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Y eso que no era mi fiesta

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Y eso que no era mi fiesta

Una radiante noche sevillana de finales de mayo, con luna llena y un cielo cargado de estrellas, me encontraba en una fiesta. Miraba yo cómo bailaban los chicos y las chicas que habían sido invitados. Esa fiesta era un homenaje a mi buen amigo Julio, campeón en ese año del "Motocross Sevilla". Le entregaron una magnífica copa de plata y tres mil euros en efectivo.
 
Festejaba Julio este título a sus 18 años. Yo tenía tres más que él. De pronto, me giré en redondo al escuchar exclamaciones jubilosas de los chicos, que miraban a sus parejas de baile moverse sexy, mientras yo me iba hacia la terraza a fumarme un cigarrillo. En el trayecto iba recordando los buenos ratos con Julio. No era mi fiesta, pero estaba alegre por él. Toda aquella panda, de 18, 19 y 20 años, danzaba y cantaba. Yo no, a mí no se me daba bien el baile.
 
Mientras fumaba vi a unos metros de mí a la madre de Julio, que hablaba con otra mujer, que más tarde me dijeron que se llamaba Luisa, y que era tía de Julio, hermana de su madre. Luisa estaba recién divorciada. Yegua salvaje la Luisita; tanto, que era el objeto del deseo de aquel chavalerío, incluido mi primo de 17 años, que esa noche me contó que había soñado que le robaba las bragas para luego masturbarse oliéndolas.
 
Luisa era de alta estura, morena y frisaba en los 45. Aquella noche vestía un sensual vestido celeste, sujeto por delante a sus firmes senos, y en la parte de atrás tenía una larga cremallera. No era muy ajustado, pero conseguía evidenciar las curvas de un buen violín. Iba poco maquillada, lo que, para mi gusto, la hacía más atractiva. Sin poder ni querer evitarlo, mis flechados ojos iban de su apetecible canalillo a sus semi descubiertos muslos. El vestido era atrevido, de unos diez o doce centímetros por encima de las rodillas.
 
Mientras Luisa hablaba con su hermana, me miraba. Lo curioso era que al ver que yo también la miraba no se inmutaba, y yo no pensaba retirar los ojos. De niño jugaba a mirar a los ojos a las niñas de mi cole, y a ver quién cedía primero, con lo que estaba entrenado para esto. Pero tanta fijeza en la mirada, me desconcertaba, y no sabía por qué, aunque a juzgar por su forma de mirar... "no, no puede ser una indirecta", me dije. Había allí elegantes y atractivos señores, de su edad, padres de los chicos, con quienes coquetear. "Quizás los tres whisky  que ya me he tomado son los culpable de esta loca idea mía", pensé, a la vez que alcé mi copa hacia Luisa, como saludo. Al agotarla, la dejé sobre la mesa y me fui al aseo de caballeros, con urgencia por aliviar mi vejiga.
 
Por el momento olvidé a Luisa. Pero, después de orinar, grande era mi sorpresa al verla entrar al aseo. Me quedé helado. Se disculpó diciéndome que se había equivocado y que deberían identificar mejor las puertas. Le respondí que se tranquilizase, que a cualquiera le podría ocurrir. "Me da la sensación de que esto es diferente”, pensé de nuevo, y mi pene no era ajeno a semejante escena, por lo que ya estaba empezando a reaccionar.
 
Me preguntó si tenía un cigarrillo. Saqué del bolsillo un paquete de LM, cogió uno, le di fuego, y sus labios soltaron una bocanada de humo. Dio otra chupada, se tragó el humo y tiró el cigarrillo y lo pisó. Argumentando un súbito cansancio, se inclinó sobre el lavabo. Su vestido iba subiéndose a medida que bajaba las manos para descalzarse, alegando que sus verdugos zapatos de tacón de aguja la estaban matando.
 
Los pies de Luisa eran pequeños. Llevaban las uñas pintadas de azul. Seguía hablando de algo, que nunca lo sabré porque no le echaba cuenta. Mi atención se centraba en una vista grandiosa…. ¡su vestido estaba subido hasta la cintura! Podía ver claramente su entrepierna, sin bragas, y su pubis poco depilado. Y mi miembro iba a estallar.
 
Al notar que no estaba prestando atención a lo que decía, me miró, y, creyendo que estaba mirándole los pies, me dijo si me gustaban. Le dije que sí. Me preguntó si veía algo más en ella que me gustase. Mi respuesta fue la más insinuante que se me ocurrió, aun no siendo yo muy lanzado, pero seguro que por el alcohol injerido le respondí que su vestido, pero que estaría mejor sin él. Sonreía, pícara, mientras llevaba una de sus manos a su espalda. De pronto, el vestido se abrió entero, porque lo que había hecho era bajarse la cremallera. Mis ojos se salían de sus órbitas.
 
En ese momento no sabía qué hacer, ni por dónde comenzar para coger la sartén por el mango. Pero fui listo, y práctico también; así que me puse en cuclillas y empecé a besarle los pies, mientras mis manos subían por sus piernas. Al llegar a la pantorrilla, vi que con su mano izquierda se cogía un seno y que la llevaba a los labios lamiéndose el pezón. Terriblemente excitado, ubí mi boca y metí la lengua en su sexo, a la vez que dos dedos de su mano derecha jugaban en mi cabellera, acrecentando la presión en su famélica vagina, que no dejaba de palpitar, como pidiendo ser socorrida.

Subí hasta su cuello, alternando besos con mordisquitos. Ladeaba ella la cabeza, para dejarme trabajar. Le indiqué que se pusiese en pie, pero se paró y, majestuosamente, dejó caer el vestido, para luego empujarlo con el pie. Su desnudez era un paraíso. Sus pechos, firmes y con mamelones erectos, parecían decir ¡cómeme! Su húmeda entrepierna pedía guerra. Me desabroché la bragueta, y empujé delicadamente a Luisa contra los azulejos. Saqué mi paquete, y ella abrió sus piernas. Y, ya antes de penetrarla, emitía gemidos. Nos acoplamos a un ritmo frenético, hasta que alcanzamos un orgasmo al unísono.

No satisfecha la fogosa Luisita, se inició a hacerme un perfecto limpiado. Le supliqué que no me hiciese eso, y menos aún de ese modo, o me iría de nuevo. Pero como no me hacía ni puto caso, aparté su boca y volví a meter mi canario en su jaula, experimentando ahora un orgasmo por separado. Y como hacía todo lo posible por no dejarme que sacase mi miembro, se fue sola una vez más, lanzando unos rugidos bestiales.

Podía sentir, entre tanto rugido, cómo sus fluidos corrían por mis muslos y cómo las contracciones de su vulva presionaban sobre mi pene. ¡Es que su orgasmo en solitario la hizo delirar!
 
Mientras se vestía de nuevo le pregunté si usaba anticonceptivos, ya que aun su edad, todavía podría ser fértil.
 
Cuando terminó de vestirse, de calzarse, y de arreglarse el cabello mirándose en el espejo de aquel 'lujurioso' servicio, me respondió algo que hizo que mi pene se empinase de nuevo:
 
-Al igual que a mi sobrino, me excita el riesgo. Te lo demostré cuando entré a este aseo y no apestillé la puerta por dentro.
 
Sin pronunciar más palabras, sacó de su bolso un boli y un papel, anotó nueve números y dejó el papel sobre la base del lavabo. Y sin despedirse, salió. Cogí el papel y adiviné que sería su número de móvil. Pasados unos minutos salí del aseo, con un evidente asombro en mi cara. Y la fiesta no había decaído; de hecho, estaba más animada.




 :) 


Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Con el paso de los años y con frecuentes encuentros sexuales con el protagonista de mi relato anterior, esto iba proclamando Luisa a los cuatro vientos...




     :) 

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