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El primer capítulo de mi novela... es un regalo (parte IV)

Amo_escritor_27Amo_escritor_27 Pedro Abad s.XII
editado julio 2014 en Erótica
Sus ojos retornaron del abismo, profundizando en la oscuridad de mis calavéricas cuencas al oír tales palabras, aferrándose, quizás, en la sabia cordura. Tal vez, los abrió ordenado por la vecina de la locura, la histeria, cegando a la calmada cordura. Por último —siendo el razonamiento más acorde con la espeluznante escena que estaba viviendo—, que asociase a ese hombre enmascarado como un depravado sexual; un desequilibrado psíquico, cuyas atroces fantasías sexuales, se satisfacían con aquel juego impío. Dando falsas esperanzas a sus cada vez más debilitadas víctimas, garantizándoles sus vidas, prometiéndoles que volverían a abrazar a sus seres queridos al volver a guardar el cuchillo en la funda, pero, que el siguiente crepúsculo de sol que viesen, fuesen enterradas en la cuneta más próxima.
—Además, dudo que fueses capaz de satisfacer la más simple y ridícula de mis fantasías.
Aquella última frase que proferí, fue el detonante para que mis sentidos se sincronizasen. Aquella inquietud se manifestó al observar atónito como sus brazos se desprendían del asfixiante peso que los mantuvo laxos en el muro hasta entonces, moviéndolos fugazmente en un movimiento unísono. Su destino era su cuello, donde seguía mi cuchillo. Finalmente, no se inclinaría a realizar aquel peligro trágico: la rebeldía.
—Toma mi cuerpo y termina de una vez. —Una calcinante cascada de lágrimas recorrió nuevamente sus mejillas, anegando la sal de su rostro a su paso. Si existía en el diccionario alguna definición de terror, acababa de sentirla—. Déjame libre, por favor.
Arqueó los brazos desplazando sus manos a su espalda, hasta colocarlas a la altura del nudo de cordel del sujetador del bikini. Su color era un rojo fuego, un rojo tan afrodisiaco como excitante. La forma que le daba intimidad a su pecho, era la de los clásicos triángulos.
—Por favor dios... No quiero morir... Soy muy joven... —su voz parecía un mapa de venas torturadas en su exhortación, tan tenue que, si no fuese por la insonorización del cemento del muro a los excesos del alcohol en la orilla, no hubiese discernido algo más allá de unos simples susurros sin sentido. Siempre había una fuerza superior a la que refugiarse para pedir amparo cuando la vida terrenal se convertía en una tétrica y cruel súplica de benevolencia. Cada religión le tiene puesto un nombre, en la nuestra, Jesucristo. Resultaba irónico que se pidiese ayuda al inexistente, cuando, los que recurren a él, son porque tienen fe, no porque la han perdido. Aquel arrebato de ayuda omnipotente lo originaron mis palabras: Dudo que fueses capaz de satisfacer la más simple y ridícula de mis fantasías.
—¿Estás buscando la ayuda divina? —Mi brazo izquierdo se abalanzó sobre ambas manos antes de que terminasen de aflojar completamente el nudo, evitando que me ofreciese aquellos apacibles y jugosos senos para mancillarlos como si fuese una vulgar ramera. El aire que estaba en sus pulmones dispuesto a salir en su repetitivo ciclo, se convirtió en delgadas y delicadas placas de hielo, cuando, ante aquella inesperada escena, mis labios de porcelana se acercaron a una distancia tan sucinta de los suyos que casi podía saborear aquel húmedo carmín susurrando a su oído—. Recuerda que el de arriba, el Altísimo —mi disfrazada mirada divulgó en su reino un instante—, abandonó la tierra hace más de 2000 años. ¿Qué sea una pérdida de tiempo buscar consuelo en él? No. ¿No es verdad que hemos sido nosotros quienes hemos ido avivando su omnipotente llama desde que el hombre dejo de ser un simple mono con nuestra fe, nuestras ofrendas e incluso, sacrificios? Todos tenemos derecho a encontrar ese calor espiritual; es nuestro pequeño privilegio. Pero, si existiese la más remota posibilidad de ver tu cartilla eclesiástica, vería que tendría los mismos sellos que la del mismísimo Lucifer, con lo que, ¿para qué molestarlo?
—¿Qué quieres de mí?
Sus lágrimas tornaron a romper contra el espigón de sus pestañas, debilitando las palabras que se habían convertido en aquella fúnebre voz. Su cabeza se desplomó debilitada ante la inexistente ayuda divina, espaciada débilmente de la mano que sostenía el cuchillo sobre su cuello, privando a mis fríos labios de la dulzura de su carmín. Las sofocantes gotas de angustia no llegaban a recorrer su bella cara por el limpio surco de la abrasante sal marina. Caían en ángulo recto al suelo, amontonándose en un minúsculo arroyo pulcro, impregnando la tierra de aquel muro que nos resguardaba de la playa. El único sentimiento que afloraba en ese momento era miedo, tan poderoso, tan mortal, que marchitaba todo a su alrededor. Aquella sensación se manifestó al percatarse que no era su lascivo cuerpo lo que deseaba mi afilado cuchillo. Su gélido acero no se satisfacería con aquellos deseos de una fantasía sexual enfermiza.
—¿No sabías que «qué» es la forma que le sigue a la función «quién»?
Mis manos arrastraron a las suyas por el muro, quedando estigmatizadas en su cemento.
—No.
Su rostro aún seguía desplomado hacia el suelo.
—Supongo que ahora mismo podría decirte la barbaridad lingüística más grande y ni te inmutarías, ¿cierto? —su única respuesta fue seguir emblandeciendo aquella dura tierra con la continua impregnación de más lágrimas—. Aprecio que de nuevo te agradaría sentir la calidez de la función «quién», arrebatar el poder que me proporciona la máscara, al tener... ¿misterio?, transmitir... ¿Miedo? ¿Qué más da quién esté detrás de esta máscara? —mi voz se alzaba a medida que iba disparando preguntas, siempre, sin sobrepasar la barrera del ruido—. ¿Qué importancia tiene el color de mis ojos? ¿Qué importa el tono de la tez de mi piel? ¿Qué relevancia tiene mi edad? ¿Qué... ? ¿Quién... ? ¿Te merecería la pena refugiarte en esas preguntas?
—¿Por qué yo? —No conseguía que volviese a inclinar la cabeza para volver a ver a aquellos preciosos ojos azules—. Tu cara... La máscara... ¡No podría denunciarte!
En aquellas palabras, volvió a aparecer la desaparecida valentía, ganando en su voz resonancia por el esfuerzo. Su presencia fue suficiente para que pudiese inclinar su cabeza de nuevo y saborear, una vez más, el dulce en sus palabras al impregnarse con el carmín diluido en lágrimas. La osadía de la valentía en su mente, le hizo pensar que aquella ingeniosa reflexión. Era la llave hacia la promesa de aquel antiguo contrato: la libertad. Su melena morena volvía a trepar por el muro.
—Es cierto. —Era la primera vez que nuestras miradas se mantuvieron fijas sin pestañear. Sus ojos líquidos eclipsaban los míos en el interior de la tela oscura—. No podrías presentarte en la comisaría más cercana, dirigirte hacia el mostrador donde se encuentren sentados los funcionarios armados en el turno de noche y anteponer una denuncia ante... ¿Quién? —una risa le dijo: Ves. De nuevo «quién»— ¿Ante un hombre que ha mantenido las letras de su nombre resguardadas tras una máscara? ¿Ante una sombra en la oscuridad nocturna?
—¿Qué quieres de mí? —mi respuesta arrebató drásticamente aquella llave que estaba girando la cerradura de su tan ansiada libertad, cayendo al suelo con el mismo desconsuelo que sus lágrimas. El miedo que recorría sus venas seguía torturando a su alma.
—Aún no puedo responder a esa pregunta, dilucidaría el misterio. Lo siento.
—¿Misterio?
Una mirada inquisitiva se plasmó en sus líquidos ojos. Aquella mezcla de curiosidad y miedo en sus ojos, era lo más excitante que había visto jamás. Una mezcla que volvería loco al más cuerdo; una combinación tan neurótica que haría colgar el cartel de completo en cualquier hospital psiquiátrico.
—Piensas que si fuese un simple carroñero que quisiese seducirte para llevarse un bocado a la cama esta noche, ¿iría con una estúpida máscara? Ahí tienes tu misterio. —Su mirada pasó a ser una actriz secundaria, desterrada al más simple anonimato por el atractivo misterio—. ¿Pensabas que las letras que resguarda esta máscara, formaban la palabra violador? Una palabra que haría retorcerse al mismísimo Jack El Destripador en su propia tumba.
—¿Jack El Destripador revolcarse en ... ?
—Exacto. Se deleitaba con el sufrimiento que trasmitían los ojos anegados en lágrimas de sus víctimas, al ver como un miedo desconocido, nuevo, viejo a la vez, se colaba por sus adentros como una lagartija en un bolsillo. Sentir como las clemencias y súplicas de sus víctimas acariciaban sus oídos. Aquel deleite no era físico ni sexual. ¿Por qué piensas que solo mataba a prostitutas? Por qué si fuese un simple violador, sus rostros no hubiesen mostrado el más mínimo temor o la más mínima preocupación; sus clientes se encargaban todos los días de aquel despreciable papel. También es cierto que las mataba. No te preocupes por esa segunda parte, no soy un dios, ¿recuerdas?
—¡Te pone cachondo las suplicas de tus víctimas!, ¿¡verdad hijo de puta!?
La sal volvía a ser arrastrada por unas lágrimas de, quizás, compasión por aquellas cinco prostitutas mutiladas por la mano de la sombra más oscura de Londres. Aquella empatía hizo que olvidase el afilado cuchillo que reposaba sobre su frágil cuello, arreciando sus palabras.
—Si lo afirmase te mentiría, pero, a la vez, te mentiría si te respondiese un no. Con lo que te responderé con una frase de un célebre poeta. Decía: No mientas. Pero si lo haces, solo di media mentira, porque, si dices la otra media, habrás mentido dos veces.
Aquella célebre frase de Antonio Machado, desquebrajó sus pensamientos, ralentizando aquella improvisada conversación.
—Si no disfrutas con las súplicas y el sufrimiento de tus víctimas, ¿Qué tienes en común con Jack el destripador? ¿Cuál es tu papel entonces?
La repentina furia que había hecho acta de presencia hacía un instante, volatizó, quedando simplemente sus cenizas en el ambiente.
—¿Mi papel? —dije entre unas dulces risas que ocultaron los inertes labios de mi máscara—. Querrás decir, nuestro papel.
—¿Nuestro papel?
—Touché. ¿Alguna vez has visto una obra en el butacón de un teatro?
—No.
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