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Pánico y chasco en un parking público

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Pánico y chasco en un parking público
 
Mientras aquella noche iba bajando por las escaleras de aquel parking subterráneo, sentía una aprensión que iba convirtiéndose en miedo a medida que iba descendiendo por sus escalones poco iluminados y desiertos. El miedo iba subiendo progresivamente no bien me iba aproximando al lugar en el que estaba estacionado mi coche.
 
Y no era para menos, porque desde que una banda de cultos satánicos merodeaba por la zona y que en una furgoneta aparcada habían hallado restos humanos, nadie bajaba por allí durante las noches, y si lo hacía de día, era acompañado.

Un intento de violación a una pequeña de 8 años, que se libró merced a sus ágiles piernas, hacía que aquel parking fuese temido por las mujeres e incluso por los hombres que a diario tenían que acudir a recoger sus vehículos.

Y la verdad es que aquello estaba prácticamente abandonado. Tres plantas bajo tierra, con una capacidad para cientos de vehículos, cero vigilancia y casi nula iluminación, hacían de aquel estacionamiento un agujero siniestro.

Coches dormidos como cuerpos alineados en una formación lúgubre se sucedían a mi paso, y mi sombra, distorsionada y reflejada en las paredes, se movía ajena a mis movimientos, formando extrañas y amenazantes siluetas.

De pronto, un sonido sordo atronaba en el intenso silencio del lugar. Me quedé congelada, firme, rígida e inhiesta, y a la expectativa de alguna inesperada aparición. Pero no, ahora era un gato negro y tuerto que había aterrizado de un felino salto en el capó de un coche y que me miraba al pasar con su único ojo brillante y amenazador.

Llegué al fondo del loca, justo frente a mi coche, y sin ganas de limpiar el parabrisas me volví deseando salir a escape de aquella ratonera, cuando ruidos me llegaban de lejos, y se hacían más intensos y sonoros a medida que me iba acercando a la hilera de los coches del otro extremo.

“¿Qué ha sido eso?” me pregunté. Los ruidos provenían del interior de uno de los vehículos aparcados en la casi oscuridad.

Me aproximé con sigilo y con miedo, y con espanto pude ver una cabeza que se movía y unos brazos que parecían agredir a un cuerpo, oculto a mi visión.
 
Gemidos femeninos y respiraciones agitadas palmariamente me llegaban. ¡Estaban agrediendo a una mujer! Si era un violador había que salvarla de las garras del malvado. Con un valor desconocido por mí, pero sin dudar, aporreé reiteradas veces la puerta del lado del conductor, e incluso hice un intento de abrirla. Gritando amenacé.

Se resistía la dichosa puerta, pero el tumulto del interior del coche había desparecido. “¿La habrá matado?”, me pregunté de nuevo.

Pero, de pronto, el negro cristal de la ventanilla del conductor se bajó a medias y apareció una cabeza despeinada de un individuo que parecía joven y que me dijo con cara de cachondeo:

“¡Pasa tía! ¡¿Es que uno no puede echar aquí un quiqui con tranquilidad!”. Me di media vuelta y, cambiando mi pánico por una risa nerviosa y persistente, y apresurando al máximo mis pasos, me fui presurosa hacia el estacionamiento en el que, plácidamente, dormía mi utilitario.




 :)

 
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