Otra vez apareció el indeseable dragón. Ya le había dicho mil veces que no entraba en mis planes literarios.
Sin embargo, esta vez llegó con argumentos.
Lo escuché con fingida atención, y de repente, me impactó lo que decía:
Había embarazado a Camelia, la hermosa dragona dorada, y la criatura estaba por nacer.
No me quedó más remedio que asistir al parto y apadrinar al bebé. La madre lo merecía: era una dragona dulce que se había enamorado del macho equivocado.
Fue entonces cuando, para ayudar sentimentalmente a Camelia, volví a escribir cuentos sobre los malditos dragones.
Espero que éste sea el último.