¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

Penélope

PalindromoPalindromo Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2015 en Narrativa
Permiso, gente. Y gracias por el tiempo.
Los dejo con uno de los cuentos publicados en Canibalísmico.

Saludos.


Penélope

Y una tarde ocurrió algo terrible (terrible al principio y al final, ya van a ver). Tu jefe les ordenó a todos que se fueran a casa.
—Les doy lo que resta del día —dijo, acomodándose los anteojos y peinándose los pocos pelos que le salpicaban la cabeza.
Y todos, y vos también, se quedaron quietos, mirándose. Hasta que tu jefe se puso a aplaudir para que desalojáramos. Y así, entre miradas perplejas, la oficina se fue vaciando. Eran las tres de la tarde.
Vos terminabas de guardar tus cosas en el maletín cuando tu jefe te apuntó con el dedo y te dijo:
—Usted no, González.
Y vos pensaste: «Me raja. Me echa a la mierda el pelado este».
Pero no fue así. Todo lo contrario. Tu jefe te pidió que fueras a su oficina, que quería hablar con vos. Vos obedeciste, te sentaste y aguardaste en silencio. Acuña te preguntó qué hacías de tu vida, si eras casado y con quién vivías. Conversaron de todo un poco. Hablaron incluso de fútbol (resultó que el pelado este era futbolero y tenía contactos y te prometió entradas para el superclásico). Tomaron café, y vos medio que te empezabas a soltar. Ojo, todavía desconfiabas, pero ya no estabas tan a la defensiva.
Sobre el escritorio, un portarretrato con la foto de una joven rubia te llamó la atención. «Esa debe ser la amante», pensaste. Tu jefe rompió ese breve silencio.
—Usted se preguntará qué es todo esto, González —dijo, al tiempo que sacaba una cigarrera plateada de un cajón y te ofrecía uno. Y vos le dijiste que no, que gracias, porque habías dejado de fumar hacía unos meses, así que lo viste encender su zippo y largar el humo, y un poco se te hizo agua a la boca. Pero aguantaste.
Ya eran casi las cinco, así lo confirmaba el reloj que colgaba a un lado de las Diez normas para ser un jefe de diez.
—Echarme no creo que me eche. Ascenderme, menos —murmuré.
El pelado lanzó una risotada, que lo hizo toser y tuvo que escupir en su pequeño cubo de la basura. Respiró profundo y siguió hablando:
—Tengo un secreto, González. Un secreto terrible. Y necesito compartirlo con alguien. Y creo que ese alguien debe ser especial, González. Como usted.
Vos dijiste alguna estupidez, como que todos tienen secretos y que eso es normal y no sé qué. Pero tu jefe se levantó y se acercó hasta tu silla:
—Shhhh, González —apoyó sus peludos y asquerosos dedos en tu boca—. No hable, González.
Y vos pensaste: «A la próxima que me toca, le rompo la trompa al bufarreta este».
—Mi secreto no es como cualquier otro. Es más bien una maldición. El hechizo de una vieja bruja, acaso de una gitana rencorosa. Estoy maldito, ese es mi secreto.
Aburrido, miraste el reloj de pared: las seis menos cuarto.
—No diga nada, González. Solo espere y verá. No necesita creerme —se acercó a la puerta, la trabó y cerró las persianas—. A las seis en punto lo va a comprobar con sus propios ojos. Ojos hermosos, si me permite decirlo.
Te levantaste de la silla y cerraste los puños. Estabas a “esto” de fajarlo.
—Todos los días —siguió diciendo—, a las seis de la mañana, me convierto en esto que usted ve. Cada mañana me levanto siendo un viejo pelado y miope, con pelos en la espalda y con veinte centímetros de verga. Todos los días de mi vida, desde hace ya no recuerdo cuánto, amanezco siendo esto. Y así hasta las seis de la tarde. Doce horas al día dura la maldición. ¿A usted le parece, González?
Vos te quedaste mudo. ¿Acababas de oír lo que creías haber oído? Tu jefe estaba completamente loco. De alguna manera, había logrado disimularlo en el examen preocupacional, pero no había dudas: a Acuña se le habían soltado unos cuantos tornillos. En un movimiento involuntario, observaste el reloj de pared, que marcaba las seis y un minuto.
Y enseguida, el reloj pulsera de tu jefe empezó a chillar. Vos miraste otra vez hacia la lerda aguja del reloj de pared: no había pasado ni un minuto. Tus ojos volvieron al frente, y viste que tu jefe era ahora una mujer. ¡Y qué mujer! Una mujer rubia de suave piel bronceada, que parecía resbalar en el traje gris y que te miraba con hermosos y tímidos ojos azules. Aquella hermosura del portarretrato.
—Lo ve, González —susurró, y su voz te recordó a la de la señorita Mariela, de tercer grado—. Estoy maldita.
Te quedaste inmóvil. Sin saber qué hacer ni qué decir. Estabas en presencia de la mujer más hermosa y más dulce que jamás habías conocido, pero no podías quitarte de la cabeza que ella era tu jefe. Que era también, un pelado viejo más futbolero que vos y bostero hasta las tripas. ¡Mierda, era La Bella y La Bestia al mismo tiempo! Bueno, no precisamente al mismo tiempo, sino sucesivamente.
—Me llamo Penélope —dijo, acomodándose sus lacios mechones rubios—. Ese es mi verdadero nombre. Y quería decirle, González, que ha sido un alivio poder compartir mi secreto con usted.
Y no tuvo más que acercarse para volverte loco. Te miró con esos ojos, que parpadeaban debajo de su luminoso flequillo, y te besó. Y sus besos tenían el gusto de esos chicles de frambuesa que tanto te agradan. Y se quitó el saco y la camisa, y el pantalón cayó, y no podías creer que estuvieras con semejante mujer.
Y claro, esa no fue la última vez. Después de una semana, lo repitieron. Solo que por la noche y en su casa. Y no debiste enfrentarte al pelado anteojudo. Tu encuentro fue exclusivamente con Penélope: mujer hermosa y sexy. La más hermosa y la más sexy. A las cinco de la mañana, sonó el despertador. Ella te pidió que te fueras. Y lo hiciste: te marchaste y, sin culpa, la dejaste sola.
Durante el día, Acuña te ignoraba (cosa que agradecías), y después de las seis de la tarde, Penélope te llamaba por teléfono y te pedía que pasaras la noche con ella. Y obedecías, cómo decirle que no, si era perfecta: el perfume de su piel, su sonrisa siempre presente, sus orgasmos cada vez más intensos.
Iban al cine, comían afuera, paseaban por la costanera. Así fueron estos últimos meses. Hasta ayer. Ayer, en que el terror pudo más. Y tanto miedo tuviste, que corriste hasta el correo y mandaste el telegrama, tu renuncia. ¿Qué ibas a hacer? No podías eliminar aquella imagen de tu cabeza. Y no la imagen de la hermosa noche romántica que habías pasado con Penélope, sino la de la mañana siguiente. Porque, por algún motivo, el maldito despertador no sonó. O sonó y no lo escucharon. Y cuando el sol de la ventana hizo que abrieras los ojos, te encontrabas haciendo cucharita con un viejo calvo y de espalda peluda y entrecana.
Y viste tu mano que apretaba sus veinte centímetros de verga. Y saltaste de la cama y corriste y lloraste. Y sin pensarlo, te viste en el correo, pidiendo un telegrama de renuncia.
¿Qué ibas a hacer?
¿Qué otra cosa ibas a hacer?
Saliste del correo, cruzaste la calle y te sentaste en uno de los bancos de la plaza. Y esperaste que el tiempo pasara volando.

Cristian.

Comentarios

  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado agosto 2015
    Que trágico, lastima que en el día no le pueda dar cuerda a los 20 cms:):D:D
  • HelyziaHelyzia Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2015
    Jajajajaja Amparo. Que chungo y placentero a la vez no?:D:D:D, si cuando yo digo p... despertadoressssss:D:D:D
  • evilaroevilaro Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado septiembre 2015
    Pues la verdad... muy bien contado.

    Final original.

    Felicidades

    Emilio
Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com