Conmoción
Me llamo Alejandro. Ahora cuento 47 años. Me dicen algunas amigas que soy un maduro resultón, bien parecido, de alta estatura, ojos marrones y pelo moreno, aunque un poco canoso ya. Cursé mis estudios de Medicina en la Universidad de Sevilla. Cuando hice las prácticas en el Hospital Macarena de Sevilla me aceptaron enseguida, ya que según me dijeron los catedráticos veían en mí buenas cualidades para la medicina y agregaban que había nacido para ser médico.
Para intentar calmar mi espíritu, cuento lo que ha ocurrido, que sido algo que me ha superado. Prácticamente por mi culpa ha muerto un muchacho. Si no hubiese salido yo unos instantes del hospital, probablemente seguiría con vida.
Trabajaba en el Hospital Macarena. Todos los días eran normales, hasta que un día, caluroso de junio, escuchamos un estruendo. Mi enfermera, Violeta (de abundante pelo del mismo color que su nombre) empezó a correr hacia el lugar del estruendo.
No me había enterado de nada, sólo escuchaba que pedían urgente una camilla. Al poco, pasaban por mi lado. Un muchacho, pálido y más blanco que la leche, yacía inconsciente sobre una camilla con ruedas. Su cara estaba cubierta de sangre.
____ ¡Lo han arrojado con fuerza desde un coche! -decía una señora.
Todos vimos horrorizados cómo la angustiada señora sufría un ataque al corazón. La llevaron a la enfermería para inspeccionarla. Y yo iba a urgencias, donde estaba agonizando aquel joven.
Dos de mis compañeras y un compañero le estaban haciendo pruebas. Yo le cogí la muñeca y le tomé el pulso: apenas si se oía. Le miraba los ojos, que eran de un color verde y que parecían suplicar ayuda.
Le hicimos una prueba más exhaustiva. La situación era desoladora. Un pulmón lo tenía deteriorado, seguro por el golpe al caer al suelo desde un coche en marcha. Los brazos, uno de ellos fracturado, y los dos, llenos de cortes, producidos por algo afilado. Perdió un ojo, y el otro casi; el diagnóstico era: explosión del globo ocular. El riñón derecho no funcionaba, y el otro, terriblemente deformado estaba.
Por todo esto no era extraño que hubiese perdido más de tres litros de sangre, por lo que entraba en un coma profundo. Lo llevaron urgente a quirófanos. Todos los que estábamos presentes pensábamos que no iba a salir con vida, pero no, vivía aunque había perdido toda la movilidad y nunca más volvería a ver. Su hermano, siempre estaba con él; lo paseaba por los jardines del hospital.
Algunos amigos le visitaban a menudo. Dos de ellos se quedaban incluso a dormir, alternativamente. Los médicos y las enfermeras le cuidábamos con celo y entrega, e incluso llegamos a cogerle cariño.
El día de Halloween por la mañana habían estado con él sus amigos, y también su hermano como venía siendo costumbre. Esa noche nadie pudo quedarse a dormir, y por esto le prometimos a Luis, que así se llamaba su hermano, su ángel de compañía, que se quedaba en buenas manos.
Maldita la hora en que le dije eso, porque a las dos de la mañana, mientras acudía a recepción (que ocupaba momentáneamente el puesto de recepcionista, María, una veterana enfermera, guapa y amable de cuarenta y seis años, y de la que yo estaba enamorado), al ir bajando peldaños, una sensación de inseguridad me invadía al ver que todo estaba oscuro y solitario. Mi corazón se iba acelerando al ver que no había nadie en la recepción.
Me iba corriendo hacia su puesto de trabajo y tampoco estaba allí. No sabía por qué me daba la impresión de que podía estar caída sobre el suelo; miré y allí estaba, con sus bellos y grandes ojos cerrados. La cogí y la acomodé en una camilla. Mi oído se agudizó y escuché cómo alguien huía por la escalera más próxima a mí del edificio.
Le eché aire a María con una revista que había sobre una silla.
De pronto una alarma asustaba a algunos pacientes. Venía de la sala de enfermería. Entraba apresurado y observaba que la señal en el ordenador de la habitación 276 estaba parpadeando.
Corría hacia las escaleras y topaba con Dolores (otra enfermera). Llevaba tras sí una máquina de reanimación.
____ ¿Qué ha pasado?! ¡¿Cómo ha ocurrido?! ¡Pobre María! -escuchaba decir a la enfermera Samanta.
Corría hacia allí. Al ver aquel panorama tan desolador me daban arcadas, pero me controlaba. Samanta intentaba taparle la hemorragia en el cuello y la cara. La raya informática en la pantalla del monitor estaba plana.
____ ¡Carga a 190! -grité enérgicamente a Samanta.
Le di cuatro descargas seguidas, pero no reaccionaba.
____ ¡Déjala ya! ¡Parece inútil seguir! –me dijo Samanta
____ ¡No, no me doy por vencido! –le respondí en un tono alto.
Me remangué y empecé a hacerle un masaje cardíaco. Nada.
____ ¡¡Carga a 200!! -grité a Samanta.
Samanta no podía parar la hemorragia. Cuando el aparato se había recargado, le di una descarga tan fuerte que María daba un salto y caía al suelo.
La sangre salía cual sádica cascada bajo el cuello. Empezaba Samanta a hacerle el boca a boca absorbiendo toda la sangre que salía permanentemente.
Seguí tres minutos más, hasta que la sangre dejaba de salir. Samanta se deshacía en lágrimas. La cara de María se ponía pálida, sin vida. Instintivamente, me quedé unos segundos mirándola:
____ Hora de la muerte: 5,11 -dije, desolado, desfallecido.
Pero cuando estaba casi repuesto, no sabía qué había ocurrido. Estaba atado a una cama y me estaban medicando. Sin duda, era la secuela de no poder salvar a una mujer que quería y querré con toda mi alma.
Según me enteraba al regresar al hospital después de tomar un poco de aire, había entrado precipitadamente a la sala un loco y le cortaba el cuello a María, pero antes la había violado salvajemente.
Y ahora mi corazón está completamente destrozado y no empezará a recuperarse hasta que no haya muerto ese hijo de la gran puta depravado.
Antonio Chávez LópezSevilla agosto 2002