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El cobarde

EPyePEPyeP Pedro Abad s.XII
editado diciembre 2012 en Taller de Prosa
Era un hombre anodino, vulgar, ni fuerte ni peligroso ni bueno ni cordial. Era una persona que pasa por la vida sin dejar huella, ligero, de puntillas, sin molestar a nadie ni despertarle una sonrisa.
Y ahora está muerto.
Y había muerto como nadie esperaría, pero de acuerdo con su vida: de una forma cobarde. Aún así, nadie hubiera creído verle algún día en la cárcel.
El fin le encontró de forma indigna, asustado, enfermo, dolorido, amoratado, despreciado por los reclusos, ridiculizado por sus guardianes. Las marcas de su piel testimoniaban las palizas, pero más profundas eran las que habían desquiciado su mente. Al fin, demasiado cobarde para quitarse la vida, se dejó morir de enfermedad, hambre, sueño y dolor.
Nunca le llegó a reconocer el hombre sobre el que se abalanzó, con miedo en sus pupilas, sudor en sus sienes, sin palabras en la boca y con un cuchillo en la mano, recto hacia su mirada.
No por ello dejó de ser un cobarde. No supo huir de la guardia, se dejó golpear y arrestar, y fue llevado a la prisión donde terminaron sus días, un último párrafo escrito con la tinta negra de lo necesario tras las largas hojas borrosas de tinta gris.
Había vivido sin importarle a nadie, uno más, otro, ese, era parte del paisaje cuando no podía evitarlo; el resto del tiempo, no era.
Nunca se habían visto excesos en él, todo era moderado, neutro, con demasiado miedo como para decidirse a cualquier cosa, aunque fuera a no hacer nada. Fluía parejo al resto de la Humanidad, disuelto en el cauce transparente del tiempo y la rutina. Solo se permitió un lujo: se enamoró.
Fue un amor discreto, silencioso, que no incomodaba a nadie, que no suponía nada. Su cobardía en ningún momento le permitió querer actuar.
Poco a poco y en poco tiempo se fueron distanciando; a él le faltó valor incluso para vigilarla, y la dejó marchar. Pero no dejó de quererla.
Ella se casó con un cualquiera menos cualquiera que él, vivió su romance, no fue perfecta ni fue buena siempre, pero parecía ser feliz. Y eso, para el hombre que apenas la veía en el mundo y apenas la despedía en su mente, era importante.
Los años fueron pasando, ligeros como un aire que, poco a poco, posase polvo en los cabellos y secase la piel. Hasta que un mal día, cansado el marido de quién sabe qué de su esposa, le cruzó el rostro de una bofetada y la abandonó.
El cobarde había jurado, demasiado tiempo atrás, hacer cualquier cosa por protegerla. Ella no atendió entonces, quizás ni le escuchó siquiera, y todos fueron felices.


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