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Selerin, el duende que perdió su estrella

DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
editado abril 2012 en Infantil y Juvenil
A la magia, a los sueños, y a todos aquellos niños que crecimos demasiado deprisa.
“Caerá sobre ti el peso del mundo
lo notarás sobre tu espalda
se te doblará el cuerpo
y sólo podrás respirar.
Sentirás cómo la vida
te desangra, gota a gota...
Es el paso del Tiempo, te dices,
sabiendo que el Tiempo continuará
su ritmo indefinidamente
pero tú no”

Sentencia de Golbeliath,
Rey de los Duendes del País de las Estrellas.

El ambiente estaba cargado. Todo parecía cubierto por una espesa nube de humo de cigarros a medio fumar, y por el olor a comida y a café que salía de la cocina. La camarera no dejaba de ir de un lado para otro con la libreta llena de pedidos.
-Perdone...
-Espere un momento –dijo la camarera, soplando un mechón de cabello rubio que le entorpecía la visión-. ¿No ve que estoy ocupada? Dentro de un momento le atiendo.
-Perdone...
-¿Otra vez usted? –increpó la camarera-. ¿No le he dicho que le atiendo en un momento?
-Sí, pero eso me lo dijo hace exactamente diez minutos.

La chica se paró y estudió detenidamente a la persona que le acababa de hablar. Tendría unos cuarenta y tres años y el pelo completamente blanco, recogido en una coleta; sus facciones eran marcadas y angulares, pero una barba cuidada lograba suavizarlas. Lo que más le llamó la atención fue la mirada del desconocido: era como una puerta abierta a la eternidad. Sintió que aquel extraño parecía estar viendo mucho más allá, como si le traspasara el alma.
-Sólo quiero un café –dijo él, con un tono cargado de paciencia.
-De acuerdo, ahora mismo se lo traigo.

La camarera se alejó por un largo y estrecho pasillo que había entre las mesas, y continuó con su inagotable trajín de idas y venidas.
-Aquí tiene –dijo ella.
-Muchísimas gracias.

El hombre se mojó los labios para comprobar la temperatura y dio un breve sorbo a su café; siguió escribiendo en una pequeña libreta, concentrado plenamente en la tarea. Estaba tan absorto en lo que hacía que no advirtió la mirada curiosa de dos niñas pequeñas que no dejaban de pasar, una y otra vez, por su lado. Bostezó, dejó el bolígrafo encima de la mesa, y levantó la cabeza.

Allí estaban las dos, observándole. Tendrían alrededor de seis años y eran completamente iguales. “Deben de ser gemelas”, pensó. Llevaban un abrigo abotonado hasta el cuello y una faldita a cuadros que asomaba por debajo. Las dos comenzaron a susurrarse algún secreto al oído; luego, una de ellas, se acercó al desconocido con unos pasitos cortos, y con voz tímida y curiosa, le saludó:
-¡Hola!
-Hola –respondió.
-¿Qué estás haciendo?
-Estaba escribiendo un cuento –le dijo el hombre con un tono misterioso.
-¿Un cuento? –inquirió la otra, acercándose con los ojos muy abiertos y llenos de sorpresa.
-Eso es, un cuento. ¿Os gustan los cuentos?
-¡Uy, muchísimo! –saltó la primera-. Pero en casa, cuando nos vamos a dormir, nuestro papá nunca quiere contarnos ninguno porque dice que está muy ocupado y que la vida hará que los olvidemos todos cuando seamos mayores.

Al decir esto, sus ojos pasaron, inmediatamente, de la alegría a la tristeza, como sólo puede sucederles a los niños. El hombre se quedó pensativo un instante, dio otro sorbo a su café, y con una sonrisa les preguntó:
-Bueno, pues ya que nadie os cuenta ningún cuento... ¿queréis que os cuente yo uno?
Ambas se quedaron paralizadas ante la sorpresa que les acababa de dar aquel desconocido, y con la voz llena de emoción, exclamaron:
-¡Pues claro! Nos encantaría, señor.
-Muy bien, entonces sentaos cómodamente porque lo que tengo que explicaros es una historia muy, muy antigua, que el Viento me susurró al oído hace muchas lunas.

Las niñas se sentaron, y comenzó el relato.

“A veces, en la vida, suceden cosas extrañas, cosas a las que, por más vueltas que les demos en la cabeza, somos incapaces de encontrar lógica o sentido alguno. Voy a contaros la historia de Selerin, El Que Perdió Su Estrella. Es la historia de una vida normal y corriente: un niño como tantos, que se convirtió en una persona mayor. Una historia que podría ser la de muchas personas que conocemos... Pero, a veces, las historias normales sólo lo son hasta cierto punto, porque detrás de ese velo de normalidad, de esa finísima cortina de humo que crea la Apariencia, pueden esconderse las cosas más fantásticas y maravillosas...”
-¿Y por qué esas cosas tan maravillosas se esconden detrás de la A... a... apariencia? –interrumpieron las niñas.
-Apariencia –sonrió el hombre-, se pronuncia Apariencia y es una historia distinta a la que tenía pensado explicaros... Pero os la contaré ahora mismo para que la conozcáis también, si prometéis no volver a interrumpirme hasta que termine, ¿de acuerdo?
-Vale –afirmaron las pequeñas.

Comentarios

  • DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
    editado marzo 2012
    “Hace ya muchísimas días y muchísimas noches, cuando el País de los hombres estaba empezando a nacer –las montañas, las flores, los animales, los ríos...- había un viejo ermitaño loco del lejano Oriente, encargado de crear una de las cosas más mágicas y poderosas que existen: las palabras. Trabajaba durante horas y horas, dedicando todo su tiempo y sus esfuerzos a inventarlas. Las palabras eran poderes especiales que luego regalaba a los seres que habitaban en el País de los Hombres.

    “Una tarde, el Sol, junto con su amigo el Día, notaron que muchos hombres se sentían tristes. Se dirigieron al ermitaño, pidiéndole que les diese la palabra Apariencia, para que los hombres pudiesen elegir entre disfrazarse con ella o ser como ellos eran realmente.

    “El ermitaño no estaba del todo convencido de que aquella fuese la solución para remediar la tristeza de los humanos, pero después de pensarlo, accedió y les otorgó al Sol y al Día el poder de la palabra Apariencia.

    “Al cabo de poco tiempo, el Sol, el Día y el ermitaño vieron que el problema no se había resuelto, porque la apariencia desaparecía cuando se marchaba el primero. Entonces, el ermitaño decidió dar esa palabra a la Noche y a la Luna, que también eran muy buenas amigas, para que así los hombres pudieran gozar de la Apariencia durante todo el día y toda la noche. Y así lo hizo.

    “Pasó el tiempo, y los hombres volvían a ser felices... Bueno, no todos. Había algunos que querían ver las cosas como eran en realidad, pero no podían hacerlo porque la Apariencia es una palabra muy poderosa, y eso hacía que se sintieran tristes. El Sol y el Día no quisieron hacer ya nada más por ellos, pensaban que era imposible tener a todo el mundo contento, y con la felicidad de la mayoría ya se sentían satisfechos. En cambio, la Luna, madre de los duendes del País de las Estrellas, a petición de sus hijos, que tenían un gran amor hacia todos los hombres, rogó al ermitaño que le diese la posibilidad de ser la madre adoptiva de los Seres Que Mueren Con El Paso Del Tiempo. El ermitaño meditó detenidamente la petición, y, finalmente, permitió a la Luna que adoptara a los hombres. Gracias a eso, por fin se arreglaron la pena y la tristeza de aquellos que no querían ver a la Apariencia, porque la Luna, en señal de su amor materno, cada vez que aparecía en el Cielo en forma de cuna, alumbraba a la Apariencia, descubriéndola y rompiendo su hechizo para que todos los que quisieran pudiesen ver las auras que rodean y envuelven a todas las cosas que no se cubren con ningún tipo de máscara. Por eso, sólo podemos ver las cosas tal y como son cuando nuestra madre Luna aparece en el cielo en cuarto creciente, y nos mece desde allá arriba, convirtiendo las cosas “normales” en otras realmente mágicas y maravillosas. Así es y así será hasta que se apague la Luna para siempre.

    “Se cuenta también que las Estrellas se crearon y aparecieron en el cielo con el poder de romper el hechizo de la Apariencia”.
    -Pero aquí, en la ciudad, pocas veces se las puede ver –protestó una de las pequeñas.
    -Sí, en la ciudad todas las cosas son siempre más complicadas... Pero si salís afuera, cada noche podréis ver el cielo, repleto de estrellas, alumbrándolo todo.
    -¿Y dices que también pueden romper el hechizo? –preguntó una de las niñas.
    -Sí, también –respondió el desconocido-. Pero esa historia nos llevaría muy lejos, porque entonces tendría que explicaros la leyenda de la bella sirena Agatha y del duende Findelen y... Además, habíais prometido no interrumpirme, ¿recordáis?

    Las niñas bajaron la cabeza y asintieron, arrepentidas por haber olvidado su promesa.
    -Entonces –dijo él-, dejadme que os cuente de una vez la historia de Selerin, El Que Perdió Su Estrella, y otro día prometo contaros el cuento de la sirena Agatha y el duende Findelen. Incluso si os portáis bien, tal vez os cuente también la historia del Pegaso que perdió sus alas; o la del gigante Voz de Trueno, guardián de la Caverna Del Eco Que Nunca Muere... ¿De acuerdo?

    Al escuchar la promesa de que les contarían más historias otro día, las pequeñas sonrieron de nuevo y se dispusieron a atender, porque no querían perderse ni un detalle del cuento de aquel misterioso Selerin que les estaban a punto de explicar. El hombre prendió un cigarro, le dio una calada, y comenzó:
  • DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
    editado marzo 2012
    “Hace mucho, muchísimo tiempo, en la Primera Edad del País de las Estrellas, había un duende llamado Selerin. A Selerin le gustaba bajar de su reino, y explorar y conocer los secretos del País de los Hombres. Para él, todo lo que veía en ese mundo era completamente nuevo, y cuanto había ante sus ojos no dejaba nunca de sorprenderle. Los duende tienen una manera de percibir el mundo muy parecida a la de los niños; para ellos, cualquier cosa puede encerrar algún mágico y misterioso secreto que espera ser descubierto.

    “Pero lo que más le gustaba a Selerin del País de los Hombres eran los ríos. Disfrutaba paseando a lo largo de sus orillas, escuchando las estrofas y versos que el agua le susurraba, agradecida por tener a alguien con quien hablar. El río le recitaba poemas de peces, de animales marinos y, de vez en cuando, los secretos que los enamorados confiaban a sus oídos cuando paseaban a solas por su ribera; a cambio, el duende le relataba al río algunos de los cuentos que había escuchado en la Caverna Del Eco Que Nunca Muere; el porqué de la lluvia, y otras muchas historias y leyendas fantásticas del País de las Estrellas.

    “Una de esas noches en que Selerin bajó a hacer compañía a su amigo el río, descubrió algo en lo que nunca se había fijado. El duende se acercó al río con su Estrella en la mano –porque al nacer, todos los duendes tienen una en donde están encerrados los dones más preciosos que poseen-. Al mirar de cerca las aguas, vio la imagen de otro duende. Primero retrocedió, apartándose, asustado ante aquella imagen que estaba encerrada en las aguas. Luego, acercó de nuevo la cabeza, y el misterioso duende apareció otra vez. Selerin comenzó a mover sus orejas puntiagudas, y la imagen las movió también; sonrió, y su imagen le devolvió la sonrisa; hizo muecas y gesticuló a su reflejo, y éste repetía a la perfección todos y cada uno de sus movimientos. Impulsado por saciar su curiosidad, por explorar lo desconocido, alargó la mano hacia el duende aprisionado en las aguas, en un intento de acariciarlo. En el preciso momento en que sus dedos rozaron la imagen, del contacto de su piel con el agua se formaron ondas que se expandían por toda la superficie del río, difuminando y haciendo que aquella misteriosa imagen desapareciera definitivamente, como si aquel extraño reflejo se comportara con la desconfianza del animal en presencia de seres desconocidos.

    “Selerin notó que algo muy suyo se había marchado con el reflejo. Rápidamente se miró las manos para comprobar que su Estrella ya no estaba: se la había robado su propio reflejo. Se buscó otra vez entre las aguas, volvió a ver su imagen de nuevo... pero aquella imagen no tenía su Estrella porque no era la misma; las aguas eran diferentes, y eso hacía que su reflejo también fuese distinto.

    “Selerin volvió al País de las Estrellas con las manos vacías. Cuando Golbeliath, segundo rey de los duendes de la Primera Edad del País de las Estrellas, se enteró por boca de los vientos del Norte, que todo lo arrastran, de que uno de sus hijos había perdido su Estrella, convocó al Gran Consejo para juzgarlo por no haber cuidado del regalo más precioso que se le da a cada duende al nacer. Selerin fue sentenciado y castigado con la pena más dura y terrible que existe: perder su condición de duende y convertirse en hombre, en un mortal condenado a vagar por el mundo como un extraño hasta el fin de sus días.

    “Le quitaron todas sus pertenencias, incluso sus zapatillas de nube, para que nunca jamás pudiese volar y regresar al País de las Estrellas; y cerraron las puertas del reino dejándole fuera. Selerin, en su descenso de los cielos hacia el País de los Hombres, y antes de ser encerrado en un cuerpo mortal, lloró. Infinitas lágrimas rodaron de sus mejillas hacia el suelo; y cuentan que tan abundante y tan amargo fue su llanto, que sus lágrimas formaron un lago que, más tarde, sus hermanos los duendes, bautizarían con el nombre del Lago de los Pesares y en el que se instalaron cuando llegó el tiempo de los Días Sin Luna, hasta que Galgallim volviera a restaurar la Luz Perdida y el Tiempo Dormido”
    -¿Y ese Galgallim...?
    -No, no –cortó rápidamente el hombre-, recordad la promesa...
    Las niñas se taparon la boca con las manitas y continuaron escuchando.
  • DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
    editado marzo 2012
    “Esa misma noche en que castigaron al duende, nació un niño. No recuerdo el nombre exacto... pero creo que ese es un detalle sin importancia, así que podéis ponerle el nombre que queráis. En el cuerpo de ese recién nacido fue encerrado Selerin.

    “Pasaron los años y el pequeño creció. Era un niño alegre, como cualquier otro: le gustaba correr con el viento, jugar a pájaros y a nubes, explorar los rincones de sus casa y poner cara de descubridor de volcanes terribles cada vez que abría un armario cerrado con llave. Pero había un problema. Cuando cumplió quince años, aquel niño parecía no haberse hecho mayor, porque todo lo que veía continuaba maravillándole, como si fuera la primera vez: cada cosa encerraba un mundo entero ante el que asombrarse. “Vive en un mundo de sueños”, “demasiada imaginación”, “piensa que la vida es de color de rosa”, “tiene demasiados pájaros en la cabeza”... decían sus padres, preocupados al ver que su hijo, a pesar de su edad, no ponía los pies en el suelo. Esta situación les hacía sentirse intranquilos, y la idea de que el chico fuera diferente y viese las cosas de un modo distinto no les acababa de gustar. Pero claro, no podían hacerse la más remota idea de que en aquel niño estaba encerrado Selerin, y que se comportaba de aquella forma porque, aunque había sido desterrado del País de las Estrellas y condenado a vagar de una forma extraña por el mundo, aún recordaba que en otro tiempo había sido un duende, y su manera de sobrevivir en aquel mundo demasiado real para él era viviendo en ese mundo onírico que volvía a tejer en su mente, y en el que había estado viviendo mucho tiempo atrás; ésa era su única salida para seguir siendo feliz.

    “Los padres comenzaron a hacer todo lo posible para que su hijo bajase de esas nubes en las que estaba envuelto la mayor parte de las horas, y empezase a comportarse como le correspondía a un chico de su edad. Para lograr su propósito hicieron todo cuanto estuvo en sus manos, siempre con la mejor intención.

    “Así fueron pasando los días, y con ellos, las semanas; y estas empujaron a los meses; y los meses dieron paso a los años, moviendo la rueda del Tiempo, hasta que, poco a poco, consiguieron cambiar el rumbo de la vida de aquel niño, e hicieron que olvidara todos los hilos de sueño que una vez tejieron su infancia. El niño se hizo mayor. Le pusieron unos zapatos para que no fuese descalzo; le vistieron con traje y camisa, porque no es decente que el hombre esté desnudo; le compraron un coche, para que se desplazase y no se cansara demasiado al caminar; un teléfono móvil, para que siempre estuviese localizable y comunicado, aunque en el fondo se sintiera terriblemente solo; le consiguieron un trabajo, para que se ganara la vida honradamente, como la mayoría. Con el tiempo, encontró a la mujer con quien compartiría lo poco que era (pero no a la mujer de sus sueños, porque ésos los había perdido hacía mucho tiempo); tuvo dos hijos, que a su vez le dieron nietos que perpetuarían el apellido familiar.

    “Fue pasando el tiempo, y los nietos vieron cómo el abuelo se volvía cada vez más blanco. Jamás les contó ningún cuento como hacían otros abuelos, porque no conocía ninguna cueva, ni sabía seguir huellas de lobo, ni hablar con caballitos de mar. Nunca jugó a pájaros con sus hijos ni con sus nietos, porque los pájaros se le escaparon de las manos mucho tiempo atrás, y nadie puede compartir lo que no tiene.

    “Los años se volvieron grises y las ciudades turbias, y aquel niño que creció jugando a nubes y molinos de viento, siendo explorador de volcanes terribles y derrotando a peligrosos monstruos que acechaban, furtivos, en todos los rincones de su imaginación, se hizo una persona mayor, como todo el mundo, y murió cuando la luz de su vida se apagó, definitivamente, después de haberle hecho un hombre tan feliz y tan importante que sólo le quitaron la sonrisa”.
    -Miró a las niñas. Las dos tenían lagrimitas resbalando por las mejillas, como si las acariciasen para consolarlas.
    -¿Y ahora qué os pasa? –les preguntó, intrigado.
    -Es que –sollozó una pequeña- no queremos que Selerin se muera, y menos después de todo lo que le pasó, nos da mucha pena.
    -Pobre duende –dijo la otra frotándose los ojos con una manita.
    El hombre se las quedó mirando con una sonrisa de comprensión y ternura por aquella manera de sentir.
    -Pensad –les dijo- que es normal que Selerin, al convertirse en un hombre, muriera. Es algo que ha de pasarnos a todos.
    Las caras de las niñas no mostraban ninguna señal de que la última frase de aquel desconocido las hubiera convencido.
    -Pero no queremos que se muera –volvieron a protestar.
    -Ya sé que no queréis que se muera, pero os recuerdo que todavía no he terminado la historia. Y si no os limpiáis los ojos y dejáis de sollozar –dijo dándoles un pañuelo de papel a cada una- os quedaréis sin saber el final del cuento.

    Las lágrimas pasaron de bañar las mejillas de las niñas a invadir los pañuelos rápidamente, porque las dos tenían ganas de saber cómo podría terminar la triste y maravillosa historia de aquel duende. Las palabras bailaban al compás de los labios del desconocido, hipnotizando a las niñas, que volvían a escuchar, hechizadas.
  • DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
    editado marzo 2012
    “Antes de morir, Selerin, en recuerdo de todo aquello que una vez fue, dejó como última voluntad que su cuerpo fuese enterrado junto al río, el lugar que tanto amaba cuando era un duende y en el que empezaron todas sus desgracias. Y así se hizo.

    “Cuentan que su reflejo se enteró del castigo del duende y de todo lo que había sufrido, y se sintió muy arrepentido y responsable por haberle robado la Estrella. Una noche, cuando la luz de la Luna y las Estrellas daban al río el color de la plata, de las aguas de cristal emergió el reflejo de Selerin con una Estrella en la mano. Se acercó despacio a la tumba del que una vez fue duende y se arrodilló, dejando la Estrella en el suelo mientras pedía perdón. Entonces, ésta comenzó a brillar con una luz tan fuerte que el reflejo tuvo que cerrar los ojos para no dañarse la vista. Cuando los volvió a abrir, lo primero que vio fue el espíritu translúcido de Selerin, que gracias al poder de su Estrella podía volver a vivir. El duende se abrazó a su reflejo y los dos lloraron por la emoción del reencuentro. Hablaron durante horas, y el reflejo explicó por qué había tenido que robar la Estrella, y el duende lo comprendió todo. Luego se contaron historias de lo que había sido de la vida del reflejo en todo aquel tiempo, y lo que había sido de la vida del duende al convertirse en mortal; de las aventuras y peligros del reflejo para cumplir la misión que le había sido encomendad y llevar la Estrella de Selerin a través de peligrosas aguas hasta la Fuente Del Cristal Viviente; de cómo Selerin había vivido como un hombre, y de cómo puede sucederle a otros lo mismo que a él, que rompieran la madeja de sus sueños y separasen los hilos de su felicidad... Y otras muchísimas historias que se fueron contando hasta que empezó a amanecer.

    “Cuando llegó la mañana, el reflejo anunció a Selerin que se tenía que marchar y llevarse la Estrella con él. El duende, que ya conocía por qué su reflejo había de llevarse la Estrella, le dio un fuerte abrazo y se despidió. Pero antes, el reflejo prometió a Selerin que cada noche saldría de las aguas e iría a visitarle hasta que volviese el día, para contarse nuevas historias en las orillas del río y que no se sintiera solo. Y así, se hicieron grandes amigos.

    “Desde entonces, todas las noches, si vais al río y estáis muy atentas, podréis ver a Selerin y a su reflejo juntos, o sentados cerca del río, hablando mientras agitan los pies en las aguas de cristal, esperando que alguien se acerque para compartir con ellos sus cuentos y sus historias”
    Al decir esto, el hombre miró a las niñas, que estaban con la boca abierta y, en vez de llorar, como antes, tenían una expresión de alegría y tristeza compartida.
    -Y así acaba la historia de Selerin, El Que Perdió Su Estrella –concluyó el desconocido.
    -Este final ya nos gusta más, ¿verdad? –dijo una niña mirando a su hermana.
    -Sí, porque al menos –respondió la otra- Selerin encontró a un amigo después de haberlo pasado tan mal, y le devolvieron su Estrella. Pero me ha quedado una duda... ¿recuperó la sonrisa?
    -Pues claro –contestó el hombre-, la sonrisa volvió cuando el reflejo le entregó la Estrella y pudo volver a contar cuentos, y a recuperar sus sueños y a compartirlos con sus amigos.
    -Ahhhh... –exclamaron ambas a la vez.
    -¡Cristina...! ¡Paula...!
    Las niñas giraron rápidamente la cabeza en dirección al lugar de donde procedía la voz.
    -Es mamá –le dijeron al hombre-. ¡Ya vamos mamá!
    -Nos tenemos que marchar ya, señor –le dijo una de las niñas-, muchísimas gracias por contarnos esa historia, nos ha encantado.
    -No tiene importancia –dijo el hombre, mientras miraba cómo las niñas giraban, nerviosas, la cabeza en dirección a su madre, que las estaba esperando en la puerta de la cafetería-. Además, es tarde y yo también me tengo que ir.
    -¿Nos hemos portado bien? –preguntó una.
    -Me habéis interrumpido unas cuantas veces –bromeó el hombre-... pero sí, se puede decir que os habéis portado bien.
    -Entonces, ¿nos contarás otro cuento la próxima vez?
    -Sí, claro que sí –respondió el desconocido-. Por eso no tenéis que preocuparos.
    -¡Bien! –exclamaron a dúo las pequeñas-. Nos vamos ya, que si no mamá se enfadará. ¡Adiós!

    El hombre pronunció unas palabras para despedirse de las niñas, pero no llegaron a sus oídos, porque antes de darse cuenta las dos ya estaban junto a su madre, abrigadas con un gorrito y unos guantes.
    -¿Quién era ese hombre con el que habéis estado sentadas todo este tiempo? –les preguntó la madre- ¿Qué os decía?
    -Es un señor muy simpático que nos ha estado contando la historia de Selerin, el Duende Que Perdió Su Estrella.
    -Y también la historia de la palabra Apariencia –añadió la otra a la explicación de su hermana.
    -¿De verdad? –inquirió la madre, sonriendo y fingiendo voz de asombro, divertida por la imaginación de sus hijas.
    -Sí –respondieron-. ¿Sabías que hay un viejo ermitaño loco del lejano Oriente que es el encargado de crear las palabras?
    -No tenía ni idea –dijo la madre con voz de interés.
    -¿No lo sabías? –se extrañaron las pequeñas-. Pues mira: “Hace muchísimos días y muchísimas noches, cuando el País de las Hombres estaba empezando a nacer...”

    Y así, el extraño hombre vio desde la puerta de la cafetería cómo las niñas se alejaban calle arriba, explicándole el cuento que les acababa de relatar a su madre. Sonrió alejándose en dirección contraria, feliz al pensar que esas dos pequeñas tenían todo un mundo nuevo por explorar en sueños, mientras la luna, en cuarto creciente, alumbraba la estrecha calle.

    Una de las niñas volvió la cabeza para mirar atrás. Le pareció ver al hombre que les había contado aquellas historias, con el pelo blanco y recogido en una coleta, doblando la esquina. Parpadeó varias veces para asegurarse bien. Bajo la luz de la luna, le vio envuelto en un aura azul y dorada. Le perdió de vista y ella, junto con su hermana, continuó explicándole todas aquellas historias a su madre, mientras iban de camino a casa.

    FIN
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado marzo 2012
    Que chévere, me encantan los cuentos, este estuvo muy bonito y no lo conocía:):p
  • AnaisMCAnaisMC Anónimo s.XI
    editado abril 2012
    Está muy entretenido.

    Saludos
  • DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
    editado abril 2012
    Gracias a las dos por leer y comentar, pero sobre todo por leer, que sé que coger un texto relativamente tan largo por aquí en el foro se puede hacer pesado :)

    Una abraçada.
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