Esta es la historia de un tranvía. Recorría la ciudad como todos los tranvías. Dicho esto, ya me he cansado de hablar de un viejo tranvía que ya no existe y que recorría la ciudad como cualquier otro tranvía. Así que voy a hablar o a narrar o a contar,que lo mismo da, de una señora que estaba casada pero que se cansó de su marido. Se cansó tanto de su marido que ya no quería llevarlo puesto. Y se fue con otro llamado Facundo; sí, con f, con f de feo. Y no es que fuera feo Facundo sino guapo y con dinero. Y así se fueron a la cumbre de Navacerrada y ella saltó en paracaídas y le dio el sí, una vez divorciada de su primer marido, que ni a mí, ni a ningún lector que se precie a estas alturas debe importar que su antigua marido se llamaba Drácula y le chupaba la sangre a esta señora todas las noches porque tal vez sea incierto o me lo estoy inventando por puro aburrimiento. Total, que Facundo se quitó los calzoncillos en la habitación la noche de bodas e hizo eso, eso que estás pensando, aburrido lector, con esta señora de la que yo y solo yo estoy hablando o contando o narrando.
Por cierto, está sonando una alarma en la cocina y debe ser el horno, dentro del cual hay depositado, al calor, un conejo que ha terminado de asarse. Voy para allá inmediatamente.
Ya está. Ha salido un conejo muy vistoso y comestible, como el de la señora esta que tuvo ese encuentro con Facundo esa noche llamada de bodas con mucha razón.
El narrador tiene un aguante y ya está, no hay que darle vueltas. Ya no quiero seguir escribiendo ni una línea más de esa señora y por mí que se muera si no está muerta ya. En fin, qué duro es ser narrador y tener que narrar y narrar mentiras para que otros las lean. Si quieren, ¿eh? Yo no impongo nada a nadie.
El otro día estaba yo leyendo a Horacio y me quedé dormido. Horacio fue un gran hombre, qué duda cabe y como no sé qué más contar que no esté fuera de tono, me voy a dar una ducha por lo del calor y me voy a beber una cocacola pues los narradores también, sí, he dicho también, bebemos.
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