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Héctor el vampiro. Caps. III y IV

JanoJano Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado junio 2013 en Terror
En el año 324 Constantino I el Grande, el emperador que refundaría la ciudad de Constantinopla, venció al coemperador romano Licinio (Flavio Valerio Licinio Liciniano 250–325), transformándose en el hombre más poderoso del Imperio Romano. En ese contexto decidió convertir la ciudad de Bizancio en la capital del Imperio, comenzando los trabajos para embellecer, recrear y proteger la ciudad. Para ello utilizó más de cuarenta mil trabajadores, la mayoría esclavos godos.
Después de seis años de trabajos, hacia el 10 de mayo de 330, y aún sin finalizar las obras —se terminaron en el 336— Constantino inauguró la ciudad mediante los ritos tradicionales, que duraron 40 días. La ciudad entonces contaba con unos 30.000 habitantes.

Renombrada como Nea Roma Constantinopolis (Nueva Roma de Constantino), aunque popularmente se la denominaba Constantinopolis fue reconstruida a semejanza de Roma, con catorce regiones, foro, capitolio y senado, y su territorio sería considerado suelo itálico (libre de impuestos). Al igual que la capital itálica, tenía siete colinas.
Constantino no destruyó los templos existentes, ya que no persiguió a los paganos, es más, construyó nuevos templos para paganos y cristianos, especialmente influido por estos últimos. Tal es así que durante su gobierno se abolió la crucifixión, las luchas entre gladiadores, se reguló el divorcio, dándose mayor protección legal a la mujer y se mantuvo una mayor austeridad sexual, según las costumbres que después se convertirían en cristianas. Además construyó iglesias como la de Santa Irene y la iglesia-mausoleo, donde fue enterrado el emperador. Constantino jamás se declaró religioso, sólo lo llegó a ser en el lecho de muerte, siendo bautizado por el arriano Eusebio de Nicomedia.

Nueva Roma fue embellecida a costa de otras ciudades del Imperio, cuyas mejores obras fueron saqueadas y trasladadas a la nueva capital. En el foro se colocó una columna donde se emplazó una estatua de Apolo a la que Constantino hizo quitar la cabeza para colocar una réplica de la suya. Se trasladaron mosaicos, esculturas, columnas, obeliscos, desde Alejandría, Éfeso y sobre todo desde Atenas. Constantino no reparó en gastos, pues quería levantar una capital universal.
La ciudad contaba con un hipódromo, construido en tiempos de Septimio Severo (año 203), que podía albergar más de 50.000 personas y era la sede de las fiestas populares y de los homenajes a los generales victoriosos del Imperio. Sus tribunas también fueron testigo de tribunales donde se dirimían los casos más relevantes.
También se dio gran importancia a la cultura. Constancio II creó la primera universidad del mundo al fundar, en el 340, la Universidad de Constantinopla. En ella se enseñaba Gramática, Retórica, Derecho, Filosofía, Matemática, Astronomía y Medicina. La universidad constaba de grandes salones de conferencias, donde enseñaban sus 31 profesores.


Cuando llegamos a la populosa urbe era noche cerrada. Nos alojamos en casa del tribuno Tito Arrio, cabeza de una de las más nobles familias de la capital, con quien el amo debía tratar los asuntos que nos habían llevado hasta allí.

Tito era el típico romano, no muy alto, pelo negro que llevaba corto y ojos oscuros. Nos dio fervientemente la bienvenida y nos acompañó a nuestras habitaciones.

A la mañana siguiente me levante temprano para atender al amo y, ya que él estaría fuera todo el día atendiendo a sus negociaciones con Tito y yo estaba libre de obligaciones en aquella casa, le pedí permiso para visitar la ciudad.

-Puedes ir- me dijo- pero no te canses demasiado, Tito ha organizado una gran fiesta en mi honor y permaneceremos despiertos la mayor parte de la noche. Te quiero a mi lado por si tengo que hacerte alguna consulta.

Cuando Hulgard y Tito abandonaron la casa, salí a deambular por las calles de Constantinopla. Quedé extasiado por las maravillas que vi allí, pero pronto me sentí agobiado por la multitud que abarrotaba las calles ya que no estaba acostumbrado a lugares tan populosos. Volví pues a la casa de Tito Arrio y subí a mi habitación donde aproveché para echar una siesta y reservar fuerzas para la noche.

La fiesta fue multitudinaria, había gente de todo el mundo conocido. Pude reconocer, aparte de los habituales romanos, a gente de Tracia, Egipto, Grecia, la Galia o Hispania. Permanecí en un rincón, apartado de la fiesta, pero de modo que el amo pudiera localizarme fácilmente.

Era bien entrada la noche cuando se me acercó un hombre de noble aspecto. Era alto y fornido, pero lo que más llamaba la atención era su larga melena roja y su pálido cutis. Pensé que se trataba de un miembro del pueblo de mi amo, pero me equivoqué, mas tarde supe que era un galo. Su nombre era Ansila.

-Curioso anillo el que llevas, para ser un esclavo- me dijo. ¿Puedo verlo?

-Claro, señor- respondí levantando la mano para que pudiera observarlo con detenimiento.

-Muy curioso, en efecto. Dime, ¿no es este el sello de Quinto Valerio?

-Lo es, señor. ¿Le conociste?

-Si, le conocí hace tiempo. ¿Como es que lo tienes tú?

-Quinto era mi padre adoptivo, señor.

-¿Era?

-Si, señor. Murió en un ataque de los visigodos, yo fui hecho prisionero y vendido como esclavo al que ahora es mi amo.

-¿Y quién es tu amo?

-Hulgard, señor. El invitado de honor del dueño de esta casa.

-¿Hulgard? Bien, muchacho, volveremos a vernos y hablaremos de lo que le pasó al buen Quinto Valerio.

-Como desees.

Se alejo de mi en pos de Hulgard y empezó una conversación con él. Vi que discutían de forma educada pero enérgica y, de vez en cuando, volvían la vista hacia mi. Hulgard negaba con la cabeza, pero Ansila insistía. Finalmente parecieron llegar a algún acuerdo, ya que se estrecharon la mano firmemente. Ansila me miró con una sonrisa y, tras despedirse del anfitrión, abandonó el lugar. Poco me imaginé en ese momento que el objeto de su negociación era mi humilde persona.

Cuando por la mañana entré a la habitación de Hulgard para atenderle lo encontré de pie y completamente vestido.

-¡Ah, Héctor! Eres tú, pasa.

-¿Vas a salir, señor?

-Más tarde, pero no importa, siéntate, tenemos que hablar.

Hice lo que me pedía y él acercó otra silla y se sentó ante mi.

-Héctor, ¿recuerdas al hombre con quién hablé ayer? Ese galo de pelo rojo.

-Lo recuerdo.

-Esta mañana uno de los esclavos de Tito te acompañará hasta su casa. Él es ahora tu nuevo amo.

-¿Me has vendido, señor. Es que ya no estás satisfecho de mi trabajo?

-Estoy más que satisfecho, Héctor. Yo no quería venderte, pero ese hombre no me dejó opción. Es una persona muy influyente y, además, pagó una fortuna por ti. Lo siento.

-Lo comprendo. He sido muy feliz en tu casa, siempre te recordaré con cariño.

-Y yo a ti. Toda mi familia te echará de menos.

Una hora después me presentaba en casa de Ansila, mi nuevo amo.

Comentarios

  • JanoJano Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2013
    IV

    Me recibió Antonino, un anciano sirviente que me comunicó que estaba esperando mi llegada y que me ayudaría a ponerme presentable para presentarme ante Ansila. Me extrañaron esas palabras pues yo me había bañado esa mañana y llevaba puesta una de las ricas túnicas que me había regalado Hulgard, pero no dije nada y seguí al sirviente.

    Primero me llevó a los establos, donde un herrero me liberó de mi collar de esclavo. Fue una extraña sensación sentirme libre de él tras llevarlo continuamente, día y noche, durante dos años. Pregunté al sirviente por ese hecho.

    -En casa de Ansila no hay esclavos- respondió.- El no te ha comprado, ha pagado tu libertad.

    -No comprendo.

    -Los que estamos en esta casa somos sirvientes, no esclavos. Ansila nos paga un sueldo.

    No dijo nada más, hizo un gesto para que le siguiera y me llevó a una habitación donde me entregó unas ropas.

    -Ansila quiere que vistas como un romano, ponte esto.

    Se trataba de una túnica, una capa y unas sandalias, tan lujosas como las que ya llevaba, pero a la moda de Roma. Me cambié en silencio y finalmente fui llevado a una lujosa sala donde me dieron de comer. Después de eso se me ordenó esperar allí hasta que se presentara Ansila.

    Ya se había puesto el sol cuando vi a Ansila descender por las escaleras que daban al piso superior. Me puse en pie y le hice una reverencia.

    -Amo, espero tus órdenes.

    El se rió ante mi servil actitud, se acercó a mi y puso sus manos sobre mis hombros.

    -Héctor, muchacho, ¿es qué Antonino no te ha explicado nada? Ya no eres un esclavo, no debes llamarme amo.

    -¿Cual es, entonces, mi papel en esta casa, señor?

    -Eres mi invitado, y como tal serás tratado.

    -¿Y a que debo ese privilegio, mi señor?

    -Quinto Valerio era mi amigo, no podía permitir que su hijo viviera como un esclavo. Y llámame por mi nombre, Ansila.

    La emoción que me produjeron las palabras de Ansila fue demasiado para mi y rompí a llorar como un colegial. Ansila me rodeó con sus brazos y secó mis lágrimas.

    -Ya se que debe haber sido muy duro para ti, no debes preocuparte por nada. He enviado mensajeros a tu casa para que sepan que estás bien y que regresarás cuando te hayas recuperado completamente.

    -Jamás podré pagarte lo que has hecho por mi.

    -No me debes nada, tu padre era un buen amigo, espero que también tú me honres con tu amistad.

    -Soy yo quien se siente honrado, y agradecido de por vida.

    -Está bien, ahora vete a dormir, sube esas escaleras y ve a la derecha, tu habitación es la segunda de ese lado, justo al lado de la mía.

    Besé agradecido las manos del hombre que me había devuelto mi antigua vida y me retiré a mi habitación. Quedé anonadado por el lujoso mobiliario que Ansila había puesto a mi disposición, estuve largo rato admirando la cama, los arcones y el bello escritorio que adornaban la estancia. Finalmente, agotado por las emociones del día, me desvestí y me eché en la cama. Antes de dormirme entoné una oración por Ansila, mi salvador.

    Poco podía imaginarme entonces la clase de ser que me había dado cobijo.


    Cuando desperté a la mañana siguiente, me vestí rápidamente y busqué a Ansila para reafirmarle mi gratitud, pero no lo encontré por ningún lado. Entré en las estancias de la servidumbre y pregunté por él, Antonino me informó que estaba durmiendo.

    Sin nada que hacer me dediqué a deambular por la casa. Ansila era, sin duda, un hombre adinerado. Miraras donde miraras abundaba el lujo, paredes y suelos de mármol, muebles de maderas nobles, oro y joyas adornaban todas las estancias; la cabeza me dio vueltas al pensar en el poder que tenía ese hombre.

    No se cuantas horas pasé admirando cada rincón de la casa hasta que Antonino me anunció que la comida del mediodía estaba servida. Seguí a Antonino hasta un comedor, en la mesa solo había un juego de cubiertos.

    Una vez más pregunté por mi anfitrión.

    -Creo que debo informarte de los peculiares hábitos de Ansila, joven señor.

    -¿Peculiares?

    -Ansila sufre una extraña enfermedad. La luz del sol le afecta la piel produciéndole graves pústulas. Desde muy pequeño se acostumbró a dormir durante el día y hacer su vida durante la noche.

    -No sabía que estaba enfermo. ¿Es muy grave?

    -Aparte del inconveniente de tener que evitar el sol, no le causa ningún mal. Puedes estar tranquilo, joven señor, no es contagioso.

    -Llámame Héctor, si llamas a Ansila por su nombre, ¿porqué no vas a hacer lo mismo conmigo?

    -Como desees.

    - Debe ser muy triste no poder ver nunca el sol.

    -Ansila está acostumbrado.

    -Aún así...

    Al llegar el final del día esperé bajo las escaleras a que Ansila abandonara su habitación. Cuando apareció le abracé, volví a agradecerle su bondad y le expresé mi pesar por su enfermedad.

    -Eres un buen muchacho- respondió.- No debes preocuparte por mi, ya hace mucho tiempo que me he acostumbrado.

    Fuimos a uno de los salones y estuvimos conversando hasta que el sueño me venció y me retiré.

    Y así transcurrieron varias semanas; durante el día me dedicaba a deambular por la ciudad, disfrutando de sus maravillas o pasaba largas horas disfrutando de la extensa biblioteca de mi anfitrión y al caer el día me reunía con Ansila y manteníamos largas conversaciones. Yo le hablaba de mi vida en la villa de mi padre adoptivo y como esclavo de Hulgard y él me contaba las maravillas que había visto en sus viajes por todo el mundo civilizado, hasta que me vencía el sueño y me retiraba a mi habitación. Tanto me fascinaron sus descripciones de esos lejanos lugares que decidí que yo también tenía que verlos.

    Me sentía feliz en casa de Ansila, pero la idea de volver a la villa y abrazar a mi amada Julia pesaba más en mi mente que mi fascinación por ese hombre, así que decidí que había llegado el momento de pedirle a mi libertador que me permitiera partir sin más demora.

    Sin embargo, antes de que me decidiera a hacerle mi petición, sucedió algo que retrasó mis planes y cambió mi vida para siempre.
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