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En el andén 10

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


En el andén 10 

Era un viernes de primavera de finales mayo. Ella, nerviosa, no paraba de mirar su reloj de pulsera, y corroboraba su hora con la de otros relojes grandes que colgaban del techo de aquel lugar. Solo faltaba media hora exacta para que llegase el tren, que era uno de Alta Velocidad (AVE) del servicio regular de la Renfe, procedente de la Estación de Santa Justa.
 
Caminaba la guapa muchacha con pasos rápidos entre las tiendas de la estación del ferrocarril más grande e importante de España: Atocha. Iba pensando en las mil y una cosas que contarle a él no bien se bajase de aquel tren. También pensaba en cómo se abrazarían y se besarían en el mismo andén, sin importarles en absoluto las personas aglomeradas que allí habría en ese momento. Y pensaba en proclamar su amor a los cuatro vientos.
 
Pero también pensaba si iba a ser de su agrado su nueva minifalda blanca ibicenca, que tanto dejaba lucir sus bronceadas y largas piernas, así como su blusa verde, con generoso escote. Y tan atractivo conjunto, destacaba más acompañado de unos zapatos verdes de tacón alto de aguja.
 
Tan absorta estaba en todos estos pensamientos que no se percataba de la hora. De modo que cuando le daba de nuevo por mirar el reloj, tan solo faltaban quince minutos para que llegase el tren. Su chico vendría del Sur con dos ilusiones: amarla y pasarlo bien juntos en Madrid aquel fin de semana, y después, en el último AVE del domingo con destino Sevilla, regresaría otra vez a su ciudad.
 
Inmensamente feliz decidía comprarle algo personalizado para su dormitorio, y así él la recordaría durante las noches "como más le gustaba a ella que la recordase". Si ella pensase eso entrecomillado, seguro que se relamería los labios.
 
Se iniciaba a visitar, sin prestar demasiada atención, varias tiendas. Había  prácticamente de todo: joyas, bisuterías, trajes de señoras y caballeros, zapatos para ambos sexos, perfume, ropa de buena y regular calidad, y cientos de trastos inútiles, que serían abandonados al poco de haberlos adquirido Pero nada de lo que estaba viendo la convencía. “En estas tiendas no hay nada que me guste especialmente para ti, mi amor”, pensaba.
 
Miraba de nuevo el reloj: ocho minutos faltaban y aún no había hallado un regalo apropiado. El AVE, que ella esperaba, lento iba acercándose hasta el andén 10.
 
Pero, de pronto… “¡esto, esto sí!”, exclamaba en voz alta, como una loca, a la vez que cogía una pequeña lámpara de bronce con caperuza, también de bronce, en forma de punta. “¡Esto te va a encantar, mi amor!”, exclamaba de nuevo en voz alta, sin importarle nada ni nadie.
 
A su chico le gustaba el efecto que causaba una pequeña luz, y el ambiente acogedor e íntimo que proporcionaba. Algunas veces habían hecho el amor, en el apartamento de ella, en Madrid, mientras su dormitorio se encontraba iluminado por una lámpara igual o parecida a la escogida como regalo.
 
De pronto por megafonía sonaba una voz como aflautada, anunciando la inminente llegada del tren procedente de Sevilla en el andén 10.
 
La chica se quitaba los tacones y empezaba a correr portando su flamante lámpara en una de sus manos, sin envolver, pero metida en una bolsa de plástico, porque no quedaba papel de regalo en la tienda, además de que ella no podía entretenerse más.
 
Abriéndose paso entre las personas de la sala de espera, seguía corriendo hacia la zona de LLEGADAS, en la que aguardaban a diferentes trenes de distintas procedencias. Sabía a dónde tenía que ir, pero a sus nervios le daban por preguntar, y por fin llegaba al lugar donde muchas personas esperaban a aquel tren procedente del Sur.
 
Decenas de viajeros iban bajando de los vagones, y la expectación iba creciendo en los adentros de la esbelta y espectacular chica.
 
Su sistema nervioso era ya incontrolable, y hasta le temblaban las manos. Un prolongado escalofrío recorría todo su cuerpo, y más aún cuando sus ojos miraban con feliz ansiedad la escalera mecánica que transportaba a los viajeros del AVE que ella esperaba. No paraba de mirar la hilera de pasajeros, sin siquiera pestañear.
 
‘¡Allí, allí está!’ Lo veía y, a no más de diez metros su chico la buscaba con la mirada entre la multitud (que estaba  en amena espera conversadora), sin por el momento conseguir visualizarla.
 
Levantaba la mano, moviéndola de derecha a izquierda, y una sonrisa en los labios de él enviaba el mensaje de que acababa de reconocerla.
 
Cuando aquella escalera mecánica llegaba a su fin, corriendo se iba hasta su chico, y, al llegar, le abrazaba y le besaba con tanta fuerza que los dos caían rodando al suelo, debido principalmente a la impaciencia de ella.
 
Pero sin preocuparle que se hubiesen caído seguía besándole, hasta que se daba cuenta de que él no respondía a sus besos, y los brazos que al principio rodeaban con fuerza su cuerpo, habían aflojado.

Apoyándose en una pierna de alguna persona que había por allí, se ponía en cuclillas y separaba su cara de la de él, se fijaba en ella y la veía pálida y con la mirada fija en el infinito. Le meneaba ella la cabeza de un lado a otro, con la idea de que reaccionase. Pero era entonces que veía que sus propias manos estaban ensangrentadas. Aterrada, se limpiaba como podía en la minifalda blanca e intentaba, inútilmente, que el chico volviese en sí.

En un último e inservible intento observaba horrorizada cómo la afilada caperuza de la lámpara se había salido de la bolsa de plástico y ahora estaba fuertemente clavada en la base del cráneo del que pocos minutos antes era su amor.




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