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Amores adolescentes

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Amores adolescentes     

Los significativos recuerdos de esta pequeña pero bonita historia dan sentido a mi vida. Y ahora, a mis 36 años recién cumplidos y sentado de por vida en una silla de ruedas, dan más sentido si cabe.

Recuerdo que el camino se hacía eterno. La noche era negra y la brisa se hacía cada vez más áspera. Mis mejillas enrojecían. Corrí tanto que no sentía los pies, tratando de encontrar un rastro de luz en aquel crepúsculo.

Manuela estaba cansada. La cogí de la cintura y fue entonces que sentí su esbelto cuerpo pegado al mío, proporcionándome un indescriptible calor carnal. Sus suaves labios me besaron en el cuello, y una extraña sensación de placer recorrió todo mi cuerpo. Sus manos bajaron hasta mi pubis, acompañadas de besos húmedos de unos labios de rubí. No podía contenerme, la deseaba tanto…

—No hay nadie aquí, todos se han ido ya -dijo con la respiración agitada en un silencio solemne.

La besé apasionadamente apretándola contra mi cuerpo. Empecé a desabrochar cada uno de los botones de su blusa, hasta ver sus suaves pero duros senos, descubiertos frente a mí. No dudé en tocarlos y en acariciar la cima de ellos con los dedos.

Nuestras respiraciones eran más veloces. Nos tumbamos sobre la húmeda yerba de la noche, y mi chica seguía besándome y comenzando a bajar mis pantalones, pero mi cinturón estaba apretado. Mentalmente maldije el momento en el que me lo puse. La ayudé a desabrochármelo, entre enredos de manos, hasta que por fin mi pene era liberado. Su mano me lo cogía. Estábamos los dos terriblemente excitados, dejando yo escapar un explosivo orgasmo, llenándose ella la mano de semen.

Pasados como cinco minutos, sacó ella un preservativo de su bolso, me lo puso y me dijo que la penetrase, pero despacio porque era virgen aún. Le hice caso e hicimos el amor y descargamos los dos a la vez, soltando ella unos gemidos que casi me asustaron. Una vez que culminamos, me dijo que quería probar mi tibio semen, cosa que ella misma se encargó de sacar un poco del forro, y después se metió mi pene en la boca, limpiándolo y saboreándolo a la vez. Momentos celestiales.

Al día siguiente fui al instituto, como de costumbre. Y allí estaba ya Carmelo, mi mejor amigo desde niños, casi mi hermano, que él me llamaba así.

Uno de los alumnos del instituto dibujaba desnudos de mujer. Yo era distinto a él, aunque por lo que ocurrió anoche, pienso que me contagiaría de sus maneras. Lo que me sucedió con Manuela no se lo había contado a nadie aún. No quería hacerlo, pero mi lengua me traicionaba.

—Hola, hermano Juan –me saludó Carmelo, dándome una palmadita en la espalda.
—Hola, Carmelo.
—Oye, ¿has visto ya a la compañera nueva?
—No… -me ruboricé.

—¡Chicos, a mi clase! -nos interrumpió la profesora. Fuimos a sentarnos a nuestros respectivos asientos. Todavía no había llegado Manuela. Yo quería verla, pero sentía vergüenza y pudor. Carmelo me miraba sonriendo y escribía algo en un papel, que después empujaba hacia mí:

Las lenguas viperinas de este instituto dicen que ayer te vieron salir del jardín de detrás del instituto a intempestivas horas acompañado de Manuela, y ella iba con la ropa al socaire. ¡Ya me contarás, querido hermanito!

Cuando lo leí me sonrojé y traté de hacerme el desentendido, pero Carmelo que me conocía mejor que nadie, sacó su móvil y había en él varias fotografías que delataba todo. ¡Jodido paparazzi! Escribí en el mismo papel y caí en su juego. Pero seguí escribiendo…

Manuela y yo fuimos a regar las flores del taller de Agricultura. Se nos pasó la hora charlando y comenzamos a correr para que no nos viese la directora. En el jardín sucedió todo. Nos besamos y… bueno… Estábamos pasados de copas.

Se lo entregué a hurtadillas, con la idea de no ser visto por la profesora. Carmelo lo recibió, y apenas terminó de leer estalló en una carcajada frente todo el alumnado.

—¿Qué ocurre, Carmelo? -le preguntó la profesora.
—Nada, profesora -conteste yo, al ver que él no paraba de reír.
—Juan, ¿qué le has dado a Carmelo por debajo del pupitre?
—Nada, profesora -respondí..
—¡Carmelo, dame eso! –le dijo la profesora, percatándose de mi maniobra.

Carmelo me miró, como preguntándome “¿se lo doy?”. Pero se lo dio, y entonces me percaté de las posibles consecuencias.

—Vamos a ver qué dice este papelito -dijo la profesora.
—¡Qué lo lea, qué lo lea…! -gritaban los alumnos y alumnas de la clase.
—¡No, profesora, no, por favor! -le dije yo, casi suplicando.


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-pasa a página 2 y última-

Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    La profesora, la señorita Santos, no escuchó mis súplicas y no dudó un segundo en leerlo, y en voz alta. Carmelo me miraba con cara de tonto, como pidiéndome perdón. Lo mire cabreado, pero también ruborizado.

    Segundos después, nada podía ser peor; llegó Manuela. Apenas entró al aula, todo el curso reía, y ella reía a su vez, pero sin saber todavía qué era lo que causaba la risa.

    Lisa, su mejor amiga, la esperaba en su asiento contiguo y le contó todo lo sucedido. Manuela agachó la cabeza. Era incapaz de mirar a nadie, menos a mí.

    La clase acabó y todos salimos del aula y ahora nos tocaba otra clase en otra aula. El asunto parecía olvidado.

    —Hola hermano -me dijo Carmelo, que añadió:- sabía yo que tan angelito no eras tú, ni tan inocentito tampoco... jajajaja…
    —Estoy cabreado. ¡La señorita Santos es una hija de...
    —Tranquilo, hermano. Esa vieja lo va a pagar. ¿Qué edad tiene?
    —36. Al menos eso es lo que dice ella. ¿Pero qué tiene que ver la edad en esto?
    —Pues está buenísima y creo que va a ser mi próxima víctima. Hace mucho tiempo que le tengo ganas, y para mí. nada es imposible. Me he follado a cuantas he querido de este instituto, así que una más pasará pronto por mi traviesa polla. Pero te advierto que esta vez lo publicaré por todo el instituto –dijo con su habitual aire de superioridad y sonriéndose.
    —Definitivamente estás loco de remate -le dije, dándole un golpecito en su pequeña frente de cabeza hueca, que no tiene más que aserrín.
    —Lo sé, pero ahora dejemos eso. Vamos a desayunar.
    —¿No quieres que esa vieja pase la vergüenza de su vida? Como te la ha hecho pasar a ti -añadía mientras caminábamos hacia la cafetería.
    —Bueno… vale… Pero si se puede evitar un escándalo...
    —¡De eso nada, hermanito! Déjalo de mi cuenta -se refregaba las manos.

    La cafetería se hallaba llena de estudiantes. Pedimos lo nuestro, y entre la multitud buscaba la cabeza pelirroja de Manuela. Sabía que aunque estuviese se escondería de mí, pero yo no quería delatarla, solo hablar con ella, pedirle disculpas por lo de ayer, porque ya empezaba a sentir algo por ella. Carmelo me mataría si se lo dijese. Diría: "¿cómo coño te puedes enamorar de la primera tía que te follas? Tienes que disfrutar más". Pero ése era su pensamiento. Manuela era para mí una delicia: su cuerpo suave, sus curvas perfectas, su pelo pelirrojo, que le cubre media espalda, su cuello, su boca, sus labios, sus pechos, los mismos que estuvieron en mis manos. Para mí Manuela era un diamante en bruto, tan frágil que quizás se rompiese con cualquier cosa. Nunca había tocado a una chica. Una vez lo intenté con mi primera novia, pero era tan estrecha la pobre que salió corriendo y después no me habló nunca más en su vida.

    Bueno, estas cosas son algunas anécdotas de mi adolescencia.

    —Juan, sentémonos aquí. Esas dos tías guapísimas nos están mirando.
    —Querrás decir que te están mirando a ti.
    —Y a ti también. Si no, mira la rubia. No te quita ojo.

    Y era verdad. Cruzamos  una mirada y se veía que la rubia era coqueta. Se acercaron a nuestra mesa; una se sentó al lado de Carmelo, y la rubia se puso al mío.

    —Hola, ¿cómo estás? -me preguntó la rubia.
    —Bien -le respondí.
    —Chicas, os invito a algo -soltó de pronto Carmelo.
    —¡Carmelo, Carmelo! -lo miré, preocupado, y él sabía por qué
    —Ok -respondieron las dos, casi al unísono.

    Joder, el inconsciente Carmelo las invitó a comer. La última vez que lo hizo tuvimos que quedarnos a fregar platos hasta la una de la madrugada. Y si no era eso, era otra cosa. Y después no tiene dinero ni para el autobús del mes.

    —Y tú, macizo, ¿cómo te llamas? -me preguntó de nuevo la rubia.
    —Juan -le respondí.
    —¿Dónde vais a ir esta noche de viernes? Nosotras iremos a nuestra disco y no tenemos pareja. ¿Os gustaría acompañarnos? -me preguntó otra vez la rubia.
    —¡Hecho! -terció rotundo Carmelo.
    —Bueno… yo quizás no pueda –y dije eso porque pensaba en Manuela.
    —Como prefieras. Invitaremos a otro -dijo la rubia.
    —Bueno…, espera... quizás no haga falta. Creo que finalmente podré -respondí, pensando en que quizás Manuela estaría enfadada conmigo.
    —En ese caso, después nos veremos aquí mismo, ¿vale?

    Eran las ocho y media. Las chicas estarían fuera del instituto a las nueve, y Carmelo y yo estábamos ya en la cafetería.

    Cuando llegaron las dos, Carmelo iba delante con ellas. Rocío era la rubia, y Lucía la morena, ambas guapas y ya apuntaban espectaculares hechuras. Rocío se veía bien; un vestido rojo ajustado con un escote generoso que dejaba ver el inicio de unos hermosos pero bien puestos pechos.

    Y bailamos, y bebimos, y charlamos, y reímos... Pero cuando llegó la hora de "algo más”, y Carmelo ya había empezado a meterle mano a su pareja de esa noche, me levanté de mi silla y, sin despedirme de nadie, saló corriendo hacia el “Dragón Rojo”, que era la discoteca a la que iba Manuela los findes.

    En la actualidad, Manuela es mi esposa. Tenemos dos hijos, la parejita. Seguimos muy enamorados. Ella es una mujer maravillosa: trabajadora, responsable, buena madre, y buena ama de casa. Me acompaña en todo, y más ahora que me encuentro semi inválido por culpa de un accidente laboral.


     
     
    Antonio Chávez López
    Sevilla julio 2011


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