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¡Va por ti, estúpida Rebeca!

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Slo escritos erticos - Pgina 5 Escri153


¡Va por ti, estúpida Rebeca!

Aquel verano había empezado con muchísimo calor, y los extranjeros venían en masa y en tropel a pasar sus vacaciones en el pueblo costero donde vivíamos mis padres, mis dos hermanos mayores y yo.

No era capaz de dejar de pensar en Rebeca y en lo que podía haber sido y… caca. Mis amigos siempre intentaban animarme, pero me oprimía en mí mismo y no me apetecía nada. Había dejado de creer en todo. Pero una noche de viernes venían tres amigos a mi casa a invitarme a que fuésemos a tomar algo. Habían inaugurado una discoteca. Insistían y, más por ellos que por mí, accedía. Mientras esperaban en mi cuarto, jugando a la play, me duchaba y me vestía sin ganas, pero, en un súbito ataque de conmiseración, pensaba que ya era hora de reaccionar y disfrutar.

La discoteca se llamaba Lucifer, y su decoración iba en consonancia con su nombre; era tenebrosa. Todas las camareras iban vestidas y maquilladas como vampiros. Había allí bebidas extrañas, pero lo más importante para mí era que el local estaba lleno de chicas, y yo necesitaba conocer a una que me hiciese olvidar a Rebeca, al menos esa noche. Así que mientras ellos se iban a los aseos a empolvarse la nariz, oteaba yo el horizonte y divisaba un grupo de tres lindezas, sentadas y hablando entre ellas en uno de los oscuros y lúgubres sofás que allí había. El problema era que éramos cuatro, pero lo solucionamos. Uno de mis amigos, el más enganchado a la coca, estaba ya a tope, porque había estado metiéndosela incluso en mi casa, y en la discoteca bailaba solo frenéticamente. Eso hacía que fuésemos tres, igual que aquel trío de carne lozana y fresca.

Aquellos tres cañones eran sevillanos. Tenían 18-18-18 (hasta en edad coincidían), y ya estaban con el puntito, y también yo me afanaba en llegar a sus cotas, pero la verdad es que era el menos bebedor de todos mis amigos.

La charla acababa derivando en sexo, y en el sofá había dos chicas que lo habían catado, menos una, ni yo. Lo que me venía de perla, porque mis hormonas estaban aullando tanto que temía que causasen un escándalo.

La aún no desvirgada se levantaba -Triana su nombre-, caminaba hacia la barra a pedirse un licor. Era guapa, salerosa y con buenas hechuras. Tenía pelo negro, cayéndole sobre la espalda, y sonrisa seductora. Mientras pedía su licor, sus amigas me decían que me fuese a acompañarla. No me lo pensaba y rápidamente me iba en su busca, y antes de que pudiesen servirle en aquel tumultuoso gentío lo que había pedido, ya la había invitado yo a su consumición y a darnos un paseo por la playa.

Caminábamos descalzos en la arena, Triana me contaba que estudiaba la carrera de Periodismo y que sacaba buenas notas. Y también me decía que no tenía novio, lo que no me importaba porque lo que yo quería era comerme su carmín, y así tratar de olvidar y de hacer crecer mi autoestima. No pretendía coger el cielo, pero al menos quería superar el nivel del mar.

La cogía la mano para ver su nivel de resistencia, apretaba la mía, lo que hacía que me lanzase, la acariciaba y nos besamos en la boca. Sus besos no eran tímidos y seguro que esperaba ese momento tanto o más que yo. En la arena había demasiado “polvo” y, como la cosa estaba poniéndose atrayente como para seguir nuestra fiesta allí, nos fuimos a su hotel. Estábamos a tope de lívido. Esa noche iba a darle la primera oportunidad a mi amigo inseparable: mi pene.

Ya en la entrada de su habitación, nos abalanzamos y nos besábamos hasta llegar a la cama. Me echaba, y ella se ponía a mi lado y seguíamos besándonos y, de vez en cuando, dejaba salir gemidos, y solo con esto sentía placer. Se oía solamente el sonido de nuestros besos. El deseo se estaba poniendo tan insistente que mi boca empezaba a currar, aun mi inexperiencia.

Besaba su oído, envolviéndome el aroma. Mientras me desabrochaba la camisa, ella se desnudada de cintura para arriba y como no usaba sujetador, aparecían briosas dos empinadas astas, que yo lidiaba haciendo de capote mi lengua, y a todo esto alternando mamelones con boca. Y sus astas no eran sordas ni bobas, así que, al compás de mi música corporal, se empinaban como soldados en desfile.

Tras utilizar mis dedos para estimularle los pezones, daba el paso a algo más húmedo. Con la punta de mi lengua describía círculos por el contorno de las aureolas de sus erectos senos, haciéndolos cada vez más pequeños, hasta aterrizar de nuevo en los mamelones, que lamía y a la vez le daba pequeños mordiscos...

No quería dejarla insatisfecha. Llevaba desde los 15 viendo vídeos porno y todos los detalles que aprendía quería aplicarlos ahora. No me atrevía bajar mi lengua hasta su triángulo, y tampoco creo que hubiese hecho malabares allí esa noche. Con la experiencia sexual adquirida en vídeo sabía cómo regar el jardín de una mujer, pero no me atrevía a sacar la manguera.

Pero todo eso forma parte de un pretérito próximo, cuyo podría hacerlo realidad en el presente, y más siendo yo uno de los protagonistas.

Mientras compartíamos salivas y nuestras lenguas jugueteaban, sentía mi pene más duro que el acero, y cuando ella empezó a tocármela por dentro de la bragueta, mi excitación era de oreja y rabo. Quería que me sintiese dentro del todo, me moría de ganas por eso...

Se tumbaba boca arriba y yo encima de ella. Seguía besándola. Se frotaba contra mi pene endurecido y pidiendo a gritos que la penetrase. Una excitación se apoderaba de mi cuerpo, y cuando veía su sonrisa picarona, más ansia tenía mi canario por entrar en jaula ajena. Nos desnudamos por completo y luego de ponerme una goma, se la metía despacio, mientras su mano la guiaba. No me costaba ponerme el preservativo, porque ya me había masturbado con uno, por probar.

Pero aquello era real. Movía mis caderas hacia adelante y hacia atrás, procurando dejar inerte el resto del cuerpo, para no entorpecer. Me rodeaba con los brazos, y movía su cintura al mismo ritmo que la mía.

Su boca permanecía en la mía, devorándonos. Me costaba alcanzar el tan deseado clímax, pero cuando al fin sentía que me venía una electricidad que recorría todo mi cuerpo y que finalmente desembocaba en un fuerte calambrazo, era entonces que sabía que había nacido para fabricar subestaciones eléctricas.

A veces resulta fácil olvidar penas a través del sexo; el sexo es la herramienta más idónea para eso, aunque momentánea.

Una vez finalizado el polvo (para mí, el polvo el siglo), permanecía encima de ella, con mi sexo aún dentro del suyo, pero ya decreciendo, perdiendo turgencia.

La realidad de todo aquellos era que los dos acabábamos de perder la virginidad. La expresión en la cara de Triana decía que quería más de lo mismo, aunque fuese en otra ocasión. Yo también quería más. Y, claro, más de lo mismo lo repetimos. Y lo repetimos… hasta, finalmente, hacernos pareja.


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Antonio Chávez López
Sevilla octubre 2005



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