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Digresión del Guiso Misterioso

EPyePEPyeP Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2012 en Taller de Prosa
No puedo dejar de incluir aquí un breve fragmento de El Pentágono y el Pentagrama:


Cuando llegaron, el calor se había ido depositando sobre sus espaldas como un pesado manto. Caminaron refugiándose en los aleros de los tejados hasta encontrar una taberna.

Siempre hay una. Un pueblo puede no tener ayuntamiento, iglesia, casas, pero si no tiene taberna, no es un pueblo. La taberna es el alma del pueblo, el lugar en el que se tratan todos los asuntos, importantes o no, donde se celebran los éxitos, se penan los fracasos, y se producen y se olvidan todos ellos. Da igual el motivo por el que se entre, la salida siempre suele estar relacionada con cristales rotos, hígados agujereados, cerebros nebulosos y un pajar.

Cuando dieron con ella, se refugiaron en el relativamente fresco interior, que estaba casi vacío. Era uno de esos lugares prototípicos, una sala en penumbra con unas cuantas mesas de tosca madera oscura –o, más comúnmente, oscurecida– y unos sucios ventanales de tupidas cortinas. El suelo estaba tapizado de arenosos desperdicios descompuestos, y la diferencia de aire con el exterior era tal que sorprendía que no se crease algún tipo de microclima, con criaturas grises, reptantes, pegajosas y asmáticas. La poca luz que se atrevía a entrar quedaba perfectamente dibujada en finos rayos sobre el humo, denso como un algodón cancerígeno. Unos pocos parroquianos les miraron con el escaso interés de quienes están acostumbrados a tratar con extranjeros. O, al menos, a ignorarlos. El posadero les echó un rápido vistazo y volvió a ocuparse de los quehaceres propios de su oficio, tan extraños a los no iniciados.

Acercándose a la barra con desenvoltura, el anciano elfo pidió algo en un idioma irreconocible. Hecho esto, se sentaron en una mesa que, a grandes rasgos y para los cánones del lugar, se podría considerar limpia. Aun así, el humano trató de evitar en todo momento el contacto con su superficie. Allí esperaron hasta que les pusieron delante unos vasos de agua fresca, que bebieron agradecidos, y unos platos con una sustancia líquida en donde se veían indefinidos objetos flotantes. Sahpecu supuso que sería algún tipo de guiso, pero sus conocimientos culinarios terminaban ahí. Ignoraba cualquier cosa que no pudiera encerrarse dentro de las páginas de un libro, por lo que le eran totalmente ajenos temas como la gastronomía, la música y la actualidad –término que, para él, abarcaba todo lo ocurrido o comentado en los últimos doscientos años–.

Probó el conglomerado, y casi se le saltaron las lágrimas de gozo. Carne. Aquello tenía carne. Poca, y sin duda de mala calidad, pero era una parte de algo que en algún momento había vivido, se había alimentado, había corrido –era obvio que no lo suficiente–, había nacido, había crecido. Era maravilloso, era celestial, era casi blasfemo. Prácticamente pudo saborear el alma de su víctima, henchido de gozo y orgullo. Tuvo una revelación: el hombre come carne por el mero placer de sentirse superior al manjar que adornaba su plato. Por saber que ha sido más rápido, fuerte o astuto que éste. No hay ningún triunfo en salir a cazar verduras. El hombre necesita sentirse en la cima de la cadena evolutiva, necesita afianzar esa confianza que le permite ser el amo del mundo. Necesita escribir con sangre su nombre en lo más alto de la creación, en una metafórica pintada sobre los protegidos muros de la biología. Necesita tallar a cuchilladas su nombre y un corazón asaeteado en la corteza del Árbol de la Vida. Necesita saber que, como un diosecillo cargado con un carcaj de flechas de oro, había sido capaz de enamorar a su víctima. Luego, como ocurre con los enamorados, había acabado con ella, convirtiéndola en un amasijo de huesos que languidece en una buhardilla escribiendo poemas. Bueno, eso quizás no. Pero poco le faltaba. Sin lugar a dudas, el conejo, el jabalí, el ciervo, la rata –dependiendo si se practica caza menor, mayor o mediocre–, miraron a los ojos a su perseguidor, admirados por aquel ser fantástico que les apuntaba con un tubo de hierro que encerraba la luz de las estrellas. También descubrió por qué los elfos podían alimentarse de frutas: su proverbial soberbia no necesita ser reforzada por el placer de la caza, pues han descubierto que pueden hallar más poder en manipular los seres que en destruirlos. Por ello mismo tampoco tratan de dominar el mundo –afición compartida por la Humanidad al completo– sino que se conformaban con influir en él. No eran cazadores, eran agricultores. Cultivaban la Historia, combinando factores y esperando pacientes el resultado, en lugar de salir a por él espada en mano. Siempre conseguían su objetivo, pero nunca sentirían el placer de habérselo arrancado al prójimo de las tripas.

Así, con la vista perdida en las insondables profundidades de su comida, el joven desarrolló su Teoría del Porqué de las Cosas o Digresión del Guiso Misterioso, ante las miradas de los dos elfos, que comenzaban a sospechar que, por una vez, su innato sentido de la corrección histórico-novelesca había errado profundamente. O quizás ocurría que, definitivamente, había llegado el momento de que todo acabase, y Sahpecu era simplemente la broma final del Creador. Un premio de consolación para quién supiese interpretarlo, y un soberano fastidio para los demás.



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