Está en la habitación de al lado; puedo escucharlo dando órdenes en un idioma que tardé un tiempo en comprender:
“¡pushea!” (presiona),
“¡tanquea!” (defiende),
“¡rush, rush!” (apresurémonos). Como cada noche, estará con los auriculares puestos (unos de esos que tienen micrófono incorporado) y muy recto sobre su asiento, con el rostro pegado a la pantalla del ordenador (así me lo encontré una vez, cuando fui a pedirle algo y no me escuchó llamar a la puerta, sumido en una escandalera de gritos y estocadas).
Esta noche, la cosa parece haberse complicado; entre expresiones en inglés: “
What the fuck?!”, “Oh my god!” (también habituales en su jerga), escucho furiosos golpes de ratón contra la mesa. Por experiencia sé que sólo se trata de algo pasajero: la victoria y la derrota alternan con rapidez en el mundo del DOTA (que así se llama el juego en cuestión), y decido esperar a ver si se calma. Me pregunto si sus compañeros de partida, al otro lado de los auriculares, estarán experimentando emociones parecidas: un grupo de excitados jugadores, combatiendo contra enemigos virtuales en mitad de la noche, desvelando a sus vecinos y familiares.
Pasa el tiempo y las voces continúan: “
¡putos noobs (novatos)!,
¡putos noobs!”, grita ahora, enfurecido; no tengo ganas ni de levantarme a discutir. Cubriéndome la cabeza con la almohada, acabo por conciliar de nuevo el sueño.
Nos cruzamos al mediodía siguiente; él me invita a media pizza Tarradellas, quizá en una especie de disculpa disimulada. Imagino que se acaba de levantar; tiene los ojos enrojecidos y el rostro hinchado. Después de comer, sin haberse cambiado todavía el pijama, se retira a dormir la siesta: “voy a echarme un poco, que no dormí nada”. El merecido descanso del guerrero, tras una dura batalla.
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