El teléfono sonó, aquella mañana, cuando aún estaba en la cama:
- Marta, hija - gritó mi madre- ¿sabes que se casa tu prima Paqui?
- Sí mamá, - respondí, alejando el auricular de mi oreja como medida terapéutica- me ha llegado la invitación.
- Se casa en la catedral de Coria , así que podrás parar en casa con … tu novio.
- Adrián, mamá.
- Eso, Adrián, hija. Porque venís a la boda, ¿ verdad? - noté incertidumbre en su voz- Como a vosotros no os va mucho eso de los casorios, dudaba.
Adrián se incorporó sobre un codo y me miró con los ojos cargados aún de sueño.
- Mi- ma-dre -articulé en silencio.
- Viene tu primo el Cebollino.- siguió ella- y solo, por cierto. Se ve que es un hacha en lo suyo. La vida le va muy bien.
-Mamá, es mejorque vayas llamándole Alberto para que no se te escape lo de Cebollino- esperé yo, algo molesta con ella.
Después de varios intentos fallidos de despedirme , logré colgar. Puse al tanto a Adrián de la conversación con mi madre. Él, que es muy gracioso - lo digo con retintín- se revolcó sobre las sábanas, riéndose a gusto de mí.
Alberto era el hijo de mi primo Andrés. No habíamos tenido una relación muy estrecha con ellos porque habían emigrado a Madrid. Desde entonces, apenas nos tratábamos: de vez en cuando, recibíamos alguna carta y, por Navidad, la felicitación de rigor, con angelitos gordos y vírgenes adolescentes.
Cuando yo tenía doce años, aparecieron por aquí para pasar las vacaciones en la casa de mi abuela. Alberto me cayó como un tiro desde que entró por la puerta. Era cuatro años mayor, pero deslizó sobre mí su mirada de un adulto condescendiente, a duras penas, con los pequeños. ¡Jolín, que yo era casi una mujer! Luego supe que me llamaba " Pelotita de pin- pón", porque yo conservaba todavía la redondez de la infancia. Eso me mortificó ya que, en plena pubertad, no sienta demasiado bien que te traten como a una cría pequeña. Sobre todo, cuando el que se burla es un "cebollino", rechoncho y con la cara picada por el acné.
No volví a verle hasta que, cuatro años más tarde, Andrés llamó a casa:
-Ángeles, hija, al niño le ha tocado hacer ahí la mili y no puede andar subiendo a Madrid a cada instante. ¿Te importaría que pare en tu casa cuando le den permiso de fin de semana?
Mi madre - que tenía vocación de hermanita de la caridad- aceptó e invitó a Alberto cada vez que necesitara venir a nuestra casa. Pero no creo que la idea le entusiasmase porque ella inventó el apodo por el que todos llamábamos a Alberto.
-Vaya cebollino está criando Andresín. Se cree que es algo porque vive en la capital-se quejaba ella.
Un viernes por la tarde, se presentó en casa vestido de militar. Estaba en Infantería Mecanizada y llevaba, ladeada con chulería, la boina negra de los cuerpos especiales. Lo que nunca explicaba él es que tenía un destino de chupatintas en el que no tocaba un arma ni por casualidad. Pero, físicamente, Alberto había cambiado. ¡Y tanto que había cambiado!: estaba delgado y llevaba remangada la camisa caqui para marcar bíceps. Yo me había convertido en toda una mujer y - he de reconocerlo- a los quince años era un bombón.
Me miró un rato largo.
- Ahora si me miras, ¿no, Cebollino?- lo pensé pero no se lo dije. Le sonreí con fingida dulzura.
- Bienvenido, Alberto, a tu casa- podía ser muy cínica y muy hipócrita cuando me lo proponía.
Comentarios
Un día, me excusé para ir al baño. Entonces, acercó los labios a mi oreja. Tan cerca de mí sentí su aliento que se erizó mi piel:
- Cuando bajes, no traigas puestas las braguitas.
Yo no me atreví ni a mirarle. A los dieciséis años era aún muy inocente. Me había dedicado a estudiar y nunca acompañaba a mis compañeras a las discotecas. Mi relación con los chicos se limitaba al intercambio de miradas, de risitas o de conversaciones tontas y breves, por el atolondramiento propio de la edad.
No obedecí a Alberto y él no hizo ningún intento de averiguarlo, pero desde ese momento, no fui capaz de pensar en otra cosa. El morbo de esas pocas palabras, me tuvo alterada durante toda la semana, mientras él permanecía en el cuartel.
El sábado siguiente, en la mitad de una partida de parchís, amenizada por los ronquidos en estéreo de mis padres (hacían la siesta en sendos butacones situados a ambos lados de la mesa), Alberto repitió:
-Sube. Cuando bajes no traigas puestas las braguitas.
Yo subí como una autómata los escalones que conducían a la planta superior. Discutía conmigo misma:
- Marta, que te conozco. ¡Ni se te ocurra!
- Pero es que no he dejado de pensar en esto...
Hacer esa locura con mis padres flanqueándonos ,durmiendo tan tranquilos, era la madre de todos los morbos.
Y lo hice. Bajé a la sala temblando y me senté a su lado. Los dos mirábamos a la tele, cuando noté su mano subiendo desde mi rodilla. Nunca había sentido algo así. La anticipación de ese "algo" que iba a venir, me hizo jadear. Él comenzó a acariciar mi muslo y continuó subiendo. Con sus dedos recorría pliegues y repliegues que hasta entonces habían permanecido como un territorio virgen e inexplorado. Yo no sabía bien qué estaba pasando. Era tan inexperta e ignorante, porque mi educación en un colegio religioso había logrado que sintiese el peso de la culpa ante los "actos impuros" sobre los que nos advertía el capellán todas las semanas del curso. Él tocó algo que me hizo sentir como una descarga eléctrica. Oleadas de placer me sacudieron y si no grité, fue porque me puso el índice de la otra mano sobre los labios.
Esto se repitió todos los sábados durante el año en el que Alberto hizo su servicio militar en Extremadura. Yo pensaba toda la semana, a todas horas, en la mano de Alberto - siempre la derecha- recorriendo el camino hasta mi parte más íntima. Nunca quiso salir conmigo, nunca me pidió que le tocase, nunca nos besamos. Cuando terminaba, yo subía a vestirme y él continuaba la partida tratándose como a la primita pequeña a la que se le toma el pelo.
Acabó su servicio militar, regresó a Madrid y nunca volvimos a vernos… hasta el día de la boda de mi prima Paqui.
El quince de agosto, acudimos a la catedral de Coria.
Yo, que siempre voy uniformada con mis vaqueros, elegí para aquella ocasión un vestido femenino, delicado y favorecedor. Estaba morena y delgada. Mi Adrián me mantenía joven y alegre y lo cierto es que estaba madurando muy bien. Todos me decían que, a los cuarenta, estaba más guapa que nunca.
Adrián que tiene algo de brujo, me miró desde todos los ángulos posibles y me dijo:
- Tú quieres que Alberto piense lo que se perdió tratándose así.
Lo negué. Creo que no lo habría admitido aunque me hubiesen clavado astillas en las uñas de los pies y les hubiesen prendido fuego.
- No, ya sabes que me he arreglado para ti, mi amor- ronroneé, en un vano intento de disimular mi azoramiento.
Adrián se río:
-¡Ya, ya!- masculló.
Llegamos a la plaza de la catedral. Saludamos a los familiares que no veíamos desde hace mucho tiempo. Las vecinas nos miraban y criticaban los modelitos de toda la que pasaba. Las calles adyacentes estaban llenas de jóvenes que bebían en la puerta de los bares y constituimos una momentánea distracción para ellos.
Yo miraba entre el gentío sin encontrar a Alberto. Imaginaba al mismo joven alto y guapo, con unos años más. ¿Sería un madurito misterioso e interesante, tal vez con alguna arruga en la frente y con las sienes plateadas? Miré a Adrián de reojo, no quería que notase que el recuerdo de Alberto, y de sus caricias bajo la ropa de la mesa de camilla, seguía siendo muy sensual.
De repente, alguien tocó mi hombro con suavidad. Al principio, no reconocí al hombre que intentaba llamar mi atención: estaba pasado de peso y el botón de su blazer amenazaba con salir disparado si tosía. Su cabeza era del modelo "descapotable", aunque se peinada de oreja a oreja con gomina dos largas guedejas teñidas de un un negro imposible. Su sonrisa de fumador no se había citado con el señor Colgate, desde hacía mucho tiempo. Me dio dos sonoros besos en las mejillas:
- Marta, ¡qué guapa estás! Tú y yo nos lo pasábamos muy bien, jugando al parchís - entonces guiñó el ojo- Teníamos que haber salidos juntos ¿No lo lamentas? Yo, sí.
Miré a Adrián que, muy elegante con su traje azul, conversaba con mis primas más jóvenes.
- No, en absoluto- dije, mientras me alejaba de Alberto.
Me acerqué a Adrián por la espalda y le susurré al oído:
- Amor, ¿sabes?, hoy no llevo ropa interior.
El influjo del parchís tuvo mucho que ver en esta historia :-D
No pierdes la simpatía al narrar y deleitas con sonrisas. También me ha gustado mucho este relato Francesca.
Sonrisas y felices vacaciones.
Gracias, estrofa!
Creo que Adrián era un óptimo repuesto,¿no ?
Siempre disfruto sus escritos, Francesca. Gracias mil por compartirlos.
Viniendo de ti ( he leído tus comentarios a otros foreros ) es todo un privilegio que me leas y un elogio que tengas buen concepto de lo que escribo.
Gracias.
¿Pero quién le explicó a ese chico las reglas del Parchís????
Ha sido un verdadero placer, lo disfruté!
¡Cómo lo metí en "MY way"!
Sí, por fortuna, las personas crecen y los "Andreses" sustituyen a los "Albertos".
Saludos.
Era muy rarito.
Tal vez, en lugar de Wendy, soy un poquito Peter Pan en femenino.
En Narrativa, tengo un hilo titulado "MY Way". Si lo deseas, podemos encontrarnos ahí.
Gracias por querer leerme. Como ya he dicho ( ¡pesada soy!), estoy en Narrativa.
En cuanto a las erratas, algunas son mías y otras se las debo a una Tablet salvaje que tengo que domesticar, pues se empeña en hacer lo que le da la gana.
Tengo un problema ( ¿defecto?): escribo del tirón, sin borradores y, tal vez, gano en frescura pero pierdo en corrección formal.
El humor es algo que nació conmigo, no puedo negarlo. Y en cuanto a la candidez, me encanta que lo hayas advertido. No quería escribir un relato erótico al uso, porque de "esos" ya hay todos los que queramos y más.
Puede ser que yo siga siendo algo cándida a mis...¡Que te crees tú que te lo voy a decir!
Abrazos.
de ahí puedes escoger, seguro que harás lo mejor.
Bueno, sí, la candidez es el aliciente de la historia....
¿Cándida a ... ? No puedes dejarme así.
Te tendré que leer más, quizá así lo descubra :-D
Resulta gracioso que "sobes" un relato erótico. Freud tendría mucho que decir sobre eso...
Si te cercas a mis dos hilos en Narrativa, "My Way" ( una colección de relatos cortos) y " Bitácora" ( un relato por capítulos), tal vez adivines.... O imagines...
Voy a ello.... A ver si adivino e intuyo algo.
Casi casi me quisiste;
casi casi te he querido:
Si no es por el casi casi,
casi me caso contigo.
Es de Ruben Dario.Debio conocer bien el alma femenina,puesto que en otra poesía suya,tras enzalzar en "hiperbólicas laudes" la belleza de una mujer,acaba diciendo:!Al
final,carne!.
Como en los cuentos que nos contaban de pequeños,todo acaba bien.Aunque...¿No hay cierto exhibicionismo en los sobos (así lo llaman en mi tierra) delante de los padres?.
!Repito se nota tu estilo!