Pánico y chasco en un parking público
Mientras aquella noche iba bajando por las escaleras
de aquel parking subterráneo, sentía
una aprensión que iba convirtiéndose en miedo a medida que iba descendiendo por
sus escalones poco iluminados y desiertos. El miedo iba subiendo
progresivamente no bien me iba aproximando al lugar en el que estaba
estacionado mi coche.
Y no era para menos, porque desde que una banda de
cultos satánicos merodeaba por la zona y que en una furgoneta aparcada habían
hallado restos humanos, nadie bajaba por allí durante las noches, y si lo hacía
de día, era acompañado.
Un intento de violación a una pequeña de 8 años, que se libró merced a sus ágiles
piernas, hacía que aquel parking fuese temido por las mujeres e incluso por los hombres que a diario tenían que acudir a recoger sus vehículos.
Y la verdad es que aquello estaba prácticamente abandonado. Tres plantas bajo tierra,
con una capacidad para cientos de vehículos, cero vigilancia y casi nula
iluminación, hacían de aquel estacionamiento un agujero siniestro.
Coches dormidos como cuerpos alineados en una formación lúgubre se sucedían a
mi paso, y mi sombra, distorsionada y reflejada en las paredes, se movía
ajena a mis movimientos, formando extrañas y amenazantes siluetas.
De pronto, un sonido sordo atronaba en el intenso silencio del lugar. Me quedé congelada,
firme, rígida e inhiesta, y a la expectativa de alguna inesperada aparición.
Pero no, ahora era un gato negro y tuerto que había aterrizado de un felino
salto en el capó de un coche y que me miraba al pasar con su único ojo
brillante y amenazador.
Llegué al fondo del loca, justo frente a mi coche, y sin ganas de limpiar el
parabrisas me volví deseando salir a escape de aquella ratonera, cuando ruidos
me llegaban de lejos, y se hacían más intensos y sonoros a medida que me iba
acercando a la hilera de los coches del otro extremo.
“¿Qué ha sido eso?” me pregunté. Los ruidos provenían del interior de uno de
los vehículos aparcados en la casi oscuridad.
Me aproximé con sigilo y con
miedo, y con espanto pude ver una cabeza que se movía y unos brazos que
parecían agredir a un cuerpo, oculto a mi visión.
Gemidos femeninos y respiraciones agitadas
palmariamente me llegaban. ¡Estaban agrediendo a una mujer! Si era un violador
había que salvarla de las garras del malvado. Con un valor desconocido por mí, pero
sin dudar, aporreé reiteradas veces la puerta del lado del conductor, e incluso
hice un intento de abrirla. Gritando amenacé.
Se resistía la dichosa puerta, pero el tumulto del interior del coche había
desparecido. “¿La habrá matado?”, me pregunté de nuevo.
Pero, de pronto, el negro cristal de la ventanilla del conductor se bajó a
medias y apareció una cabeza despeinada de un individuo que parecía joven y que
me dijo con cara de cachondeo:
“¡Pasa tía! ¡¿Es que uno no puede echar aquí un quiqui con tranquilidad!”. Me di media vuelta y, cambiando mi pánico por una risa nerviosa y
persistente, y apresurando al máximo mis pasos, me fui presurosa hacia el
estacionamiento en el que, plácidamente, dormía mi utilitario.