Blandito, aunque con humedades. De este modo describía Jonás el habitáculo donde había estado recluido durante los últimos siete días. Lo de la humedad era, por supuesto, el mayor problema; especialmente molesto a la hora de comer y durante los momentos de descanso, pues era difícil acostumbrarse al inconveniente de que una gigantesca bocanada de agua salada le empapara a uno hasta los huesos mientras degustaba la ración de sushi (así llamaba Jonás a las sardinas crudas) o justo en el instante de pillar el primer sueño.
Respecto a la iluminación, - o mejor dicho, a la falta de ella - Jonás la consideraba una molestia menor, ya que las dimensiones de aquella cueva carnosa - el interior de una ballena bíblica no excede en superficie los seis metros cuadrados - no cedían margen alguno a las posibilidades de extravío.
Otras incomodidades, como la dieta rutinaria - pescado y marisco crudos - o la absoluta privación de agua dulce, resultaban familiares al buen Jonás, asceta profesional, curtido en los más ásperos desiertos del Asia Menor.
A todas éstas, la ballena aceptaba con agrado al huésped, hasta el punto de que cuando éste acariciaba con gratitud las paredes carnosas, el cetáceo respondía con un bramido de complacencia; ambos en feliz simbiosis.
Jonás consumía el tiempo blandamente, ya fuera cantando alabanzas a Iahvé, dormitando o masticando con dificultad los frutos del mar. A menudo, se entretenía confeccionando objetos pintorescos - artesano en tinieblas -con espinas o restos de molusco.
Hay que decir que la añoranza de tierra firme no turbaba el ánimo del profeta, aunque a veces echara de menos las caricias del sol.
Una mañana, mientras intentaba dar forma de corazón a un percebe, la ballena abrió sus fauces y Jonás vio ante sí, a pocos metros, el contorno de la costa. Comprendió que aquella oportunidad tal vez no se repitiera en mucho tiempo y que debía decidir con celeridad: escapar o permanecer, las penurias de la vorágine mundanal o las estrecheces de la fláccida reclusión, las bondades del aire libre o la oscura calidez del monstruoso vientre, la renuncia a la amable reclusión o la renuncia a la vida secular con todas sus enriquecedoras vicisitudes.
Paralizado por la duda, Jonás oyó, de pronto, el bufido espectral de la ballena y supo, entonces, que no tenia elección.
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