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Mi timidez se refugia en mis versos

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Mi timidez se refugia en mis versos

Mi padre me enseñó todo lo que sé, y en lo que más interés ponía era en meterme en la mollera algo importante: “¡uno debe conocer siempre sus propios límites; quien los traspase, jamás llegará a buen puerto!”. Y me lo decía con frecuencia y hasta con énfasis, como si le fuese la vida en ello, pero no siempre le hacía yo caso.

Reconozco noblemente que yo no soy un hombre deslumbrante, solo de buen ver. Pero, pienso que no vale la pena entrar ahora en estos detalles. Simplemente, mi físico no es para tirar cohetes.

Pero, eso sí, he aprendido a aviármelas solo. Y no quiero más que esto, porque tengo la sensación de que no puedo llegar a más. No es que envidie a quien vive del éxito, o como quieran llamarlo. No, no es eso. Quizás por ser como soy esto nunca me he insinuado a ninguna mujer con la picardía necesaria. Tuve una relación amorosa en mi juventud, pero a estas alturas de mi vida, 55 años y todavía sin pareja, supongo que solo necesito compañía.

Pero un día conocí una mujer, poco después de montar mi tienda. Entró con un tipo rubio y me compró un gel. Me regaló una sonrisa mientras recogía el cambio. Ahora ella sigue igual; educada, respetuosa y risueña. Habla moviendo despacio los labios. Nunca tuve un rollo con ninguna de mis clientas, a menos que insistan, que también las hay.

Volvió esa mujer a visitar tanto mi tienda hasta hacerse asidua. Es probable que yo le resuelva los pequeños olvidos, ya que nunca me compra gran cosa: carmín, siempre rojo; pasta de dientes, rímel, coloretes…, pero siempre me deja una sonrisa. En realidad, salgo ganando.

Ella dejó al hombre rubio, y me percaté de que venía a diario por mi tienda y me compraba más artículos y más costosos. Un día le dije que tenía ojeras. “Ya ve usted”, me respondió, secamente.

Pasada una semana entró a la tienda un tipo trajeado. Me preguntó: ¿Cuánto cuesta ese narciso?, pero era un adorno para la tienda. Le respondí que no estaba en venta. Se volvió de espalda y miró hacia la calle, y entonces vi a ella en la acera, como esperando. Logré que el tipo aceptase la flor como regalo, por más que insistía en pagármela. Vi su sonrisa cuando recibía la romántica flor de mano de su acompañante, un amigo o lo que fuese, que a mí me pareció un hombre insulso y afectado. ¡Qué bien conocía yo la sonrisa de esa mujer!

Un día, después de cerrar a la dos, para ir a almorzar, decidí averiguar dónde vivía. Fue tan fácil como darme una vuelta por su barrio y hacerle dos preguntas a una antigua clienta mía, que me encontré en la calle principal.

Una madrugada escribí dos versos en un folio, metí el folio en un sobre y lo deposité en su buzón. Yo hago las cosas sin meditarlas, porque es la única forma de vencer mi timidez.

Al día siguiente volvió por mi tienda. Quería un perfume sencillo. Siempre quería cosas sencillas. Le pregunté qué tal le iba, mientras empaquetaba el frasco. “Bien, ¿y a usted?”, respondió, pero su expresión decía otra cosa.


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Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Ahora me visitaba por la mañanas y por la tarde. Me pregunté para mi interior si leería las pobres letras que le había seguido enviando.

    Decidí abandonar mi patética costumbre cuando un atardecer vi el color pálido de un folio en su mano derecha mientras caminaba. Miraba a todos lados. Lo guardaba en su bolso y seguía caminando, pero con pasos lentos.

    Esa tarde, mi habitual y fatal tranquilidad, se vio turbada por eso. Nadie lee lo que no quiere leer. Se lee porque gusta, o no se lee. Simple. Pero, mi proverbial sensatez no quería sacar conclusiones. Tal vez mis preciadas rimas no eran tan anodinas como yo mismo pensaba, o a ella le gustaban. Qué más daba. Lo importante era no dejar que esa mujer se agrandase en mi corazón como una esperanza.

    “Sigue tu vida Antonio”, me dije para mis adentros.

    Un día entró a la tienda con aires misteriosos. No recuerdo en este momento qué fue lo que me pidió. Se veía extraña. Le di lo que me había pedido y me preparé para admirar su majestuosa sonrisa. Nada, no hubo sonrisa. Pero, de pronto, me miró y me preguntó:

    —¿Me respondería usted una pregunta?”. Sobresaltado por la novedad, que dije que sí, que por supuesto.
    —¿Sabe usted, por casualidad, si hay algún poeta en nuestro barrio que acostumbra a distribuir gratis sus obras? Supongo que aquí oirá usted de todo, máxime siendo su clientela mayoritariamente femenina.
    —Ni idea –respondí, nervioso, pero creo que ella se dio cuenta de mi nerviosismo.
    —Es que recibo poemas de alguien que no conozco -añadió.
    —¿Le molestan? -le pregunté, intrigado, e interesado también.
    —¡Oh, no, al contrario, son preciosos! -y se despidió, pero olvidando de nuevo su sonrisa.

    Ya en casa, repasé otro de mis poemas antes de meterlo en un sobre. “No le molestan, al contrario, son preciosos”. Recorría el pasillo dándole vuelta a esas sus palabras. Pero no estaba yo seguro de que mis poemas fuesen buenos. A punto de salir hacia su casa, vi mi imagen en el espejo del pasillo; un tipo maduro con un sobre en la mano. Aparté la vista y dejé el sobre encima del mueble de la entrada. En ese momento, nació dentro de mí algo parecido a la ira. Pero no no tenía más remedio que llevarle mi último poema.

    Antes de cerrar el sobre, añadí una línea al final, como una post data: “espero no haberla molestado; este va a ser mi último envío”. Ella no lo entendería, y quizás hubiese sido lo mejor. Cerré el sobre con una sensación de asfixia y me miré de nuevo al espejo antes de salir a la calle. “A veces me pregunto quién coño ha diseñado esta estúpida imagen mía”, dije al espejo, o sea, a mí mismo.

    Pasada una semana, antes de cerrar yo la tienda, la vi en la acera de enfrente una lluviosa tarde. Caminaba con semejante lasitud que parecía enfermiza. Llevaba un paraguas color café, que hacía juego con su gabardina. Cerré la tienda y la seguí, sin saber por qué hacía esto. Las luces exiguas de las farolas filtraban la lluvia apacible. Caminé detrás ella por unas calles concurridas hasta llegar a la plaza principal de la ciudad. Entró a una cafetería de grandes ventanales y se sentó en una de las sillas de una de las mesas frente a la puerta. Me resguardé bajo el toldo de una tienda de tejidos de enfrente, a escasos metros de la cafetería. El camarero apareció y le sirvió café. Se quitó la gabardina y la extendió sobre la silla de al lado. Abrió su bolso y extrajo mis papeles. Se recostó sobre su sillón y comenzó a leer, a la vez que removía su café. Poco después, dejó la lectura y miró hacia la calle, y luego colocó la cucharilla sobre el plato y bebió un pequeño sorbo, llevó la taza a su lugar y, acto seguido, siguió leyendo.

    Acabó de tomarse su café y se quedó mirando la calle con mis versos en una de sus manos. Decidí acercarme a ella con la misma sensación que debe sentir un recluta cuando ve a su general. Con gestos de satisfacción me miró cuando empecé a cruzar la calle. Pero, sin poderlo evitar, por el gentío y por la lluvia, choqué con el cristal de la cristalera. Entonces miré los papeles y a ella, fijamente. Asomó una mueca de alegría a su rostro, y sus grandes y bellos ojos estaban abiertos de par en par, asombrados. 

    Sollocé lo más parecido a una sonrisa, y el cristal me devolvió la imagen desvalida de un don nadie que pretende ser poeta, pero a ella le gustan mis versos y, a juzgar por el brillo en sus grises luceros, también yo le gusto.





    Antonio Chávez López
    Sevilla mayo 2000


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