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Desayuno con sillas

Groucho MarxGroucho Marx Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2014 en Humorística
He dormido como un lirón. Si supiera qué diablos es un lirón.

Huele a café recien hecho, a huevos revueltos y a tostadas. Tengo un hambre que me muero. Bueno, ya he estado muerto así que sé de qué va y no quiero repetirlo, es muy aburrido pasarse treinta años mirando la parte interior de la tapa del ataúd. Suerte que no lo hice y salía a tomar el fresco todas las noches. Pasear por el cementerio me gustaba, con todas esas cruces, esas lápidas, estatuas de ángeles y parejas dedicadas al refocile en sus coches. Ellos sí que turbaban la paz de los muertos.

-¿Ha dormido bien, Julius?
-Estupendamente, querida. Quiero agradecerle todo lo que no ha hecho por mí, como por ejemplo echarme a patadas de su casa.
-Escuche Julius, será mejor que no salga del apartamento por ahora. Hay muchas cosas que no conoce de esta época y podría correr peligro. Yo tengo que ir a trabajar, cuando vuelva hablaremos y le iré explicando poco a poco todo lo necesario para adaptarse a este tiempo.
-Está bien, como usted diga, Madeleine. ¿Sabe que está usted preciosa esta mañana? Con eso no quiero decir que ayer no lo estuviera, sino que siempre me parece usted hermosa excepto cuando no la veo, que no lo sé. Creo que me estoy liando. Caramba, estos palitos están crujientes aunque un poco sosos.
-Son cereales de fibra, Julius. Para ir bien al baño.
-¿Fibra? ¿Me estoy comiendo una silla a trozos? Creía que en el baño ya había dónde sentarse y ahora resulta que tengo que llevarme la silla en el estómago. No quiero ni imaginarme cómo hay que usarla.
-No es esa clase de fibra, tonto -se ríe ella-. Escuche, es complicado. Luego se lo cuento, ¿vale? Ahora debo irme.
-¿Y qué puedo hacer aquí solo todo el día?
-Tiene muchos libros en esa estantería, y allí está el televisor. Aquí le dejo el mando.
-Puede confiar en mí, Madeleine. Aunque exactamente, ¿sobre quién tengo el mando? No hay nadie más en el apartamento.
-Me refiero al mando a distancia del televisor. Mire, ¿ve?, pulsando el botón rojo el aparato se pone en marcha.
-¿Y los otros trescientos botones para qué sirven?
- Le dejaré que lo averigüe usted mismo. Me voy, llego tarde. Adiós.

Se inclina sobre mí y me da un beso en la mejilla. Huele como las violetas en primavera. No puedo describirlo, pero el corazón me late con fuerza y temo que se oiga por todo el edificio. Luego sale por la puerta y me deja tan vacío como está ahora mi tumba, a la que jamás volveré. He dado esquinazo a la muerte y ahora soy eterno.

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