguien respondía.
— ¿Sí? –por la voz, no cabía duda de que era él.
— Hola...
Apartaba el móvil de su boca; no sabía qué decir. En realidad, no sabía por qué le había llamado. Pero, finalmente...
— Soy Laura la chica con la que usted habló en un estacionamiento público y por casualidad en un restaurante italiano.
— Laura, bonito nombre -hacía una pausa-. Antes de nada, tengo que decirle que lo del restaurante no fue una casualidad. La seguí desde que salió del aparcamiento su coche. No me podía resistir a sus encantos.
Ahora Laura se quedó paralizada. Necesitaba colgar. Aquel extraño estaba admitiendo que la había seguido, pero se sentía atraída por él. Su voz, su dulzura, y su seguridad en el hablar… Sentía que se estaba excitando.
— Espero que no te haya importado que te siguiera. No pretendo hacerte daño. Al contrario. Yo soy...
— Bueno, verá usted, no sé por qué le he llamado -lo interrumpía.
— Ven mañana a mi casa a desayunar, y aquí hablaremos tranquilos. Ahora tengo que colgar, pero, por si se te extravía mi tarjeta, toma nota…
Corroboraba el domicilio y metía de nuevo la tarjeta en su bolso. Estaba a punto de despedirse cuando se daba cuenta de que había colgado.
Después de asearse sus partes más íntimas se acostaba. Siempre dormía desnuda. Le gustaba de sentir la suavidad de las sábanas en su cuerpo. Morfeo no aparecía. Daba vueltas y vueltas en la cama, a la vez que no dejaba de pensar en Jorge, en su voz, en las sensaciones que la hacía sentir. Sin darse cuenta, metía una de las manos entre sus muslos. Su sexo estaba húmedo. Se lo acariciaba con los dedos de esa mano y la otra mano buscaba un pezón. Gemía mordiéndose el labio inferior. Al poco, le vino un orgasmo. Nunca antes había sentido uno tan intenso en las noches en que se había masturbado. Durmió toda la noche plácidamente. A la mañana siguiente se despertaba y se duchaba, escogía ropa cómoda: vaqueros y blusa. No quería dar la apariencia de una mujer buscona si aparecía más peripuesta.
Llegaba al domicilio y se detenía ante el portero electrónico.
“¡¿Qué coño haces aquí, Laura?!”, pensaba mientras trataba sacar el valor suficiente para pulsar el timbre.
— ¡Buen día, Laura! –Jorge estaba detrás de ella portando una bolsa-. Vengo de la panadería. ¡Qué alegría volver a verte! ¡Pero pasa, por favor! –abría la puerta y con gesto amable le indicaba que entrase.
— Gracias –se iban hacia el ascensor y entraban en el angosto habitáculo.
— Eres muy guapa –le decía Jorge, mirándola a los ojos y con aplomo en el hablar, mientras subían.
-sigue en página siguiente-
Laura se sentía atraída por aquel desconocido.
— No sé qué decir, y tampoco sé por qué estoy aquí –su espontánea sinceridad hacía que Jorge sonriese.
— Bésame -le decía él, de pronto, mirándola a los ojos. Y Laura, como si su cuerpo fuese atraído por un imán incontrolable, se acercaba más a él y obedecía, dándole un tímido beso en los labios con los suyos semicerrados.
Cuando entraban al piso se quedó mirando el mobiliario; era del estilo minimalista, casi sin muebles, pero tan gustosamente decorado que hacía que los visitantes se sintiesen cómodos. Jorge le dijo que se sentase en el sofá, y Laura se iba hacia un sofá de cuero negro y se sentó, y después cruzó las piernas, como era su costumbre. Al poco, Jorge entró al salón con una bandeja que contenía bollería, aceite, jamón y dos tazas de café, además de azúcar, cubiertos y servilletas.
— Descruza tus piernas, Laura. En mi presencia no es correcto que te sientes así –su tono de voz era dulce, pero ahora más firme el hablar.
Laura no entendía eso de “correcto”. Tenía la costumbre de sentarse así. Pero descruzaba las piernas y se sentaba, con ellas cerradas y juntas.
Desayunaban, conversaban y sonreían contándose cosas de sus vidas, para irse conociendo. Pero, de pronto, Jorge ponía su índice de la mano derecha en los labios de Laura, como indicándole que guardase silencio.
— Quiero que seas mía –le dijo mirándola, sin que ella pudiese mantener la mirada; algo le hacía bajar la cabeza, como si de dentro de ella sintiese que no quería. Pero le respondía:
— Yo también quiero ser tuya.
— No, no me refiero a lo que estás pensando. He querido decir que tú serás mi esclava y yo seré tu señor.
Laura empezó a ponerse nerviosa. Había leído en el Internet cosas relacionadas con el BDSM, y sabía que eso la atraía, pero ahora estaba ante la realidad. Un escalofrío la recorría todo el cuerpo.
— ¿Yo? -hacía una pausa-. ¡Si yo no...!
— Tranquilízate –la interrumpía y la cogía de la mano.
— Ven conmigo -le decía, con firmeza.
— De acuerdo.
Jorge se detenía en seco, la miraba y le decía en un tono enérgico:
— ¡Señor!
— De acuerdo, señor –Laura bajaba nuevamente la cabeza.
La besaba en la frente y la llevaba a un cuarto de al final del pasillo.
Laura se asustaba al ver todo aquello. Las paredes oscuras, sin muebles, salvo una cama y un yugo de madera, que a ella le recordaba los cepos que utilizaban en la antigüedad para inmovilizar por cuello y muñecas a los ladrones. Y esto la asustaba más de la cuenta, y más cuando veía que había al fondo del cuarto un cordaje que colgaba del techo, como una especie de columpio, y junto a él, un arcón de madera.
— Desnúdate –mientras le decía eso, permanecía detrás de ella.
Laura dudaba, hasta que sentía cómo la mano de Jorge impactaba con fuerza en una de sus nalgas, haciéndola soltar unos gemidos de dolor. Su cuerpo se tensaba totalmente. Estaba a punto de girarse y de devolverle el golpe, pero, sin esperarlo, recibía un azote más fuerte en la otra nalga. Volvía a gemir, pero el segundo hacía que se serenasen sus ganas de revelarse. Y sus gemidos, extrañamente, no eran de dolor; eran como si estuviese su mente entrando en un estado distinto del que ella desconocía.
— Te ordeno por segunda vez que te desnudes -no gritaba, pero sus órdenes eran contundentes.
Laura se quitaba la blusa y la dejaba caer. Sentía pudor por desvestirse. Ahora le tocaba al sujetador, que también dejaba caer. Se ponía las manos sobre los pechos, como queriendo esconderlos.
Jorge le acariciaba la espalda. Laura proseguía con sus manos tapándose los senos. Sentía cómo subía la mano que estaba ahora cerca de su cuello. Sentía un fuerte tirón del pelo. Jorge la tenía cogida del pelo y tiraba de él.
-sigue y termina en página siguiente-
— Toda la ropa.
— Sí señor.
Se desabrochaba el botón de los vaqueros y corría la cremallera. Su cabeza era una lucha; una parte de ella le decía que se fuese de allí, pero la otra parte, en ebullición, le indicaba que se desnudase y que se entregase.
Se bajaba lentamente los vaqueros. Llevaba bragas negras. Jorge podía admirar en plenitud un cuerpo escultural. Cuando los vaqueros estaban en los tobillos, no se atrevía a agacharse a quitárselos, pero se ayudaba de un pie y los echaba a un lado de un puntapié, sintiendo que iba creciendo su excitación. Por minuto se sentía más vulnerable. Sentía que Jorge la atraía, y ella deseando estaba de ser penetrada. La humedad en su mirto iba en aumento vertiginoso.
Se quitaba las bragas. Y ya, completamente desnuda, intentaba taparse los pechos y el sexo. Jorge le cogía los brazos y se los ponía detrás de la espalda, forzando con sus pies a que ella abriese las piernas. Y así quedaba una asustada Laura: con las manos atrás y las piernas abiertas y a la vista un sexo depilado, que también estaba abierto, pero de par en par.
Jorge daba una vuelta alrededor de Laura, mirándola de arriba abajo.
— ¡Hermosa perra! –exclamaba.
Al oír que la llamaba perra no se indignaba, todo lo contrario, la excitaba más. Era raro todo aquello. Se sentía humillada por estar desnuda ante alguien que acababa de llamarla perra, pero era un sentimiento de humillación que le gustaba.
Jorge llevaba la mano a la vagina de Laura, que gemía al sentir el contacto, y más cuando veía que, sin previo aviso, le había metido dos de sus dedos hasta el fondo, incluso agitándolos.
— Ya veo que estás excitada. Y me gusta –sacaba los dedos del interior y los llevaba a la boca de Laura.
— Lámelos.
— Sí señor.
Lamía los dedos. Se sentía bien por estar haciendo lo que hacía. Toda su vida encorsetada en unas normas y obedeciendo sin rechistar, pero ahora era la primera vez que se sentía feliz por obedecer.
Jorge le ordenaba que se fuese al cepo. Ante aquel aparato empezó a sentir miedo. Jorge le metía la cabeza y las manos por el interior del cepo y luego lo cerraba con llave. Laura sentía pánico, pero no se quejaba. Poco antes había podido moverse libremente, pero ahora no, ahora estaba atrapada.
El cepo estaba anclado al suelo y Laura estaba con el cuerpo inclinado, casi de rodillas, y sus nalgas ligeramente levantadas.
Jorge se sacaba su miembro viril y la ponía en los labios de Laura.
— ¡Abre bien la boca, perra! -le ordenaba.
Laura abría la boca y Jorge le metía el pene. Empezaba un frenético movimiento, introduciéndolo y sacándolo. Por momentos se lo metía entero, haciéndola padecer arcadas. Estaba tanto rato metiéndoselo y sacándoselo en la boca que se humedecía su clítoris. Tanto nivel de excitación nunca había sentido en las pocas veces que había tenido sexo, que de eso hacía mucho tiempo ya.
Jorge se iba hacia el arcón, situado en otro lado del cuarto. Laura intentaba seguirle con la mirada, pero lo perdía de vista al no poder girarse la cabeza. Pasado unos minutos, que a ella le parecía una eternidad, sentía cómo Jorge le acariciaba con suavidad las nalgas y el trasero, que era realmente grandioso.
— Me gusta sobremanera lo que están viendo mis ojos -decía él.
Laura sentía que le ardía una de sus nalgas. Había recibido un latigazo con una fusta. Quería gritar, pero algo en su interior la contenía. Otro fustazo recibía la otra nalga, y fuego en ella, pero la sensación la excitaba de una manera tan loca que no acababa de entender.
La intensidad de los fustazos iba creciendo. Al principio los contaba, pero después solo cerraba los ojos, mordiéndose los labios. Cuando Jorge paraba de dar golpes, le acariciaba de nuevo las nalgas.
Laura sentía cómo le separaba los labios vaginales, abriéndoselos a tope. Sentía que Jorge le metía dentro el pene. Luego del dolor recibido, eso lo acogía como un gran regalo, como el gusto que su señor le estaba dando. Quería quitarse las ataduras pero Jorge no la dejaba y seguía penetrándola, cada vez con más intensidad.
Como cinco minutos estarían así, hasta que sentía que un orgasmo se le aproximaba y su cuerpo se tensionaba más.
— ¡No se te ocurra explotar, perra! –gritaba él, sin parar de moverse.
A Laura le costaba aguantar. No podía más.
— ¡Por favor, no puedo aguantar más! –cuando acababa esa frase, veía cómo Jorge azotaba fuertemente una de sus nalgas.
— ¡No vas a descargar hasta que yo no te lo ordene! -le daba otro azote que la hacía gritar de dolor, y también de placer
— ¡Pídemelo como es debido, suplícamelo!
— ¡Mi señor, déjeme soltar este orgasmo, se lo suplico!
Se mordía con más fuerza los labios, intentando contener el torrente que ya estaba a punto de invadirla.
No recibía respuesta. Pero, sin esperarlo, escuchaba la palabra mágica:
— ¡Ahora!
Laura sentía su cuerpo convulsionarse. El orgasmo hacía que sus piernas temblasen, y por eso se contraía el sexo, que aún tenía dentro el miembro de Jorge.
Sentía Laura en sus adentros un chorro de líquido tibio. La inundaba haciéndola rugir de placer. Jorge recostaba su cuerpo contra la espalda de Laura, que aún seguía luchando con sus convulsiones.
La noche la pasaron juntos. Y, a partir de esa velada sexual no volvían a separarse. En cada sesión, Laura aprendía una cosa nueva. Por vez se sentía más feliz. Por fin había encontrado la forma de dar un verdadero sentido a su vida.
Pero cuando una tarde, tomando café con Daniela le contó sus relaciones con Carlos y lo que hacían en la intimidad, ella lo aceptaba porque quería a Laura, pero a partir de entonces no era tan frecuente verlas juntas. A Daniela (una mujer madura, guapa, con buen cuerpo, soltera, liberal y con dinero) la tildaban las lenguas viperinas al acecho de ninfómana, simplemente porque se acostaba con quien más le atraía y más placer le daba en la cama, pero con ella no había opresiones, ni órdenes, ni cepos, ni cadenas, ni columpios.
Antonio Chávez López
Sevilla enero 2023