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Canis Vulpem Edit

Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado enero 2012 en Narrativa
Canis Vulpem Edit (o Perro come a zorra)

Canis.jpg
"El hecho simple de que mi perro me quiere más que yo a él constituye una realidad tan innegable que, cada vez que pienso en ella, me avergüenzo".
Konrad Lorenz


—Me alegro que te hayas decidido a venir. Últimamente, nadie se acuerda; ni tu padre, hasta muy poco antes de morir, de la vieja loca que tenéis por familiar. Siéntate y toma el té que desees. Gertrudis, puede retirarse; quiero hablar a solas con mi nieta. Y premie a los labradores con salchichas, puesto que no les he oído ladrar. Siempre hay que recompensarlos cuando se portan correctamente. Quizás te preguntes por qué te he hecho venir con tanta urgencia. ¿Sabes? Una mujer tan anciana como yo, es capaz de ver sucesos inminentes, tales como su muerte. Y a mis noventa y cuatro años, percibo como nunca lo he hecho esa sensación de que el tren que conduce el de la guadaña, ya ha partido hacia la estación, donde lo espero desde hace tanto tiempo. Borra ese gesto de tu rostro, así es la vida, creo que tienes edad como para comprenderlo. Y más aún, siendo comisaria de policía. Mi nieta ¡Un alto cargo de la ley! Qué alegría me diste cuando conocí la noticia. Por eso te he hecho llamar, no sólo eres mi nieta predilecta, si no que también eres policía, y no me gustaría abandonar este mundo si hacer antes un lavado de conciencia. Y elimina esa sonrisa de tu cara. Cuando tu abuela acabe de contarte lo que ha decidido revelarte, no creo que te queden ganas de hacer ironías. Desde que eras niña, mostraste la misma inquietud por el paradero del abuelo, la misma que mostró tu padre; puesto que cuando desapareció, tan sólo contaba con tres años.
De la misma manera, preguntaste por qué tenía tantos perros en la casa; a sabiendas de la horrible mutilación que uno de ellos me provocó en mi juventud; y quizás te preguntes por qué sigo teniéndolos aún. Pero todo tiene respuesta.
Incluso el ataque que sufrí cuando estaba a punto de cumplir los dieciséis años.
Eran otros tiempos, aunque siempre me consideré una mujer bellísima. La verdad que muy parecida a ti, querida. Traía locos a todos los alumnos del opulento colegio que mis padres, como condes de Mesleón; pudieron permitirse pagar. Poseía un cabello rubio y sedoso, que envolvía la cara de ángel que todos los zagales deseaban conquistar. Muchos me indujeron a creerme la más bella de la pequeña ciudad de Zamora, que aunque te cueste creerlo, en aquellos años, tenía más población y actividad de la que tiene ahora. Y quizás fue producto de la arrogancia el recibir semejante castigo. Mientras caminaba en dirección a la escuela, a muy pocas manzanas de la residencia de mis padres, me fascinó la belleza y majestuosidad de una mariposa, que como por arte de magia; posose sobre una feble ramita de un arbusto que sobresalía de una propiedad privada, cuyas raíces penetraban en el subsuelo de un jardín contiguo a la acera, pero separado de ésta por férreos barrotes. El tamaño y la densidad de los arbustos impedía ver lo que aguardaba al acecho en el interior de la propiedad, observándome con sus ojos bermejizos. Yo contemplaba absorta aquel insecto en el que veía reflejada mi propia belleza, apoyada con el brazo izquierdo sobre uno de los ásperos barrotes. Pero el silbido de un maleducado al que le debió excitar mi pose, con mi esbelto pompis hacia fuera; me hizo girar la cabeza lo suficiente como para hacer una mueca al grosero. Y fue en ese instante cuando recibí la dentellada que arrancó de cuajo mi oreja izquierda, llevándosela consigo, inclusive el pendiente de oro puro recibido años antes por mi primera comunión. Antes de gritar y llevar mi mano a la zona extrañamente dolorida, observé como la mariposa batía sus alas y huía para perderse entre la seguridad que la aportaba otro matorral cercano y acogedor. Cuando la perdí de vista, el dolor me atizó de tal forma; que pocos segundos después de ponerme a gritar como loca, perdí el conocimiento y caí al suelo. Un guardia urbano acudió corriendo a socorrerme, taponó como pudo la enorme herida y confiscó un vehículo y a su conductor para llevarme al centro sanitario. ¿Seguís actuando así? Espero que al menos, después de oír a tu abuela, lo hagas más a menudo. Perdóname, no quería desviarme. Como te “dicía”, acabé en el hospital. Cuando desperté, el dolor era, sencillamente; horrible. Los médicos habían conseguido detener la posible infección, pero la oreja había sido mordida y arrancada; y muy posiblemente estuviese siendo digerida.
Eran otros tiempos y mis padres no quisieron disputas con la familia aristócrata dueña de aquel inicuo Rottweiler de cincuenta kilos de peso. Era gente muy bien relacionada con el caudillo, no les culpo por dejarlo pasar. Sin embargo, yo no pude dejar pasarlo.
Fue una semana horrorosa, cada vez que dormía; despertaba entre fuertes pesadillas. Aún tiemblo al recordar aquella sangría en mi ropa, con mi mano intentando masajear aquel lóbulo que ya no existía. Eso, y los terribles dolores, claro. Por supuesto que los muchachos dejaron de interesarse en la belleza demacrada que ahora era mi cabeza, y toda mi vanidad desapareció, como si también hubiese sido objeto de un terrible mordisco.
La séptima noche decidí hacer una visita a mi agresor.
¿Por qué no coges ninguna rosquilla? Anda, coge una; las he cocinado para ti. De pequeña te encantaban. Aunque aquella noche, no había rosquillas en la nevera; pero sí una lustrosa ristra de chorizos salmantinos, traídos por mis padres en su última visita a la ciudad universitaria. Lo agarré y lo metí dentro de una gran bolsa de trapo, en la que arrollé la carne. Me vestí con la ropa más ajustada y oscura que encontré y tapé mi cabello con un pañuelo. Aún recuerdo el dolor que me supuso el roce de la tela con la tersa piel cercana a la herida que, aún cubierta de gasas; me producía un picor realmente lacerante. Aún así, reuní el valor para aprovisionarme del último objeto necesario para urdir mi plan. Agarré un hacha de despiece de enorme hoja, utilizado para la matanza; que mis padres guardaban entre todos los objetos que descansaban en el sobrado, pertenecientes a sus antepasados. Estaba endemoniadamente afilado, y casi me corté al comprobarlo. Nunca deslices el dedo por un cuchillo para saber si está afilado. Consejo de abuela.
A hurtadillas, recorrí el par de sinuosas callejuelas que separaban la casa de mis padres con la de los acomodados dueños del cánido. Tuve suerte de no encontrar ningún sereno por el camino, aunque si divisé a uno; calle arriba, caminando bajo la luz de su tenue tea. Y pocos minutos después, me encontraba ante el imponente vallado. No me costó abrir un pequeño recoveco en la maleza, ayudada por la manejable herramienta de despiece. Pensé que sería más sensato actuar desde la parte más oscura de todo el perímetro, cercana a unos cubos de basura. Cuando me asomé con prudencia, la bestia llegó trotando. El jodido perro no ladraba, pero mantenía su mirada fija. Me miraba a mí. Eran los mismos ojos que me atormentaban en las pesadillas. Una baba espesa y burbujeante caía al firme. Además, gruñía. Pero al extraer del hato de trapo un extremo de la ristra, dejé de interesarle. Su atención se centró en aquel paradisiaco manjar que percibían de forma tan intensa sus pituitarias. Mi plan parecía ir por el mejor camino posible.
Con cuidado de no acercarme a sus fauces, dejé el chorizo a una veintena de centímetros de los barrotes. El esbelto perro no dudó en sacar la cabeza todo lo posible, para husmear y “catar” aquel manjar rubicundo. Y estuvo a punto de cogerlo. Sólo se lo impidió la afilada hoja de acero, que tras imprimirla toda mi fuerza, penetró hasta encallarse en la mandíbula inferior. La bestia gimió levemente, después, borbotoneó sangre por el nuevo y macabro orificio que le surgía desde la línea de sus torpes ojos.
El perro se desplomó, sin el hocico ni la mandíbula superior, que descansaba a pocos centímetros en el suelo, con los dientes apuntando hacia arriba. Sin duda, estaba muerto; aunque la sangre roja y espesa no dejaba de manar.
Pisé el cráneo restante y tiré del hacha con fuerza. No te diré que fue sencillo extraerlo.
No se si pones ese rostro por que soy tu abuela, o porque has visto cosas peores. Coge otra rosquilla, no seas tímida.
Salí de allí a la carrera, envolviendo el ensangrentado utensilio en el trapo que utilicé para transportar el embutido. Tuve miedo ante las consecuencias de ser detenida, y aceleré mi ligero trote todo lo que pude. Salté la valla del pequeño jardín familiar y entré por la puerta trasera, jadeando, como el animal que acababa de ajusticiar. Me desnudé, metí la ropa ensangrentada en una bolsa, para lavarla en el río al día siguiente; e introduje el cuchillo en un barreño con sosa cáustica, preparada para la confección de jabón casero. Y me acosté.

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Comentarios

  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado diciembre 2011
    Al día siguiente me atemorizó algo en lo que no pensé antes. El perro me mordió ocho días antes; cualquiera con dos dedos de frente elucubraría que yo o mi familia tendríamos algo que ver. Acudí a una zona apantanada y en una fuente, lavé las vestiduras manchadas. A la vuelta, la tendí; y saqué el hacha del barreño, limpio como si fuera nuevo. Me preparé para que mis padres me anunciaran que la benemérita había visitado la morada familia para preguntar por un simpático perrito, encontrado muerto. Pero no fue así. Comimos después de bendecir la mesa, y me prestaron toda la atención y solidaridad que desde el día del accidente mostraron hacia mí. Y llegó la noche, sin que nadie pareciese saber nada de ningún perro ajusticiado. No obstante, no fue suficiente para mí. Si nadie había dicho nada, pudiera ser que fuese porque aún nadie había descubierto el cuerpo de aquel chucho pulgoso. Como te he dicho antes, elegí el lugar más propicio para ejecutar mi plan, el esquinazo de un encajonamiento del vallado, que debía servir para colocar los cubículos de basura. Teniendo en cuenta que era la madrugada del domingo, caí en cuenta de que los marqueses podían estar fuera; y que el servicio de recogidas de basura no trabajaba el día del Señor. Por lo tanto, bien pudiera ser que hasta el lunes, nadie se percatara de nada.
    El temor fue tal, que un nuevo plan exacerbó los niveles de adrenalina que poseería cualquier jovenzuela de aquella edad. Decidí matar a otro perro, y con el mismo modus operandi.
    ¿Por qué? Pensé que así, no se me podría relacionar con la muerte del Rottweiler. Si eran dos los perros asesinados, y otro de ellos no tenía ninguna relación conmigo; mi defensa sería totalmente aceptable. Y ¿Qué coño? ¡Uno de esos cabrones me jodió la vida! ¿Qué que hice? Lo mismo. Me vestí para la ocasión con ropa oscura y ajustada, y agarré otro trozo de chorizo. Por supuesto, elegí la misma arma.
    Caminé cerca de medio kilómetro, hasta el centro de la ciudad. Busqué otro lugar idóneo, colindante con alguna propiedad vallada y con defensor canino. No me costó nada encontrar el primero. Era un pequeño pastor alemán. Ladraba como un condenado y estaba perdido de barro y agua. Pero al presentarle mi embutido favorito, se lanzó hacia él en total sumisión. Y esta vez, la alimaña me ofreció la cerviz de forma suculenta. Agarré el mango del hacha con las dos manos y lo elevé por encima de mi cabeza. Descargué un golpe certero, que decapitó a aquella bola de pelos, sucia y maloliente.
    Pocos minutos después, estaba durmiendo en mi cama. Por segunda noche consecutiva, los nervios cercanos a la oreja dejaron de emitir dolor. Y por segunda noche consecutiva, dejé de tener pesadillas. A la mañana siguiente, fui a clase por primera vez. La mayoría de mis compañeros trataban de mostrarse piadosos y benevolentes ante la joven que perdió la belleza una semana antes. Pero jamás volvió a ser como antes. Ya no había pretendientes, ni piropos…ni groserías. Sin embargo, yo me sentía bien tras mi fría venganza. Ese día, al finalizar la escuela, regresé a casa como siempre. Y allí estaba la benemérita. La verdad es que temblaron los cimientos de mi confianza, y apunto estuve de echarme a llorar y confesar. Pero no lo hice. Además, mis padres descartaron ante los guardias mi participación, cuando éstos les informaron de la denuncia presentada por los marqueses, por el asesinato de su perro en su propiedad. Según ellos, sólo estaban investigando. Media hora después de irse, volvieron. Esta vez, a pedir disculpas. Había sido asesinado otro perro en la otra parte de la ciudad; parecía tratarse de algún desalmado, pero este último caso hacía descartar mi participación.
    Seguro que hoy en día no operáis así…¿Verdad?
    Sí, seguro que me habríais trincado, como “dicís” ahora.
    Pero no lo hicieron. Ni en ese momento, ni después.
    Por desgracia, las pesadillas volvieron. Y en ellas, esos hijos de puta con pulgas y sarna abalanzábanse sobre mí, mascando y destrozando todo lo que estuviera al alcance de sus fauces. La única forma de liberarme de aquellas paronirias, era vengándome de nuevo.
    Al principio, la frecuencia no era muy elevada. Una vez al mes. Pero con el paso del tiempo, llegó a una vez al día… aunque bien es cierto que eso no ocurrió hasta que cumplí los diecinueve y nos trasladamos a Madrid. También ayudó a ello la tremenda movilidad que me facilitó sacarme el carnet de conducir y el primer coche que me regaló mi progenitor, tras superar el primer año de carrera. Me estaba preparando para ser maestra. En Madrid, me vengué de más de mil perros, de todas las razas, tamaños y colores. Si hubiese hecho como los indios y me hubiese guardado los dientes de mis víctimas, hoy tendría una tienda de collares. Todo hasta que conocí a David. Tu abuelo.
    Mis pesadillas cesaron, y mis actos vengativos finalizaron con ellas. David era abogado, y estaba enamorado de mi belleza exterior e interior, como él “dicía”. Yo estaba enamorada de todo su ser. Mi oreja demacrada llevaba años disimulada bajo un peinado sempiterno, que yo misma confeccionaba cada mañana para disimular los órganos auditivos, y cuando se la mostré por primera vez, bien es cierto que no pudo disimular su sentimiento de asco ante lo que estaba viendo, aunque no le culpo por ello. Yo también sentía asco al observar ante el espejo aquel amasijo de carne cicatrizada.
    Nos casamos un año después, y en la noche de bodas, ingeniamos a tu padre.
    El bebé nació, yo dejé de estudiar brevemente para hacerme cargo de él; y tu abuelo se labró una carrera en el mundo de la abogacía. Parecía tener un futuro prometedor. Al igual que nuestro matrimonio y próspera familia. Incluso compramos un chalet en ésa zona de Herrera Oria cercana al hospital.
    Sin embargo, cuando tu padre tenía un par de años; tu abuelo cometió un error. Un error muy grave. Viajé con tu padre a casa de los míos, en Bravo Murillo. Íbamos a pasar el día de Todos los Santos en familia, pero a tu abuelo le surgió un imprevisto, tenía que ausentarse toda la noche, con lo cual decidí dormir en casa de mis padres. Cuando se lo comuniqué a tu abuelo, pareció contento de oírlo. Jamás dudé de él, y no tenía motivos para hacerlo, pero en lo más profundo de mí, algo me “dicía” que me podía estar fallando. Aquellos ojos acuosos y rubicundos parecían resurgir de nuevo en mi subconsciente. Antes de ir a cenar, me percaté de que había olvidado el retrato, entregado desde hacía una semana por el retratista; y con el que iba a obsequiar a mi madre. Era una imagen de la nueva familia que formábamos, con los tres miembros sonrientes. Como tu padre estaba dormido, su abuela se quedó con él y prometí no tardar mucho. Me puse el abrigo y monté en el seiscientos. Recuerdo que al atardecer, una gran tormenta se atisbaba; y al entrar en el coche en ese momento, pareciere estar diluviando. Conduje hasta casa, y me sorprendió mucho encontrar el coche de tu abuelo aparcado frente a ésta. La luz del recibidor estaba encendida. Bajé de mi coche y miré en el interior del de tu abuelo. No pensaba encontrar nada, pero lo encontré. Había un bolso de mujer en el asiento del copiloto. Evidentemente, no era mío. Entré sigilosa por la entrada de atrás, que daba a la cocina; y subí las escaleras que llevaban a la habitación matrimonial. Gemidos grotescos salían de la puerta entreabierta. Y aunque ningún sonido brotó de mi ser, las lágrimas saltaron al contemplar como tu abuelo bombeaba el culo de una vulgar y hedionda meretriz. En la misma cama donde ingeniamos a tu padre. Tu cara me dice que no es muy satisfactorio oír algo así, ¿Verdad? Tu padre murió sin escucharlo. Y creo que fue lo más idóneo, no contarle nada. Sin embargo, hay más cosas que contar.
    Aquello fue algo horrible, y me hizo actuar de forma horrible. Sin hacer un solo ruido, bajé a la cocina y agarré el hacha más propicia que encontré. ¿En mi casa? No, por Dios; me hubieran descubierto. Me escondí en los asientos traseros del coche de tu abuelo, agazapada en ese hueco que dejan tras de sí los respaldos delanteros de esos Mercedes tan antiguos. Poco después, entró en el coche; besando a aquella fulana malparida. Además, le entregó un buen fajo de billetes que la zorrita guardó en el bolso que encontré al principio. Me mantuve en completa quietud y afonía hasta que el coche paró. Tras conducir pocos minutos, a alguna zona indeterminada de Madrid, ambos bajaron del vehículo, y caminaron unos metros hacia el norte. Fue mi oportunidad de actuar sin ser descubierta. Y cuando salí, descubrí que estaba en la Casa de Campo. El cabrón de tu abuelo caminaba con su mano agarrada al trasero de la fulana. Parecía prometerla el oro y el moro. Extraje el hacha y caminé lentamente hacia ellos, amparada bajo la oscuridad de la noche recién entrada. Al primero que ataqué fue a tu abuelo. Creo que el único golpe que le dí lo mató. Le acerté en el cuello, y aunque no lo decapité, cayó al suelo con los ojos aún abiertos por la sorpresa. Su pescuezo parecía un tallo de girasol roto, por donde salían ingentes cantidades de sangre, mezclada con la saliva de aquella puta. Ella quedó paralizada, gritando con las manos en los ojos. Facilitó mucho su muerte, puesto que la incrusté el hacha repetidas veces en un brazo y en la cadera, como si estuviese talando un roble. Al finalizar mi venganza, caí de rodillas al suelo y lloré. Mis manos estaban manchadas de sangre y mi familia, destrozada. Me levanté con coraje y me dispuse a terminar la faena. Había que eliminar los cuerpos. La policía no trataba con la misma ligereza un cadáver de una mascota a la de su dueño. Imagino que, ahora tampoco.
    Finaliza en el siguiente post
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado diciembre 2011
    Había mucha sangre en el suelo. Gracias a que el cabrón de tu abuelo condujo hacia una zona desierta aquella noche, nadie me sorprendió tapando con arena los restos de sangre más evidentes. La intensa lluvia facilitó mucho la labor. Y fue en ese momento cuando vi a Golfo, calado de agua hasta los huesos. Golfo fue el primer perro que tuve. Vivió veintiún años desde que lo encontré, creo que ya viste alguna foto de tu padre abrazado a él. Era un joven ejemplar de Labrador, mezclado con alguna clase de pastor belga, alemán; o vete tú a saber que ensalada de éstos. Tenía el pelaje claro, con tonalidades pardas cerca de las pobladas crines. Me miraba con ojos de gacela. Parecía hambriento. Ni corta ni perezosa, le dí el trozo de brazo seccionado y aún enjironado de aquella colorada tela barata de sucia prostituta. Tras olisquearlo brevemente, lo agarró con las fauces y sen tumbó. El crujir de los huesos me dejó paralizada. Y entonces, comprendí cual era la solución para deshacerse de los cuerpos. Troceé en una docena de pedazos a aquella zorra, y se los fui ofreciendo a Golfo, al que bauticé en ese momento.
    Se comió tres. Así que abrí el maletero y cogí varias bolsas de plástico vacías, donde metí los pedazos, tratando de no salpicar nada con la sangre caliente y pegajosa que aún goteaba de las secciones laceradas. A tu abuelo le vendé con trapos la parte sangrante del cuello y lo metí como pude en los asientos traseros del maletero, sobre una toalla para evitar las temibles y acusadoras salpicaduras. Por supuesto, también metí a Golfo, en el asiento delantero. Se acurrucó en el hueco y durmió hasta que aparqué el vehículo en el garaje.
    Saqué al cabrón de tu abuelo y lo subí hasta el cuarto de baño. Llené la bañera con agua caliente y disolví en ella las dos sacas de quince kilogramos de sosa cáustica que guardaba para confeccionar el jabón, después del verano. Acto seguido, metí en aquel manantial delicuescente y humeante el cuerpo de tu abuelo. Allí mismo me cambié la ropa manchada y me aseé. Cerré con llave la puerta del baño, le dí a Golfo un cuenco con agua y una manta para tumbarse en la cocina y abandoné la casa una hora y cinco minutos después de mi primera llegada. Como si no hubiera pasado nada.
    Volví a casa de mis padres y me disculpé por el retraso, al que aludí mediante la excusa del atasco. Además, expliqué a mi bonhomiosa madre que una compañera de universidad tenía que deshacerse de su perro, y que pensé que no habría mejor regalo para el tercer cumpleaños de tu padre, muy cercano a esa fecha en el calendario. Tu padre seguía durmiendo como un lirón. Le dije a mi madre que puesto que mañana era domingo y quería darle una sorpresa a su nieto, tenía que ir a casa para preparar al perro y sorprender al niño al llegar a casa al atardecer. También nos quedaríamos a comer. Tras besarme en la frente, me dijo que no había problema y apagó la luz de la habitación. Pero volvió a preguntar por el retrato. Lo había olvidado completamente. La dije que se rompió. Entonces, volví a sentir miedo de ser descubierta. Fue una noche horrible. A la mañana siguiente volví sola a casa, a quitar el tapón de la bañera y despedirme de los restos grumosos de lo que un día fue mi esposo. Golfo me recibió alabeando la cola, y le recompensé con otros tres pedazos de carne de la zorra que acompañaba a mi difunto marido. Limpié a conciencia todo lo que había quedado manchado de sangre e imaginé todas las situaciones posibles para no ser acusada de nada. Pronto llamarían del trabajo de David preguntando por él. Y mi hijo también preguntaría por su padre. Por ello, tracé todos los pasos a seguir. No obstante, la desaparición de mi marido no fue oficial hasta tres semanas después. Incluso denuncié su ausencia, para no levantar la más mínima sospecha. La guardia civil buscó, pero se cansó rápido; abrazó la posibilidad de que tu abuelo se hubiese ido al caribe, de aventura con alguna amante adinerada a la que defendía; según se rumoreaba. Nadie se imaginaba que el único sitio por donde había viajado era por un sucio sumidero. Por desgracia, no acabaron ahí mis males, puesto que las pesadillas se reprodujeron. Tuve que combatirlas, como hice en mi adolescencia. Tuve que compaginar mi trabajo como madre, con mi cruzada contra la nueva amenaza de los delirios oníricos: Las jodidas prostitutas. Sí, esas zorras; que van destruyendo familias sólo por cuatro miserables pesetas; o euros de esos, ya no se en que año vivo. Noche tras noche me desplazaba por zonas donde aquellas fulanas ofrecían sus cárnicos servicios. Y día tras día, almacenaba en casa más bolsas de carne con las que alimentar a Golfo. Decidí comprar más perros. A tu padre, que por aquel entonces contaba con cinco años, le pareció una idea excelente. Adoraba cada cachorro que entraba en casa. Nunca se percató de nada; sólo de que era “raro que los “gua-guas” no coman su comida ni galletas, parece que nunca tuvieran hambre”. ¿Durante cuanto tiempo? Acabé de hacerlo hace justo veinticinco años. Pocos meses después de nacer tú. ¿Crees que aunque sea nonagenaria, tu abuela es tonta? No, no lo es. No es mi cabeza el órgano que me falla. Mis crímenes han prescrito.
    Aunque por mi edad, no puedo ser juzgada aunque no lo hubieran hecho. He matado decenas, cientos; quizás miles de esas zorras, de todas las nacionalidades y colores. No sólo a ellas, también a un buen puñado de maridos infieles y ruines. Dejé de hacerlo cuando finalizaron mis pesadillas. Por eso se que voy a morir, si no es hoy; será mañana. He vuelto a sufrir una de aquellas pesadillas, en ellas; tu abuelo fornica con infames meretrices, mientras me mira con sus ojos fatuos y me sonríe con el tajo del cuello, del que brota sangre seca y negruzca; y a mi edad… Es una señal inequívoca. Es probable que mañana asistas a mi funeral. Palabra de vieja loca. Dame un beso, y prométeme que te quedarás a uno de los perritos; son todos familiares del primer Golfo. ¿Cómo? Claro que me voy a morir, no digo tonterías. Recuérdalo.
    Gertrudis, acompañe a mi nieta a la salida; y premie de nuevo a los perros.
    Dale un beso a tu madre de mi parte, mi reina. Intentaré compensarte con la mejor parte de la herencia ¡No digo tonterías!¡Ya lo verás! Adiós, tesoro.


    Susana quedó en silencio frente al jardín frontal de la gran mansión familar.
    Aunque llevaba tan sólo un año como oficial de policía, nunca la consternó tanto ninguna situación. No pensó que la ocasión llegase tan pronto. Jamás brotaron más lágrimas por sus ojos que cuando caminó hacia el coche, después de visitar a su vetusta abuela. Hacía dos noches que había descubierto en la cuenta de Pedro, el fantástico ingeniero informático con el que convivía y a la postre, su prometido de matrimonio; unos sospechosos gastos en un club de alterne sito en la autopista del norte.
    Además, las dos noches anteriores no había podido dormir, de las terribles pesadillas que la ansiedad de semejante descubrimiento de infidelidad la había producido. Incluso había solicitado un permiso de una semana de duración para meditar que hacer con su relación.
    Condujo hasta su casa. Pedro no estaba y durmió sola.
    A la mañana siguiente, comprobó nuevamente de forma ilegal los gastos en la tarjeta de su prometido. De nuevo, se había ido de putas. Después de llorar nuevamente, recibió la noticia. Su abuela acababa de fallecer.

    Acto seguido, fue a comprar una camada de perros.


    Imagen extraída del número 8 de la revista "Los zombis no saben leer", del relato "Canis Vulpem Edit"
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado diciembre 2011
    Súper, me lo leí de un tirón, buena historia, pobre Pedro :eek::eek::rolleyes:
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado diciembre 2011
    Mil gracias, Amparo; por ser la única en leer y comentar.
    Un abrazo, me alegra que te gustase el relato.;)
  • Ariel GarcíaAriel García Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2011
    Una construcción literaria excepcional, Tom Brahe. El relato combina de manera magistral la estrechez de la sinopsis y la expansión del pormenor.

    A pesar de haber finalizado la historia con viento en los pulmones, me refiero a que el ritmo de la lectura no me ha hecho perder aire, tropecé con algunos párrafos donde los signos de puntuación pudieron desorientarme. Reconozco una sintaxis clara, aunque, según mi criterio, existen enunciados donde coma y punto y coma no se han aplicado de un modo correcto, incluso contemplando peculiaridad y estilo.

    Lo manifestado representa sólo mi percepción, tan falible como cualquier otra.

    Gracias, Tom Brahe, por dejarnos ver lo que escribes.

    Saludos cordiales.
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado diciembre 2011
    Muchas gracias por tus palabras, Ariel.
    Es cierto que pueden desdorar el texto ésos signos de puntuación que mencionas, pero al tratarse casi en su totalidad de una narración en primera persona, directa y sin admitir injerencias, empleé dichos signos como si fueran pequeñas pausas que realiza la protagonista en su narración.
    Un saludo y gracias de nuevo.
  • claudineclaudine Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado diciembre 2011
    He esperado a tener un poquito de relax para leer la historia de un tiron.
    Es buenísima y muy curiosa, como tu blog.
    Por cierto, excepcional el título y muy expresivo el dibujo de introducción.

    Saludos cordiales!
  • DragonDragon Lope de Vega s.XVII
    editado diciembre 2011
    Joder y perdón por la expreción, pero es que casi me falta el aliento !!!Buenísimo el relato niño, de veras.La abuela vengativa y la nieta por el mismo camino.Eso si, los canes estaban la mar de contentos con la comida.Sólo una cosilla, si me lo permites; lo de los puntos y comas en algunas frases estaban de más, pero quitando eso, el relato no es apto para los que sufran del corazón, jejeje.Felicidades chico y espero leerte más por aquí.Un saludo desde el sur.
  • Ignatius ReillyIgnatius Reilly Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado diciembre 2011
    Saludos, una muy buena demostración de que no todo esta escrito, me ha parecido espectacular y sobre todo muy muy original,eso se agradece.
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado enero 2012
    Mil gracias a los tres nuevos comentaristas del relato. En breve subiré alguno más.
    Un saludo a todos
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