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La maldición del vahalit (relato corto)

HaskozHaskoz Gonzalo de Berceo s.XIII
editado junio 2015 en Fantástica
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Leer entero: "La maldición del vahalit"
Prólogo

Se había acercado a beber de un pequeño arroyo cuando notó que algo no marchaba bien en el bosque. Era mediodía, y la luz del sol luchaba por filtrarse entre las ramas más altas de los árboles, que se alzaban orgullosos sobre la alfombra multicolor formada por las hojas que el viento les había arrancado. El aroma de la miel se mezclaba con el olor de la resina, atrayendo a los oseznos más pequeños hacia los panales que las abejas defendían con ataques rápidos y eficaces mientras los pájaros entonaban sus mil melodías. Tampoco faltaban los escarabajos cortejando a los de su especie con alguna bola más bien poco apetecible.
La tarde transcurría con normalidad, y si no fuera porque un ciervo se había distanciado de la manada para beber, ninguno de los animales que habitaban la floresta se hubiese dado cuenta de la amenaza que se cernía sobre ellos.
Todo comenzó con un eco lejano, un murmullo de pisadas desordenadas que provocaba pequeñas ondas sobre la superficie del arroyo. A este sonido pronto se sumó la tranquilidad del aire, pues la brisa ya no acariciaba la corteza de los árboles, ni estos parecían ahora tan majestuosos. Cuando los pájaros dejaron de cantar, todo quedó sumido en un inquietante silencio, solo interrumpido por el retumbar de los cascos de los caballos contra el suelo.
Los animales más viejos habían aprendido a interpretar los sonidos del bosque, por eso sabían que aquellas pisadas, firmes y rápidas, pertenecían a una manada de corceles que se dirigía adonde ellos estaban. Lo que ninguna bestia supo descifrar fue el rumor de unos pasos que se mezclaron, poco después, con el ruido perteneciente al galope de los caballos. Este segundo sonido era más difícil de detectar, y solo se percataron de qué se trataba cuando Ëfriet, el guardián del bosque, apareció ante ellos seguido de varios hombres que lo apuntaban con lanzas y flechas sobre sus monturas.
El ser mágico, que tantas veces había protegido a los animales de los cazadores, estaba fatigado, con varias flechas clavadas en el lomo y una de las patas delanteras rota. Tenía el tamaño de un caballo y la apariencia de un tigre y, a pesar de las heridas de su cuerpo, se alzaba desafiante y majestuoso sobre sus opresores, luciendo una intrincada cornamenta que resaltaba sobre el pelaje verdoso que recorría su piel. A su alrededor, varios jinetes lo apuntaban con arcos y lanzas, dispuestos a arrebatarle la vida.
Valner, el jefe de los mercenarios, bajó de su caballo y se adelantó arrastrando la espada que sujetaba contra el suelo.
—Supongo que aquí se te acaba el trayecto —dijo mirando a Ëfriet directamente a los ojos—. Ha sido toda una experiencia luchar contra una bestia como tú, pero supongo que la muerte siempre acaba llegando, y yo quiero cobrar lo que me corresponde por la tuya.
Ante aquella imagen, varios lobos, seguidos por ciervos, halcones y muchos otros animales, se interpusieron entre Ëfriet y las armas de los enemigos.
Valner sonrió.
—Los animales protegiendo a quien los debería proteger —dijo—. Una pena que malgastéis así vuestra vida. —Acto seguido hizo una señal y todos los arqueros dispararon sus flechas contra la manada que protegía al rey del bosque. Entre la fila de los lobos se abrió una brecha que Valner aprovechó para acercarse a Ëfriet a medida que las lanzas de sus camaradas llovían sobre la bestia atravesándole la carne. Cuando llegó a su lado hundió varias veces su espada entre las costillas del guardián, aprovechando que los demás mercenarios mantenían alejadas a las bestias que se empañaban en protegerlo. Sin embargo, antes de que el bandido pudiese dar la estocada final a su presa, una risa retumbó en el bosque helando la sangre de todos cuantos se encontraban allí.
De entre los árboles salió un hombre de mediana edad, huesudo y demacrado. Vestía una túnica negra deshilachada y caminaba descalzo, apoyado sobre un báculo de madera con una gema oscura incrustada.
—No vas a poder matarlo aunque le claves esa espada cien veces —dijo el recién llegado—: él no es como nosotros. —Después, con la mano que tenía libre, dibujó un símbolo en el aire. Volvió a reír cuando vio cómo los animales se desplomaban sobre la tierra, retorciéndose de dolor.
Valner reconoció en aquel individuo al hombre que días atrás lo había contratado, cosa que no lo tranquilizó del todo: nunca se había fiado de quienes poseían poderes que escapaban a su entendimiento.
—No sabía que fueras mago —logró pronunciar.
El brujo ignoró las palabras del mercenario y se acercó a Ëfriet, que yacía tumbado sobre la tierra y respiraba con dificultad. Luego volvió la mirada hacia el guerrillero y dijo:
—Dame esa daga. —Sus ojos apuntaron al puñal curvo que el bandido llevaba amarrado a la cintura.
Valner se puso tenso.
—He cazado a esta bestia y muchos de mis hombres han muerto —contestó—. Dijiste que...
—Sé perfectamente lo que dije —interrumpió el hechicero—. Ahora dame esa daga, o cobrar la recompensa será la menor de tus preocupaciones.
El bandido vaciló unos segundos antes de hacer lo que el brujo le había ordenado.
—No entiendo por qué alguien como tú necesita los servicios de un grupo de mercenarios —comentó.
—Ni yo entiendo por qué un grupo de mercenarios se atrevería a traicionar el encargo de alguien como yo —respondió el nigromante, y una sonrisa se dibujó en su cara.
Valner palideció.
—Todas las personas se mueven por ambición —continuó diciendo el hechicero—. Los reyes desean riqueza y poder, los sabios ansían el conocimiento, los pobres sueñan con la vida de los ricos... No te culpo por querer traicionarme. Un rey siempre puede ofrecer más que un brujo harapiento, ¿no? —El mago caminó hacia Ëfriet con el cuchillo en la mano—. Te pudo la ambición —concluyó.
Con un movimiento rápido y seco, el hechicero clavó la daga en el vientre del guardián del bosque.
El animal no emitió ningún sonido: ya no le quedaban fuerzas para nada. Quizás por eso no sintió la mano de su asesino atravesándole la piel y hurgándole en las entrañas.
Con la certeza de que moriría allí, Ëfriet cerró los ojos con la imagen de los árboles que lo habían visto crecer todavía latente en sus retinas.
A unos metros de distancia, Valner observaba cómo el mago extraía una piedra ambarina del interior de la bestia, que convulsionó varias veces antes de fallecer.
—¿Qué es eso? —preguntó con una mezcla de curiosidad y temor.
—El inicio de todo —respondió el nigromante—. El fin de la ambición. —Se giró y caminó hacia el mercenario, que lo observaba a un par de metros de distancia—. Ahora es el momento de que cobres tu recompensa.
Lo último que vio Valner, antes de caer muerto sobre la tierra, fue el brillo amarillento de la gema que sujetaba el hechicero. Después, al igual que sus compañeros, se levantó y siguió al nigromante, despacio, con la mirada vacía y los movimientos de un cuerpo cuyo corazón ha dejado de latir.

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