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De sopetón

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


De sopetón

Se coló en mi vida de sopetón, sin darme cuenta. Colgó dos palabras en las paredes de mi corazón y me dejó una tarjeta de visita con una invitación a una noche de amor. Desde el primer beso; sí, aquél que sonó a un deseo mutuo, nuestros labios se han ido contando millones de secretos.

El día que lo conocí me pareció que su sonrisa estaba hecha de luna derretida. Cuando comenzó visitarme más a menudo, una de aquellas noches descubrí que era un experto en hacer vibrar las cuerdas del violín de mi cuerpo. Le gustaba jugar a ir dejando miguitas de pan en el laberinto de mi vida. Me quitó súbitamente todas las penas, le sacó brillo a mis tristes ojos y se comió un deseo y un miedo.

Cada uno en su ciudad, una noche que le añoraba más de lo normal, intenté imaginarme uno de sus días, queriendo hacerlo mío, y empecé a beberme su sombra, pero aquello acabó por subírseme a la cabeza.
 
Borracha de sus abrazos y sus besos, algo en mis adentros me decía que le estábamos sisando a los grillos el protagonismo del concierto más bello de la noche, y entonces un puñado de luciérnagas fabricaba una luz de placeres, únicamente para que nosotros la disfrutásemos.

Bueno, bueno, a lo que iba...
 
El problema era que yo había declarado propiedad privada a la frontera que él ahora se ha saltado, y me da que se siente tan cómodo que no le da la gana largarse. Pero, sinceramente, tengo que reconocer que a mí me chifla que él me arrope con sus besos y me acurruque con sus abrazos, no bien empiezan a sonar las campanas del sueño.

“Hija, no sabes lo que quieres”, me dijo una vez mi abuela, y hasta yo misma me lo he dicho.
 
Y mi abuela tenía razón. Pero es que él ha cometido el grave delito de meter, sin mi permiso, un montón de mariposas en mi estómago. Se ha desayunado muchas de las horas de soledad que había en mi dormitorio. Se ha duchado en mi ducha y lo ha salpicado todo de recuerdos. Ha revuelto toda mi vida. Me ha robado un “te quiero” que yo tenía guardado bajo llave, y sospecho que algo ha debido de hacerle a mi cepillo de dientes, porque, por más que lo intento, no consigo borrar su sabor de mi boca.
 
Y ahora no tengo ni pajolera idea de cuál puede ser la condena que debe aplicarse en estos casos. Igual, como yo no había puesto una señal de prohibición, es probable que esté en su derecho. Lo cierto y verdad es que estoy hecha un verdadero lío, hasta el punto de que no sé qué es lo que debo hacer.
 
Así que si algún lector que lea esto es abogado, especializado en “las cosas del querer”, le piido por favor que me informe acerca de la condena que le puede caer, porque yo, ¡qué les voy a contar, si ya les he contado todo!, me quedo gustosísima con la mía, que es tan dulce o más que el almíbar.



 
 
Antonio Chávez López
Sevilla febrero 2005

 <3

 


Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    -0-

     :)

     
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    editado septiembre 2022
    Jana2022 dijo:
    Me encanta <3
     
    Me encanta que te encante.

    Hay por ahí, en los diferentes apartados, escritos cortos míos que te van a gustar. Te sugiero eches un vistazo al subforo "microrrelatos": 
    https://www.forodeliteratura.com/f/discussion/36717/microrrelatos#latest

    Gracias por leerme y por colaborar.

    Un cordial saludo

     :)

     
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Slo escritos erticos - Pgina 2 Escrit58


    ¡Oye rubia, por favor!

    -¡Oye rubia, por favor!
    -¿Es a mí?
    -Sí, a ti
    -¿Qué quieres?
    -Necesito hablar contigo.
    -¿Ah sí? ¿Y de qué?
    -Sobre ti.
    -¿Y qué me vas a contar tú de mí que yo no sepa?
    - Simplemente que eres una chica especial.
    -¡Vaya, hombre, muy amable! ¿Y cómo te has dado cuenta?
    -Porque te llevo observando desde hace mucho tiempo.
    -¿Nos conocemos?
    -Yo te conozco desde siempre. Sé cómo sonríes, los gestos con los que acompañas tus palabras, las expresiones que se leen en tus ojos, el ritmo de tus movimientos... y todo lo que he visto en ti, es como en mis sueños.
    -¿Entonces soy la mujer de tus sueños?
    -Lo eres.
    -¡Jajaja! ¡A saber a cuántas otras le habrás dicho eso mismo!
    -No es algo que se vaya diciendo a cualquiera Y tú sabes que eres especial, lo que no sabes es cómo yo he podido saberlo.
    -¡Pero si ni siquiera me conoces...!
    -En mis sueños te descubro cada noche, y en ellos me dedico a aprenderte: cada línea de tu cuerpo, las marcas de tu piel, las posturas de tus redondos pechos, las tentaciones de tu bajo vientre, las redondeces de tu culo, el torneado de tus largos muslos…
    -¿No me estarás confundiendo con otra?
    - Jamás te confundiría. Te he hecho el amor mil veces y de mil maneras distintas. Conozco tu manera de gemir y de pedirme más. Sé cuando vas a tener un orgasmo y también sé lo que debo hacer para que lo consigas más veces...
    -Si hemos intimado tanto, como estás diciendo, al menos debería saber tu nombre, ¿no crees?
    -Si te dijese mi nombre, me robarías el alma. ¿Estás dispuesta a asumir tamaña carga?
    -Bueno..., igual si me gustas lo suficiente…
    -Te lo diré a sovoz, y cuando me hagas feliz pronúncialo. Pero si vas a romperme el corazón, por favor, no me rompas el alma también.
    -¿Y cómo puedo hacerte feliz?
    -Dejándome que rodee así tu cintura y que pose mis manos en las curvas de tu cuerpo. Queriendo tú con verdadera ansia que me aproxime tanto a ti que mis palabras resbalen por tu cuello y de igual forma desciendan por tu escote, para después hacerles cosquillas a tus mamelones...
    -Este hacerte feliz me está gustando. ¡No te separes, sigue tocándome...!
    -...retorciéndote de placer, mientras mi lengua dibuje en tus labios un te amo, y tus dientes tintineen a la vez con los míos. Acelerándose tu corazón con el mío, mientras mi cuerpo se pegue tanto al tuyo, que mis secretos dejen de ser solo míos, y, cual magia, sintamos los latidos de nuestros sexos al mismo tiempo…
    -¡Ah…
    -Así, así, gimiendo, ofreciéndole tu cuerpo a mi mano para que se deslice bajo tu tanga y abra tus labios de abajo, mientras mi otra mano posea en propiedad tu trasero, y mi boca se empalme a la tuya, besándonos, excitadísimos, y devorándonos el uno a otro mutuamente...

    -¡Sara, perdona que os interrumpa, pero nosotros nos vamos ya! ¡Tú qué vas a hacer, te quedas o te vienes!
    -Jo… No sé qué hacer…
    -¡Pues no tardes en decírmelo!
    -Tú decides, mi chica especial.
    -¿Y si me quedo qué haríamos?
    -Te llevaría a mi casa e intentaría enamorarte.
    -¡Tú estás loco!
    -De remate, pero por ti.
    -¡Me quedo!



    Antonio Chávez López
    Sevilla enero 2002

     3
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Un palo inesperado

    Nada pretendía ese día. Ninguno de mis actos estaban encaminados a conocer la verdad. Ninguna sospecha de lo que estaba sucediendo. Por tanto, me declaro inocente de haber provocado este final.

    Una tarde, espléndida para salir a dar un paseo con mi pequeño hijo, llegar al centro comercial de la espaciosa plaza, que es el centro medular de mi pueblo, y pedir y tomar un café.

    Imaginé, por experiencias anteriores, que mi niño protestaría por la caminata. Pensando en esto, invité a mi mejor amiga para que, con su hijo, de la misma edad que el mío, nos acompañara. Entre juegos, los críos caminarían entretenidos y sin quejarse.

    Me conmovió la pena y la tristeza con la que respondió a mi llamada. "No tengo ánimos, he discutido seriamente con Juan esta mañana", me dijo entre sollozos, pero sin darme más detalles. La calmé de la mejor forma que supe y pude. Noté enseguida que no tenías ganas de seguir hablando y era por esto que me despedí de ella con cariño y con la idea de intentarlo otro día.

    Se me ocurrió entonces llamar a mi marido para pedirle que nos bajase en el coche al niño y a mí y así el peque aparecería en la plaza sin cansarse en el recorrido. Pero me dijo que estaría ocupado toda la tarde. Por fin iba a lijar el antiguo mueble que pensaba restaurar con mi ayuda. Como me lo había pedido tantas veces. Hasta me hizo ilusión. Le di las gracias con un beso telefónico.

    Salí con mi pequeñín, “hasta donde el crío aguante", me dije. Todo el trayecto era cuesta abajo hasta el centro, lo que favorecería al crío.

    En la tercera esquina que rebasamos, la que daba paso a la calle donde al fondo vivía mi ahora compungida amiga, me agaché para anudar el cordón de uno de los zapatitos de mi hijo.

    Arrodillada todavía, sin un motivo especial que me hiciera alzar la mirada, vi llegar a mi marido a la casa donde infinidad de veces había tomado un café con mi querida amiga, compartiendo risas y confidencias.

    Me encaminé, nerviosa y temblándome las piernas, hacia el lugar donde todo acabó, al saberse ambos descubiertos.

    Si no hubiese alzado la mirada, si no se hubiese soltado el cordón del zapato o realizada la llamada; si la tarde no se hubiera presentado tan cálida; si simplemente no me hubiera empeñado en la plaza como destino... ese día seguiría ajena a la doble traición, quizás para siempre.

    No sé distinguir, a pesar de que son dos términos completamente opuestos, las partes que fueron casualidades de las que fueron causalidades, e incluso a ratos largos parecen que describen un amplificado efecto mariposa.

    Mis acciones tuvieron consecuencias; cada una iba causando relación con la siguiente, pero en absoluto era una conexión programada. Como si al apretar el interruptor que enciende las lámparas del salón, se pusiera en marcha en su lugar y por un súbito e inexplicable cortocircuito el aire acondicionado en una tarde cualquiera de invierno. O yo apreté demasiado fuerte el interruptor...

    De pronto, dejé de pensar por qué sucedieron así las cosas, y aprendí su para qué; acogiéndome a la famosa teoría, según la cual el aprendizaje está exento de azar. Desde ese preciso momento me hice responsable de mi vida y de la de mi hijo.


    LA CAJA DE MSICA 5 UN RINCONCITO PARA COMPARTIR - Pgina 7 Hijo10

    Antonio Chávez López
    Sevilla mayo 2000


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Te quiero con odio

    Me enfermo cuando recuerdo tus promesas, las mismas promesas que nunca llegaron a cumplirse. Ahora es cuando me doy cuenta de que solo eran palabras fútiles.

    Me soplabas diariamente mentiras para engañar a mi mente, para llenar el tiempo y a la vez irme vaciando poco a poco de ilusiones.

    Aprendiendo estoy ahora lo que no se enseñan en las aulas.

    Alumbro mis lúgubres vacíos con la única luz de nuestro único beso de amor.

    La atmósfera se aviene a pesada si me me da por respirar tu esencia.

    Te enloquece la locura por volverme a tener solo para ti.

    Mi sensualidad y mi erotismo te matan. Tu pasión te aprisiona.

    Se me hace necesario recurrir a los sentidos de mi alma para lidiar con tu perturbadora postura, para embestir a tu vanidad en la penumbra, hasta que se desfoguen mis iras.

    Busco mi tranquilidad sola y en soledad.

    Si yo tratara de ser sensata contigo, caería en tu mismo abismo.

    Tu extraña forma de vida no te quiere abandonar, ni tú puedes abandonarla.

    A menudo pienso que te mantienes vivo solo para herirme permanentemente.

    ¡Te quiero con odio, hijo de puta!





    Antonio Chávez López
    Sevilla enero 2003
     

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII



    A otra cosa mariposa

    Los zurcidos que sostenían su corazón acababan por soltarse tras el último desengaño. Había soportado infidelidades, mentiras, triquiñuelas, carantoñas falsas y te quiero hipócritas, simplemente porque seguía enamorada de él.

    Podría odiarle y repudiarle como si la vida le fuese en ello, pero esto no constaba en el cuaderno de su idiosincrasia. Y dado al profundo amor que aún sentía por él, se auto ilusionaba imaginándose que, a corto o a medio plazo, podría ser posible que cambiase, que sabía que en el fondo también la quería, pero una súbita reflexión, quizás Deífica, le hacía ver que de ninguna de las maneras estaba dispuesta a pasar de nuevo por otra tormentosa espiral.

    Salía del ático que compartían y se sumergía en la marabunta, sin saber a dónde ir. No quería ver a nadie, ni tampoco tener que escuchar de amigas: “te lo dije, no te quería, nunca te ha querido, tienes que mandarlo ya a la mierda”. Una vorágine de pensamientos estaba a punto de explotar en su mente, vidriosa; no obstante, no podía evitar que un torrente de lágrimas corriese por sus mejillas, ni podía dejar de sentir un gran vacío que hasta le cortaba la respiración.

    Sin saber cómo, se veía en el interior de un centro comercial de su ciudad, donde, entre otros comercios, había una librería. La Literatura se había convertido en una compañera inseparable en sus largas y tristes noches en vela, capaz de aislarla de la amargura y de llevarla a algún lugar donde las personas creían en el amor. Se iba presurosa hacia el departamento de libros a que la informasen de lo que realmente necesitaba. En aquel departamento había millones de almas buscando lo mismo que ella. Con una urgencia enfermiza necesitaba saber cuánto antes cómo digerir la ruptura, cómo poder sembrar un ápice de esperanza entre las cenizas. Absorta en los títulos, sentía una cierta calma, pero no menguaba su dolor.

    De pronto, veía cómo una muchacha clavaba su mirada en ella. Le devolvía la mirada y la desconocida le enviaba una sonrisa, que por segundos la reconciliaba con la vida. Pero esa exigua calma tornaba a frustración al ver que de los ojos de aquella chica brotaba la lascivia, a la vez que le hacía gestos obscenos, tocándose los pechos y la entrepierna, sin pudor y a pocos metros de ella.

    Huía consternada de aquel lugar, pero sorprendentemente, o no tanto, dado a que ella era una mujer guapa y con buenas hechuras, iba siendo seguida por la otra, que lo más probable sería que era una desesperada lesbiana en busca de alguna presa.

    Instintivamente visualizó la imagen de su extinto esposo y también la de los pocos pero intensos momentos con él en la intimidad, pensando en que era una mujer que solo le gustaban los hombres y que ni remotamente le atraía la idea de pensar en un romance con otra mujer. Sentía una ira incontrolable.

    En un arrebato de entereza se enfrentó a la chica mirándola con ojos de rechazo; mirada que al menos servía para que la otra dejase de hacer obscenidades. Pero como parecía una pervertida y no cejaba en su afán de seducirla, nuestra protagonista se fue hacia ella y le propinó un fuerte gancho con el puño en la cara, el cual borraba de un plumazo toda lascivia.

    -¡Y vete antes de que te rompa la cara entera! –gritaba, sin duda poseída por su condición de mujer femenina íntegra.

    Sin oponer resistencia, limpiándose la sangre de la nariz y de la boca y con el cuerpo medio encorvado, la desconocida corría avergonzada y salía de la librería, empezando ella a sentirse mejor. Pero no atinaba a poner en pie de dónde le había salido semejante valentía para enfrentarse con decisión e incluso con violencia a alguien. Se justificaba así misma diciéndose para sus adentros que había sido provocada de una manera tan cerda como inesperada.

    De pronto tomaba una determinación. Tenía ya claro que no necesitaba ningún libro del departamento de ayuda para su caso.

    Convencida, se encaminó con pasos firmes y decididos hacia una agencia de viajes, que también había en el centro comercial, y ya allí eligió un punto de destino, para empezar a escribir una nueva historia de su vida que en ese momento acababa de comenzar.


    SLO ESCRITOS NARRATIVOS A_otra11

    Antonio Chávez López
    Sevilla agosto 2004



  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Teodora Liste, la vidente del collar

    Mientras la tarde arreciaba para dejar paso a la noche, el último cliente salía de la elegante consulta, sito en un chalé de lujo en una urbanización VIP a las afueras de Sevilla, bien comunicada con la ciudad

    El cliente, un afamado y multimillonario joyero, entraba en su Mercedes último modelo con el semblante más relajado del que mostraba media hora antes. “La vidente del collar” era la culpable de ello. Lo que le había desvelado tranquilizaba la preocupación matrimonial y de herencia que le traía por la calle de la amargura.

    La débil lluvia era un atisbo de la tormenta que se avecinaba. Cuando el auto Mercedes salía de la finca, el chófer no veía a un hombre parado en la entrada del chalé. El coche desaparecía en la autovía, mientras la cancela de la entrada, en forma automática, se iba cerrando lentamente.

    “La vidente del collar”, Teodora Liste, mantenía líneas del Tarot y consultas franquiciadas en las cuatro ciudades de más habitantes y más importantes de España: Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Su prestigio subía más que la espuma, y su cuenta corriente en los bancos también. Aunque era una mujer más bien madura, coqueteaba con los jóvenes famosos que la visitaban, y ella vivía ricamente merced a su popularidad. Solamente pasaba consulta por 2.000 euros a quien pudiese pagar semejante cantidad. Y no daba abastos.

    Se valía de un collar de diferentes abalorios, generalmente gemas talladas de diferentes tamaños. Sentada frente a una pomposa mesa, tapizada con un paño morado oscuro, le pedía a su cliente que se pusiese el collar. Tras exactamente un minuto retiraba el collar del cuello de su cliente y se lo ponía ella. Después de un minuto de un absoluto silencio, y algunos sobresaltos, hablaba ella de lo que el collar le transmitía del presente y del futuro de su ingenuo cliente.

    Sabía bien que sus adivinaciones eran puras falacias, y también sabía que su trabajo la estaba enriqueciendo. Se inventaba presentes y futuros positivos para sus clientes, que les hacía a ellos soltar pasta por un tubo.

    “Esta vida es sólo para los listos”, se decía a sí misma mientras guardaba una buena cantidad de billetes de 500, 200 y 100 euros en su caja fuerte.

    Mientras estaba cerrando la puerta de su chalé, se percataba de la presencia de un hombre, que se encontraba limpiándose las suelas de los zapatos en el costoso felpudo de la entrada. Vestía bombín achatado y levita negra. Unas diminutas gafas redondas descansaban en su nariz aguileña. Teodora lo miraba y le decía:

    -Perdone, señor, la consulta está cerrada, y además no atiendo a nadie sin cita previa.

    Un guante blanco de seda pura desaparecía del interior de la levita, para reaparecer segundos después con un voluminoso fajo de billetes, recién paridos, nuevos.

    La vidente veía que ese señor le estaba mostrando más dinero que el que ella tenía en ese momento en su caja de caudales. Todos eran billetes de 500.

    -Pase usted, por favor –hacía un ademán con la mano, invitándole a entrar-. La consulta es a la segunda puerta a la derecha –añadía.

    Con paso firme, el nuevo cliente avanzaba hacia la sala. Parecía no inmutarse ante la costosa decoración. Todos los clientes quedaban boquiabiertos al ver tanta riqueza junta.

    Seis estatuas de Zeus, iluminadas por rayos ultravioletas; decenas de esferas con rayos, diez relojes de arena de todos los tamaños y clases, que se daban la vuelta en forma automática, y un sinfín de objetos más propios de museo.

    Pero este hombre se sentaba sin prestar atención a todo lo que le rodeaba, apoyaba su barbilla sobre sus manos y sus codos sobre la mesa. Parecía mantener la mirada fija en Teodora.

    Teodora se sentaba frente a él, encendía ceremoniosamente una barra de incienso y la ponía en un soporte de plata y marfil.

    _¿En qué le puedo ayudar?
    _Me han dicho que usted ve el futuro, que tiene verdaderos poderes.
    _En efecto, e imagino que por eso habrá venido usted.
    _Así es. Pero pienso que usted es una estafadora sin escrúpulos. Y le seré franco. No merece usted ni la leche maternal que ha ingerido en su niñez.

    De ser otro cliente le habría echado, pero mantenía fijo los ojos en el fajo que había en el centro de la mesa. Su mente solo estaba ocupada en dos funciones: en responder al cliente y en calcular, aproximadamente, cuántos billetes había en el fajo, sobre la mesa.

    _¿Por qué dice eso? -respondía preguntando con una expresión cínica.
    _Quizá también tenga yo poderes. Pero no vine para esto. Vine para un trato. Si me demuestra usted que realmente tiene poderes, con una predicción de un SÍ o un NO, suyo es todo este dinero. Si no, dé usted por concluida su carrera de bruja circense –y seguía con la mirada fija en ella.

    Teodora dudaba. Pensaba en el enorme beneficio y en la ridícula perdida. Ya había tenido amenaza de otros clientes, pero sabía que su clientela habitual mantenía fe ciega en ella, y que un cliente como el nuevo no la iba a desprestigiar, por mucho que fallase en sus predicciones.

    _Se lo demostraré y se irá satisfecho de mi casa. Y seguro que volverá más veces a visitarme.

    Teodora se sacaba del bolsillo de su vestido el ínclito collar, apartaba a un lado el fajo de billetes y colocaba el collar en el espacio libre que quedaba entre los dos. Se estaba dando cuenta de que los ojos de su cliente la perseguían, haciendo caso omiso a su ritual.

    _¿Qué es lo que quiere usted saber?

    El nuevo cliente, insolente y misterioso, sacaba de su levita un reloj de oro, atado a una cadena, también de oro. Abría la tapa: las 20:49 Horas.

    Guardaba el reloj y sacaba con igual movimiento una pluma estilográfica con la estructura y el plumín de oro. Sacaba un billete del fajo, escribía algo en una de las caras y después llevaba el billete a debajo de uno de sus zapatos. De nuevo cogía un billete del fajo y se lo daba a la vidente junto con la estilográfica.

    Teodora le miraba con perplejidad.

    -He escrito algo en el billete que estoy pisando. Escriba usted en ese otro que le he facilitado si lo que he escrito va a ocurrir o no. Sólo escriba dos letras. Y recuerde las condiciones anteriormente pactadas.

    “Este tío está loco de remate”, pensaba Teodora, mientras cogía el billete y la pluma. Pensaba que eso era tan absurdo como jugar al rojo o al negro. Pero había mucho dinero en el color ganador. Cogía el collar y comenzaba su ritual. Merced a la largura del collar, podía llegar hasta su cliente, que seguía con la mirada fija en ella, sin dejar adivinar un sentimiento en su cara. Tras el minuto de rigor, Teodora se ponía el collar.

    Pero era la primera vez que la vidente sentía que algo o alguien no dejaba trabajar a su imaginación, incluso en una cosa tan fácil como pensar en una respuesta afirmativa o negativa. Por contra, el collar le transmitía oscuridad, inseguridad. Su mente sólo bullía el vacío del color negro. Nerviosa, se quitaba el collar. Se daba cuenta de que sus habían desaparecido todas sus sensaciones con la presencia de aquel nuevo cliente. Sin embargo, sujetaba el billete con la mano izquierda y escribía con la derecha. Y después doblaba el billete y lo alojaba en su canalillo.


    -sigue y termina en la siguiente página-



  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    _Bien, ya está escrito. ¿Y ahora qué?
    _Solo espere un par de minutos para que veamos si usted va a llevarse ese montón de dinero gracias a sus poderes, o por el contrario su carrera ha terminado definitivamente.
    _Se va a llevar usted una sorpresa -decía, tratando de intimidarlo.

    Al no recibir una respuesta convincente, guardaba silencio. El cliente seguía firme. A los dos minutos, volvía a sacar el reloj: las 21:01 horas.

    -Enséñeme su predicción, por favor.

    Teodora se sacaba del canalillo de los pechos el billete y lo desdoblaba: SÍ.

    La expresión del cliente no se inmutaba. Se limitaba a agachar el brazo y recogerlo de nuevo con el billete de 500. Lo tiraba después sobre la mesa, justo al lado del billete de la vidente.

    Teodora abría el billete, que decía:

    “Entre las 20:49 y las 21:01 horas, usted va a escribir dos letras en una de las caras de un billete de 500 euros”.

    Antes de leer lo escrito, Teodora miraba el billete como un mileurista ilusionado mira su boleto de la primitiva después del sorteo, para cotejar los aciertos.

    Cuando la vidente leía por tercera vez las dos letras, se daba cuenta de que no solo había errado en su predicción, sino que había caído en una trampa, porque de haber respondido NO habría fallado también.

    Se enfurecía y su intención, ahora sí, era echar a patadas a aquel payaso, que la había hecho perder su tiempo. Levantaba la mirada y lo que veía la hacía frenar su impulso.

    Los ojos de aquel misterioso cliente parecían brillar.

    _Diga adiós a su carrera.
    _¡No crea que va a hundirme! ¡Usted me ha engañado! –mientras decía esto, miraba sus extraños ojos tras las finas gafas.
    _Y usted también engaña a la gente por dinero, y lo hace de la misma manera que lo he hecho yo con usted, utilizando paradojas estúpidas que siempre le aseguran acertar sus bastardas predicciones.

    -¡Usted está loco de encerrar!

    Teodora decidía levantarse y acabar definitivamente con aquello: echar a aquel cretino de su propiedad. Pero se quedaba paralizada. Aquellos ojos eran dos fogones, como si observase una chimenea en plena combustión. Sentía un fortísimo calor en su rostro, proveniente de los ojos del hombre. El cliente observaba cómo salía humo del vestido de ella, hasta convertirse en llama.

    Sentada, gritaba y se retorcía. Cada segundo que pasaba se le incendiaba una parte del cuerpo, además de más de media mesa. La vidente seguía gritando hasta que una llamarada salía de su garganta.

    El cliente, todavía sentado, miraba con satisfacción cómo Teodora ardía, para segundos después apagarse. Todo lo que quedaba de “la vidente del collar” era una calavera sobre una espesa ceniza gris, pero sus piernas estaban intactas, que colgaban del sillón.

    Y tampoco ardió el fajo de billetes, que recogió de nuevo el cliente, que se levantaba parsimonioso del sillón, lo ponía en su lugar y abandonaba el lujoso chalé con el mismo paso lento y firme con el que había entrado. Segundos después, se perdía entre la negra oscuridad y las gruesas y afiladas gotas de la intensa lluvia.


    RADIO SEVILLA – SUCESOS

    Famosa vidente muere tras una combustión espontánea

    Ayer por la noche murió Teodora Liste, más conocida como “la vidente del collar”, creadora de los Signos del Zodíaco de esta radio. El cadáver fue encontrado esta mañana por un cliente que tenía cita en la consulta de la vidente.

    Lo que vio este cliente fue algo espeluznante. En el sillón de la vidente se hallaba su cadáver sobre cenizas y restos de ropa. Sin indicios de robo, suicidio o asesinato. Al parecer, sufrió la temida “combustión espontánea”, al menos eso es lo que dice la policía científica.

    Su cuerpo ardió a una temperatura extremadamente alta y en un periodo de tiempo corto. Pero, extrañamente, el sillón no ardió, que era donde estaba sentada en el momento del suceso, y tampoco ardieron sus piernas. Lo que ardió también fue una parte de la mesa que se hallaba frente a ella. El hecho de que no ardiesen las piernas, la mesa entera y el sillón, tiene confundida a la policía científica.

    Los indicios que ya han encontrado señalan palmariamente que estamos ante una clase de muertes poco conocidas, pero documentadas en muchas partes del mundo. En los últimos años han muerto por este mismo motivo centenas de personas en el Planeta, y muchas de ellas era gente famosa y adinerada.

    Esta radio ha indagado a expertos cualificados en la materia, que nos indican que se trata de una fuerte reacción nuclear en el cuerpo provocada por un síncope cuántico de alto voltaje y… Disculpen un momento, por favor. Un hombre ajeno a esta radio ha entrado a mi cabina de información. “¡Eh, oiga, ¿quién es ust…?! ¡¡Ayyy…!!”.

    LA CAJA DE MSICA 6 UN RINCONCITO PARA COMPARTIR  Dinero10
    Antonio Chávez López
    Sevilla junio 1999


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Desde la España del dictador Franco, en la que tanto adultos como jóvenes, de ambos sexos, forzosamente se veían obligados a emigrar, para buscarse la vida, no se había vuelto a ver tanta emigración como la que estamos viendo en la España social-comunista de hoy, transcurridas más de dos décadas del siglo XXI

    Y esta historia es la historia de un muchacho de18 años, de oficio pescador en un pueblo costero de la provincia de Huelva en la etapa franquista.

    Forzado a emigrar

    Se sentía empujado a irse, como tantos otros. Hacía tiempo que sabía que llegaría el día en el que perdería de vista, por lo menos durante algunos años, las calles de su pueblo; que llegaría el momento en el que pasear por su playa, le iba a dar la sensación de que podía ser la última vez.

    Comenzaba a aferrarse a los recuerdos, antes que perderlos, a grabar en su memoria cada olor, sabor, objeto... Caminaba despacio por las calles de su pueblo rozando las paredes de las fachadas de las casas con las yemas de los dedos. Se embadurnaba las piernas y los  brazos con la arena de la playa, y se lavaba la cara con el agua clara del mar. No quería perderse nada. Sentía en las miradas de sus vecinos el calor de un “hasta luego”, y la camaradería, que solo quien ha vivido tamaña pesadilla de generaciones anteriores, es capaz de sentir y transmitir.

    Hacía años que el pueblo había cerrado. Primero, la fábrica de sal soldaba su puerta, impregnando de dolor los puestos de trabajo. La pesca no era rentable, y se acababan definitivamente las composturas de las nasas y las redes. Habían dejados escapar tantas cosas que, cuando venían a darse cuenta, se les había escurrido el futuro entre las manos.

    Y comenzaron los funerales en vida, las familias rotas, las falacias de los políticos, los orfanatos, el llanto desesperado de un pueblo que vivía su única esperanza disuelta en el humo del barco de vapor que cruzaba el océano y que diseminaba su semilla por medio mundo.

    Se resistía el chaval, aferrado al olor del pan casero, a las empanadillas de su madre, a los remiendos en las redes y al zumo de su limonero, hasta que el destino le dejaba un recado en forma de nudo en el estómago y sabañones en el corazón.

    Aparecían goteras en el tejado de su casa, que acababan por inundarlo todo, y el hambre no entendía de proyectos ni de tiempos mejores. Así que un buen día, o un mal día (según se mire), después de muchos otros días sentado frente al mar mirando cómo las olas se iban llevando su vida, se subía a un cascajoso carromato y en menos de diez minutos se hallaba en el puerto del pueblo, que, aun próximo, le parecía extranjero, preguntando el precio de un pasaje hacia la ilusión.

    De regreso, en su casa esperaba hasta después de que acabase la infame cena para informar a la familia de su decisión. No se producían escenas, ni gritos, ni gestos. Solo un suave tic-tac de un viejo reloj de cuerda, que había en el pasillo, era el que distorsionaba el silencio.

    Su madre, llorando, sacaba de un destartalado aparador una maleta grande de cartón y la ponía encima de la mesa del comedor. Como buenamente podía, se secaba las lágrimas en la manga de su ajado chaleco, que después se quitaba y lo metía en la maleta.

    El terrible miedo al olvido de un hijo, debe ser el mayor de los horrores que puede sufrir una madre.

    Solo faltaba un día. No hubiese podido estar más tiempo con esta sensación. Miraba, emocionado, un horroroso cuadro, que colgaba de una de las paredes del comedor, que nunca le había gustado.

    Sabía que ya nadie miraría igual a los suyos, predominando la pena por encima de todo. El tendero metía dos patatas más en el saco, y el lechero tres botellas de leche, como compartiendo el duelo. Nunca había tenido muchas cosas, pero, cuando las metió en la maleta, su cuarto compartido con tres de sus hermanos le parecía un descampado.

    El mañana antes de partir, su padre lo despertó al alba. Su padre no había pronunciado palabra desde la noticia, quizá avergonzado por no haberse ido él en su día. Cogían el único cerdito que tenían en el patio, y se fueron al matadero a venderlo, y así obtener dinero para pagar el pasaje.

    Los vecinos lo miraban con el respeto que merecen los intrépidos, con el reconocimiento de la dignidad hecha viaje. Solo cambiaban miradas.

    Ya en la puerta del matadero, el padre ponía la mano sobre el hombro de su hijo y, apesadumbrado y luchando contra las lágrimas, le dijo:

    —Hijo, no olvides escribirnos. Buscaremos a alguien que nos lea tus cartas. Alguien encontraremos.

    El muchacho pasaba toda la tarde en la playa, intentando mentalmente llevarse cada mirada, cada sonrisa, cada gesto de su madre, su padre, sus hermanos más pequeños, cada arruga de su abuela...

    No podía dormir en toda la noche, y eso que le esperaba un larguísimo viaje hacinado en un pestoso y lúgubre camarote.
    Solo su padre lo iba a acompañar a coger el barco. Se despedía con besos y abrazos del resto de su familia, y después echaba un último vistazo a su desnutrida vivienda. Cogía su maleta y empezaba a bajar la cuesta hasta la plaza, desde donde iba a salir un carro, con dos ruedas y tirado por una mula, que los llevaría hasta, ese día, desierto puerto.

    Aquel barco era descomunal. Nunca había visto uno igual. La cola que aguardaba para el embarque, era un cúmulo de gestos, escalofríos y de miradas perdidas. Más de uno de los que se iban no tenían a nadie que les despidiese, pero, en lugar de acogerse a sus familias, se aferraban al cielo, empujando con fuerza los pies hacia abajo, como queriendo echar raíces, como tratando de vivir del agua que caía a cántaros.


    -pasa a página 2 y última-




  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    El primer pitido de la sirena del barco de vapor retumbaba en todo el pueblo, hasta perderse en el horizonte. Entonces, los cuerpos empezaban la procesión de las almas a través de la escalerilla del barco; no todos, algunos dejaban el alma en tierra.

    Mientras el joven iba subiendo peldaños se iba girando para ver la cara de su padre, tal vez por última vez. De repente, su madre llegaba fatigada hasta la barandilla, y, sin poder contener más su dolor, retorciéndose de espinas interiores sangrantes, gritaba:

    — ¡¡Hijo, hijo mío, no nos olvides nunca!!

    Pasaron tres meses antes de enviar la primera carta; una eternidad para los que esperaban, una décima de segundo para los que el mundo empezaba a girar vertiginosamente.

    Al llegar, se encontraba con un lugar donde infinidad de personas se apretujaban y se atropellaban esperando una oportunidad. Pedían cocineros, y más de cien aparecían; peones para la construcción, varios cientos. La competencia era tan feroz, día tras día, que, finalmente decidía subirse a un tren de mercancías antes que la vorágine lo devorase.

    Y encontró un empleo de pastor en una granja. No era gran cosa, pero le permitía seguir viviendo y enviar algo de dinero a casa, acompañado de una carta. Pero el paraíso no estaba tan bien asfaltado como en sueño había soñado, y antes de lo que cabía esperar por él mismo, se veía de nuevo deambulando por el interior de un lugar desconocido.

    Comenzaba a enviar cartas más a menudo, queriendo convertir aquello en su manera de aferrarse a la cordura. En ellas hablaba de un mar que le traía el aroma de la cocina de su casa; de su playa, de la que le llegaba flotando hojas de su limonero. Decía escuchar el repicar de la campana de la iglesia de su pueblo, que retumbaba en los paupérrimos adobes, y les preguntaba si la lluvia de aquella mañana de invierno caería, quizás, de una nube que ellos hubiesen visto primero.

    Y entre carta y carta, veía, asombrado, las montañas más altas de las que nunca hubiese soñado que existían, y ríos con tanta anchura y largura que dudaba de si no hubiese llegado a otro mar. Y entre párrafos de tinta seca y mendrugos de gloria, continuaba luchando por sobrevivir.

    Su familia contaba con la ayuda de una vecina. No habrían podido leer las cartas porque ninguno de ellos sabía leer ni escribir. En un lugar donde lo cotidiano era un lujo, no habían tenido tiempo de pararse en algo que no quitaba el hambre. Así que, apenas oían el timbrazo de la bicicleta del cartero, que subía la empinada cuesta luchando contra el permanente empedrado, un familiar salía disparado en busca de la lectora, y, después, todos se ponían alrededor de ella a escuchar su relato. En cada carta descubrían un poco más de aquel lugar lejano del que habían oído hablar tantas veces.

    Siempre hablaba de un mar, de su olor y de lo próximo que en realidad estaba de ellos, como si de un golpe una feroz resaca le dejase el día menos pensado al otro lado del charco. Era tan fuerte la sensación de cercanía, que nadie se atrevía a tocar su cama ni ocupar su lugar en la mesa por si el muchacho regresaba de repente a llenar su hueco con su optimismo.

    Cuando terminaba la lectura y la lectora salía de la casa familiar, destapando el tarro de sensibilidad para no romper el hechizo del texto, la abuela la seguía y la abordaba en el camino, llevando consigo siete sobres en la mano, el de la carta de ese día y seis más que había ido guardando de algunas cartas anteriores. Ante la sorpresa de la lectora, la anciana le pedía que le leyese la procedencia de los matasellos. La abuela era la única de toda la familia que sabía que los relatos de las cartas eran puras mentiras, que el pobre muchacho no quería preocupar a su familia.

    Matasellos tras matasellos le confirmaban a la anciana que donde su primero y querido nieto se encontraba no había mar.


    Antonio Chávez López
    Sevilla mayo 2003


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Cándida caridad

    El espejo de su raquítico cuarto de baño le devolvía una imagen que no quería ver y que sin embargo no podía ignorar. 

    Frisando en los sesenta, se podían ver unas esenciales entradas en lo que en el antaño fuese una profusa cabellera. La barba, prolijamente recortada, enmarcaba una cara que podía verse como común, pero de ninguna de las maneras desagradable.

    Pero no era su aspecto lo que quería evitar ver, era lo que ese aspecto ocultaba. Sentía que había perdido una buena parte de su vida, la mayor parte, la parte más importante y que el hecho de intentar algunos cambios a esas edades, no le daban los resultados apetecidos. 

    Había sido un hombre próspero en su juventud y durante muchos años de su adultez, pero la pésima gestión de su vida, con excesivos impagados de algunos de los muchos clientes de su negocio, demasiados gastos improcedentes y, sobre todo, “ciertas amistades no recomendables”, casi acababan por derrotarle.

    A veces la depresión le ganaba, aunque siempre sonreía e intentaba que su carácter resultase lo más cordial posible, incluso afectuoso. Sin embargo, por dentro su pena se extendía en forma incontrolada.

    Amaba a su esposa, pero jamás se había adaptado a la vida de hombre casado, y esto, día tras día, iba creciendo hasta llegar al divorcio, en la que solo fue ella, ¡la muy zorra!, la única favorecida; es decir, la puntilla para él.

    Su formación académica acumulada encajaba a la perfección en el mundo actual de globalización, especialización e ingeniería en todas las áreas, y sentía que era mucho lo que todavía podía aportar, pero nunca conseguía transmitírselo a ellos, a sus imaginarios empresarios.

    Su estómago empezaba a hundirse por encima del cinturón, y las canas comenzaban a ganar la guerra en la cabeza y la barba. Se estaba haciendo viejo con rapidez. 

    Encendía allí mismo, frente a su espejo, el primer cigarrillo de la mañana, al que, sin duda, le seguirían al menos diecinueve más, hasta completar una cajetilla. El humo nuevo le obligaba a entrecerrar los ojos, y la imagen en aquel espejo delator se hacía un poco más soportable.

    Interrumpía la rutina en el aseo, para ir en busca de un café, y el silencio de la cocina le golpeaba el pecho, oprimiendo lo que él pensaba que debía ser su corazón. Añoraba su hogar conyugal, surtido durante muchos años de todo, de lo superfluo y de lo cotidiano; añoraba la presencia de sus hijos, añoraba... añoraba… y no paraba de añorar... 

    Pero un fuerte pitido de la cafetera lo arrastraba a la realidad, y en dos segundos su infame desayuno estaba listo. Era demasiado temprano aún, y el reloj no le impelía darse prisa. Un largo y tedioso día, con poco que hacer y un aburrimiento bestial, era lo que esperaba.

    Sentado a la mesa de su inhóspita cocina, recordaba el sueño de esa noche; no era en él un magnate, ni un célebre artista, ni tan siquiera un hombre soñador, como en otros; era simplemente un humilde obrero, un limpiador de aseos públicos, con un mono blanco y unos guantes azul fuerte como vestimenta oficial, que malvivía de lo que buenamente dejaban los usuarios en un cartón, posado en el lavabo, y aunque era el único “ingreso” que tenía, lo odiaba con todo su alma.

    Terminaba el café, y después también su aseo personal, y con esa imagen mental de los guantes azules limpiando retretes. Un impecable traje gris marengo, una camisa celeste y una corbata de seda, acompañado de unos zapatos de marca, todo esto del antaño, adquirido en su antigua boutique de caballeros, era lo que escogía para vestirse ese día, hasta llegar a su puesto de trabajo, que ya en él lo cambiaba por la indumentaria citada. Parado en el umbral de la puerta de su humilde vivienda, echaba un último vistazo para asegurarse de que todo estaba... bueno, en relativo orden, y cogía las escaleras rumbo a la calle.

    La misma gente borrega de cada días deambulaba cabizbaja, sin un rumbo fijo. Su calle estaba empapada, debido a la intensa y permanente lluvia de la madrugada anterior, y todos los edificios colindantes aparecían lavados y resplandecientes con los primeros rayos de un brillante sol de mediado de junio.

    Un olor de churros calientes que salía de una cafetería próxima, casi lo desmayan. Con pasos largos apresuraba su llegada a la Puerta de Jerez. Como cada día estival, buscaba la sombra de un añoso árbol, plantado en unos simbólicos jardines de la ciudad, y. sobre sus exageradas raíces superficiales acomodaba su trasero.

    Miraba la gente pasar, apresurada, ignorándole, y el peso de sus penas hundía su cara entre las manos. Lágrimas discretas mojaban sus dedos, y la desesperación le ganaba la primera batalla del día.

    Pensaba ir a coger un periódico del día en el puesto de su buen amigo Curro, para leer un poco, y se imaginaba la lectura de numerosos anuncios clasificados, que ofrecían trabajos para los que él estaba perfectamente cualificado. Resignado y triste, alzaba con relativa dificultad su enjuto cuerpo, con la idea de ir a cumplir con su cometido. Pero una sorpresa congelaba su tristeza.

    Ante él, una preciosa niña rubita, de unos cuatro añitos, le miraba extasiada portando un original bizcocho firmemente aferrado a sus regordetas manos. 

    Se enjugaba sus someras lágrimas, y a su vez la niña ladeaba su cabeza. En casi media lengua que, sin embargo, le era perfectamente entendible, le decía:

    — No llores más, toma -y tendía el bizcocho con forma de payaso.

    Lo cogía sin pensar en lo que hacía, y le sonreía a la cría, que, dándose la vuelta, feliz, corría hacia su madre, cuya no le quitaba ojo de encima y que la esperaba en la cola del metro, a poca distancia, emocionada por el bello gesto de su pequeña gran hija.

    Más lágrimas pujaban por regar sus ojos, pero se negaba a que saliesen. Miraba el tan oportuno como inesperado obsequio, y el peculiar bizcocho terminaba de tres bocados en su estómago, dejando ver solo el ancla del barco.

    Una sonrisa iluminaba la plaza, y parte de la ciudad, por lo menos desde el Puente de San Telmo, hasta el Puente de Triana, recorriendo el Paseo de Colón y la Plaza de Toros de la Real Maestranza, por un lado, y por el otro, el Paseo de las Delicias y el Paseo de la Palmera, hasta el estadio del Real Betis, el Benito Villamarín, club señero de la ciudad de Sevilla.

    Se levantaba raudo y miraba el sol por encima de la terraza del Hotel Alfonso XIII, y Sevilla parecía retribuir su sonrisa.

    Empezaba a caminar por el césped, recién cortado, de los Jardines de Cristina hacia la Avenida de la Constitución, pero a medio camino se detenía, daba un pequeño salto, juntando por detrás de su cuerpo los tacones de sus zapatos, y con su característico optimismo levantaba sus brazos hacia el cielo y saludaba efusivamente a su ciudad... ¡Buenos días, Sevilla!




    Antonio Chávez López
    Sevilla septiembre 2001


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    El sujetador malva
     
    La última vez que vi a mi amiga del cole, Curra fue en una fiesta que ella misma organizó en la casa de campo de sus padres, teniendo ambos la misma edad: 16 años, y de esto hace ya un porrón de años, 8 exactamente.
     
    Entré presuroso en una tienda de ropa de caballeros buscando alguna prenda de abrigo que me defendiese de la bajada del mercurio que azotaba ese enero Sevilla.
     
    Y, para mi sorpresa, allí estaba Curra, doblando trapos y tarareando una copla. No había nadie próximo, así que me acerqué por detrás, apoyé mis dos manos en sus hombros, y grité: ¡Curra! Se dio media vuelta y emitió un grito de quinceañera. Se colgó de mi cuello y me dio un beso en la mejilla. Seguía conservando su gracioso hoyuelo al sonreír.

    Me contó que llevaba poco trabajando en esa tienda, que había fallecido su padre y que, a consecuencia de la depresión que cogió, había abandonado su carrera de Abogacía; que había roto con su novio, con quien había convivido. Desilusionada de la vida, salió del piso en común y se fue a vivir con su viuda madre.

     
    Al hilo de su relato, regresé mentalmente a aquella fiesta en su casa del campo, y más concretamente al cuarto de baño, en donde me metió de un empellón. Rabiosas avispas zumbaban alrededor nuestro, seguro que atraídas por el néctar de las reminiscencias. Ella las espantaba de un simple manotazo.

     
    Volviendo de nuevo a la actualidad en esa tienda, seguía contándome cosas; que había empezado a salir con un chico y que solo se veían los fines de semanas, porque él vivía en Huelva con sus padres. Me contó también que ese chico era una buena persona y me hablaba de él con cierto entusiasmo, pero no le veía cara de mujer enamorada.

    De pronto se llevó una de sus manos al hombro, para rascárselo, dejando ver parte de un sujetador malva, que pensé si no sería el mismo sujetador malva que se quitó delante mía, ambos tapados con toallas y con besos inocentes de por medio.
     
    — ¿Y qué prenda buscas? -me preguntó, sacándome de mis pensamientos.
    — Una que me abrigue más que esta cazadora –respondí, tirando de una de las mangas de la prenda.

    Me llevó a la departamento de abrigos. Había allí diferentes modelos, que ella misma se ocupaba de descartar o de reservar, para mi juicio posterior. Estaba detrás de ella, con lo que podía recrearme en sus caderas, sus piernas, su redondo culo... y a la vez rumiaba el recuerdo de sus pronunciadas curvas.

    A veces, Curra giraba el cuello, y entonces perdía yo la referencia de una luna llena que llevaba tatuada a lo ancho de la nuca. Pasados unos minutos, se vino hacia mí con una trenca de un color verde suave y con capucha, y una amplia sonrisa en sus labios, la cual mostraba unos dientes blancos, perfectamente alineados.

    — Esto te va a quedar de rechupete. Te va a favorecer muchísimo -me dijo.
     
    Abrió de par en par sus ojazos grises y me envió una dulce y penetrante mirada.
     
    — Ven al probador, y allí puedes ver si te gusta y si te queda bien.
    — Vamos -respondí, sin dejar de admirar su esbeltez.

    Ya en la entrada del probador, abrió las dos cortinas y me invitó a pasar. Dentro olía a ambientador de los caros. Frente al espejo, en primer plano yo, y tras de mí Curra, que me ayudaba a ponerme la trenca.
     
    Sus deslumbrantes luceros grises observaban cómo me quedaba la prenda, y de vez en cuando se posaban en mis ojos, con una risita entre burlona y seductora
     
    Con suavidad, me giró y fue que entonces enfrentamos en un espacio sin aire nuestras caras. Nos miramos largamente. Sus manos repasaban los pliegues, tiraban de las dos mangas, bajaban la capucha, la abrochaba y la desabrochaba pero al rozarme un poco el cuello, sentí un escalofrío. No dejaba de escrutar, cual detective Colombo, la perfección de su anatomía.
     
    Una vez que acabó de ajustarme a su antojo la trenca, me miró y me preguntó:
     
    — ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
    — Claro que me gusta. Y tú también me gustas.
    — ¿Te la quedas entonces? –me miró y me sonrió pícaramente.
    — Me la quedo. Y contigo también me quedaría...
    — Oh, nunca te me habías insinuado, y sabes que me gustabas mucho...
    — Tonto que fui entonces. Pero pienso que ya es tarde.
    — Bueno... nunca se sabe...
     
    Me acompañó hasta la caja, pagué mi compra, y después nos dimos nuestros números de móviles. Finalmente, con iguales besos y abrazos de cuando llegué, nos despedimos.





    Antonio Chávez López
    Sevilla junio 2003


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    editado septiembre 2022


    La Mendiga

    Llovía persistentemente, y nevaba a intervalos cortos. El frío era mortal de necesidad. Una mujer, harapienta y desnutrida, pedía limosnas a las personas que guardaban cola para subirse al tranvías. Tendría unos 40 años, con el cabello de un color indefinido, que escapaba de la ajada y descolorida tela que le cubría la cabeza. Entre los infinitos rotos de su falda, se podía ver una piel costrosa. Con los pies descalzos metidos en la nieve, que una parte de ella se iba derritiendo ya, alargaba, maquinalmente, una de sus manos, moviendo apenas los labios, y la retiraba sin mirar a quien la había llevado. Sin detenerse, siempre en movimiento, iba de un lado a otro, desgarbada, deshecha y con la cabeza gacha. Pero, súbitamente, se arrojaba hacia el suelo y cogía un mendrugo de pan, que flotaba entre lodos e inmundicias; lo refregaba un poco sobre su sucia y desgarrada falda y enseguida comenzaba a devorarlo, sin apartar los ojos de su "preciada" presa. En ese momento, como espectador, sentía un horror indescriptible, un asco súbito por la vida, un deseo de rebelarme contra el mundo, y unas ganas desesperadas por llorar. Aquellas inhumanas escenas me dejaron marcado por mucho tiempo.




    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    No existo
     
    Todo empezó esta mañana. Salía de la ducha cuando llamaron a la puerta. La abrí y vi un tipo bajito, calvo y con bigote, con traje gris marengo, camisa blanca y corbata verde de seda. Sostenía una carpeta en una de sus manos.
     
    —¿Don Eusebio Miranda? -preguntó.
    —El mismo.
    —Soy inspector de FUSIÓN y vengo a traerle una notificación.
    —¿FUSIÓN? Nunca he oído hablar de esa entidad.
    —Es un organismo nuevo. Se trata de la fusión de los departamentos del Censo y de Hacienda. El gobierno los ha fusionado en uno para poder solucionar, por ejemplo, casos como el suyo.
    —No entiendo...
    —¿Me permite pasar? Será más fácil para ambos si le entrego este comunicado y se lo leo tranquilamente sentados.
    —¡Claro, por favor, pase, pase...!
    ¿Qué ha querido usted decir con “casos como el mío”? –le pregunté, una vez que nos encontrábamos sentados en el sofá del salón.
    —Hemos comprobado que lleva años sin pagar sus impuestos. El total acumulado, junto a los intereses fijados, se eleva a una suma que seguramente no podrá pagar. Y lo sabemos porque ya lo hemos revisado. Aun vaciando sus cuentas en Bancos y vendiendo todas sus propiedades, solo cubre el 46% del total.
    —¿Y qué va a hacer FUSIÓN, enviarme a la cárcel?
    —No. Eso supondría que el Estado tendría que mantenerle. Y, francamente, ya nos ha costado usted demasiado dinero.
    —¿Entonces...?
    —Le denegaremos sus derechos como ciudadano. Ha sido eliminado del Censo y de todos los organismos con las que mantenga o haya mantenido relaciones. Y todo esto con carácter retroactivo. Oficialmente usted no existe ni ha existido nunca.
    —¡Pero esto es grave! ¿No hay otra manera de solucionarlo?

    El tipo me dio un papel mecanografiado que sacó de su carpeta.

    —Tenga. Ese es un documento donde se le comunica la pérdida de sus derechos y las gestiones que tiene que hacer para recuperarlos.

    Cogí el folio que me tendía, sin saber qué decir.

    —Y ahora, si me disculpa, tengo más documentos que entregar y el tiempo se me echa encima.
     
    Le acompañé hasta la puerta de mi casa y él desaparecía tras la puerta del ascensor.
     
    Pasado un rato, salí a la calle y entré a un bar a tomarme un whisky, y así empezar a digerir aquella extraña visita...
     
     
    Un tal Pepe Pérez estaba sentado en un taburete de la barra de un bar, bebiendo cerveza, cuando un desconocido se sentó frente a él en la silla de una mesa, con un vaso con whisky en mano; miró a Pérez y empezó a contarle su historia. Al principio, a Pérez le jodía, no podía soportar a los borrachos que se ponen a contar sus penas al primero que pillan, por lo que se mostró indiferente, pero, intrigando le estaba la historia, y fue por eso, que al ver el desconocido la expresión en su cara, se puso a mirar cómo el hielo se iba derritiendo en su vaso con whisky, le preguntó:

    —¿Y qué hizo usted después?

    El desconocido alzó la cabeza de golpe, como si acabase de despertar.

    —Que dejé el papel que me dio sobre la mesa del salón y me marché. Era tarde para acudir a mi trabajo. Pensé que lo leería con más calma al volver a casa. Pero no me imaginaba ni remotamente el grave error que estaba cometiendo >>>

    >>> Y lo primero que hice, antes de coger el autobús que me llevaría a la oficina, fue pasar por el cajero de mi Banco a sacar dinero. Y allí empezaron mis desventuras >>>

    >>> Una vez introducida la tarjeta y tecleada mi contraseña, aparecía un mensaje en la pantalla que comunicaba que la tarjeta no era válida y que quedaba confiscada. Entré al Banco y me fui a la caja. Rosa, la amable cajera, me recibió con una sonrisa y me preguntó en qué podía servirme. Le dije lo que había pasado, y ella me pidió mi talonario. “No lo llevo encima”. “No se preocupe. ¿Me permite entonces su DNI?”.

    >>> Se lo di, y empezó a teclear en su ordenador >>>

    —Lo siento, señor, no consta que usted tenga cuenta en este Banco.
    —¡Imposible! -dije, confundido-. ¡Llevo gestionando mis transacciones a través de este Banco desde años! ¡Tú misma me ha atendido en numerosas ocasiones!
    —Lo lamento, señor, pero no recuerdo haberle visto en mi vida.
    —Por favor, Rosa, dile al señor Marcos si puede atenderme.
     
    >>> Marcos, el director del Banco, que yo conocía desde que ocupó su puesto, años atrás, no solo confirmó lo que me había dicho Rosa, también me dijo no haberme visto jamás. Pedí, chillé, rogué... Todo inútil. Tuve que salir de allí, bajo admonición de Marcos de llamar a la policía si persistía en mi actitud >>>

    >>> Al salir miré mi reloj. Era tarde ya. No llegaría a tiempo a la oficina. Eché mano del móvil para avisar que iba a llegar más tarde, pero, tras marcar, una voz grabada anunciaba que el número desde el que llamaba no constaba registrado. Entonces me acordé de lo que me dijo el inspector del FUSIÓN: “oficialmente, usted no existe ni ha existido nunca”. “¡Por qué me han hecho esto!”, grité >>>

    -pasa a página 2ª y última-


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    • >>> Subí al bus y al abrir mi billetera para pagar, vi que mi DNI no estaba. No podía ser, una cosa es que te hagan desaparecer administrativamente y otra físicamente. Recordé que había sacado el DNI en el Banco, y por esto pensé que lo habría dejado allí olvidado, y también pensé que estaba seguro de haberlo metido de nuevo en mi billetera >>>

      >>> Cuando me bajé del autobús, busqué una cabina de teléfono y llamé al Banco. ¡Ni siquiera recordaba Rosa que hubiese estado allí! ¡Y eso que solo había pasado escasamente media hora! >>>

      >>> No sabía qué pensar ni qué hacer, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando al entrar al edificio de mi oficina, Dani, el portero, me espetó >>>

      —Disculpe, señor. ¿A dónde va?

      —¿Y a dónde quieres que vaya? A Sampedro SA, por supuesto.

      —¿Tiene usted cita?

      —¡Por Dios, Dani, ¿es que no me reconoces?!

      —No recuerdo haberle visto nunca, señor.

      —¡Pero si llevo quince años trabajando en Sampedro SA y pasando todos los días frente a tu portería!

      —Lo siento, señor.

      >>> Se repitió el mismo episodio del Banco, y otra vez tuve que salir pitando, bajo la amenaza de policía. “¡La mano de FUSIÓN es larga con cojones”, grité de nuevo >>>

      >>> “¡Claro! El papel que me dio el hombrecillo, seguro que explicaba cómo salir de este embrollo”, me dije para mí >>>

      >>> Cuando llegué a la puerta de mi casa, vi, alucinado, que mi llave no encajaba en la cerradura. Frustrado, di puñetazos a la puerta, pero, para mi sorpresa, se abrió y me hallé, cara a cara, con un hombretón mal encarado >>>

      —¡¿Qué coño está pasando aquí?! ¡¿A qué vienen esos golpes?!

      —¿Quién es usted y que está haciendo en mi casa? –le dije yo.

      —¡¿Su casa?! ¡Esta es ¡MI CASA!, llevo viviendo aquí cinco años!

      >>> Nueva amenaza con la policía me hizo salir de allí a todo gas, no sin antes ver, loco, que no me había confundido de edificio. Debí andar sin rumbo una hora. La cabeza me daba vueltas. “¡¿Cómo lo hacen? ¡¿Cómo pueden borrar así la existencia de una persona?!”. Me irrité de nuevo. Tenía que haber algún indicio o constancia de mi existencia en alguna parte; debía haber alguien que me recordase >>>

      >>> “¡Carmen!”, pensé de pronto >>>

       >>> Entré a una cabina y llamé a Carmen, mi novia >>>

      —¿Sí? -escuché la voz de ella.

      —Carmen, soy Eusebio.

      —Hola, cariño.

      >>> “¡Dios, me recuerda!”, dije, feliz, apartando la boca del teléfono >>>

      —Carmen, necesito verte inmediatamente. ¿Estarás en casa?

      —Sí. No pienso salir. ¿Pero qué te pasa? Te noto extraño.

      —Te lo contaré cuando llegue. No te preocupes. Estoy bien.

      >>> Colgué y salí pitando hacia la casa de Carmen. Cuando llamé a su puerta, ella la abrió con la cadena de seguridad de dentro puesta. “¿Que desea?” -preguntó, después de mirarme >>>

      >>> Eso me dijo mi novia, y a mí se me cayó el alma a los pies >>>

      —¿Es que no me reconoces?

      —¿Debería?

      —¡Carmen, que soy Eusebio, tu novio desde hace cinco años!

      —Yo nunca tuve novio.

      >>> Espantado y cabreado, salí de allí. Al llegar a la calle, vomité. Estaba mareado y todo me daba vueltas. “¿Cómo me puede pasar esto? ¿Es que nadie me recuerda? Tiene que haber alguien que... ¡Mi madre!”, pensé >>>

      >>> Llamé a mi madre. Reconocí su voz enseguida >>>

      —¿Diga?

      —Soy yo, mamá, Eusebio.

      —¿Quién?

      —Eusebio. Tu hijo.

      —¿Qué es esto? ¿Alguna broma de esas que hacen por la tele?

      —No es ninguna broma, mamá... yo...

      —Oiga -me interrumpió-. No tengo ni idea de quién es usted, pero no es mi hijo. Y eso es seguro porque yo no tengo hijos.

       >>> Y colgó. No sé cuanto estuve inmóvil dentro de la cabina, incapaz de reaccionar, hasta que un anciano dio un bastonazo al cristal, exigiéndome que dejase libre el habitáculo >>>

       >>> He estado todo el día dando vueltas por mi ciudad, caminando sin rumbo, sin prestar atención a nada y con la mirada perdida cual zombi. Hasta que he pasado por las puertas de una tienda de electrodomésticos que hay al lado de este bar >>>

       —¿Y qué pasó entonces? -preguntó Pepe Pérez al desconocido mientras se sumía de nuevo en el hielo de su vaso.

      —¿Conoce usted esa tienda? -le dije de pronto.

      —La conozco.

      —Entonces sabe que en el escaparate hay una enorme pantalla, conectada a una cámara enfocada a la calle. De modo que cualquiera que pase por delante, se ve reflejado en ella.

      —Así es.

      —Pues bien, cuando he mirado la pantalla pude ver la calle, coches y los peatones que pasaban, los árboles, los edificios. ¡Todo! Excepto a mí. Yo no aparecía. Y no he podido más, he entrado a este bar dispuesto a coger una borrachera.

      —Historia increíble esta suya, que seguro debe tener una explicación razonable para todo lo que le está pasando.

      —¿Usted cree? ¿Se le ocurre alguna?

      —En este momento no.

      —Ya.

      —Empero, le diré lo que vamos a hacer. Ahora voy al baño. Esta es mi sexta cerveza y ya no puedo aguantar más. Cuando salga, pensaremos en ello.

      —Se lo agradezco muchísimo.

      >>> Usted se levantó y se fue corriendo al servicio de caballeros. Estaría orinando un rato, porque seis cervezas dan para mucho. Cuando salió vio usted la mesa vacía y llamó al camarero >>>

      —Paco, ¿dónde se ha metido ese hombre que estaba conmigo?

      —Más te vale que no bebas más por hoy, Pepe.

      —¿Por qué lo dices?

      —Porque has estado solo todo el tiempo.

      —¿Quééé? ¿Entonces de quién es ese vaso de whisky a medio acabar que hay en esa mesa?

      —¡Vaya, no lo había visto! No sé de quien pueda ser.

      —Qué raro. Bueno, olvídalo y sírveme otra cerveza.

      —¿Seguro?

      —Estoy bien, tranquilo. Habré pegado un cabezadita y lo he soñado.

      >>> Usted volvió a sentarse en el mismo taburete, mientras el camarero le servía otra cerveza y retiraba la jarra de la vacía y el vaso con whisky sin acabar. Bebió un trago, frunció el entrecejo y dijo a media voz:

      Qué extraño. Parece que la cerveza se me han subido a la cabeza. Por más que me esfuerzo, no logro recordar que estaba haciendo antes de entrar al aseo <<<



      Antonio Chávez López
      Sevilla febrero 2011

  • Me ha encantado!
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    Me ha encantado!

    Muy amable.

    Gracias por leerme y por colaborar.

     :)

     
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