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Sin título, de momento. I

AdriaAdria Pedro Abad s.XII
editado agosto 2011 en Ciencia Ficción
Introducción,

Os cuelgo aquí dos capítulos de una novela que estoy escribiendo. No tiene título porqué no la he terminado. Creo que el título tiene que estar relacionado con la sensación que me deje al acabar de escribirla, o con la que les deje a los primeros lectores. Espero vuestra sincera opinión, muchas gracias de antemano.

Atentamente, Adrià.

___________________________________________________________________

I

Desde su posición Carolina podía ver el final del sendero que serpenteaba hacia el valle. Allí, al final del camino, se alzaban grandes paredes medio derruidas y escombros. Antaño fue una ciudad, una ciudad pequeña, pero llena de edificios altos, tiendas y comercios. Sin embargo ahora, aquél símbolo de la civilización, ejemplo de la capacidad y de la supremacía humana sobre la tierra, no era más que un inhóspito páramo atacado por la vegetación y lleno de peligrosas alimañas, bandidos y buscadores de chatarra. Carolina desmontó de su yegua, Epona, y comprobó las armas. Una pistola en la cadera, sobre el muslo derecho, otra a la altura de su ombligo, enfundadas las dos, y cargadas. Finalmente, de la silla de montar, cogió una escopeta de repetición con capacidad para siete cartuchos. Estaba también cargada.
- Sígueme, Epona, pero ve con cuidado – susurró a la yegua mientras cogía las riendas y tiraba hacia ella.

Epona arrancó a andar, y en breve Carolina soltó las riendas dejando que el animal la siguiera. Sujetando la escopeta con las dos manos recorrió el último tramo del sendero y se acercó a las ruinas. Paró justo antes de adentrarse y observó la situación. El sendero se convertía en una carretera asfaltada totalmente agrietada y levantada. Por algunos de los agujeros asomaban plantas que crecían entre el asfalto, arraigadas en la tierra que había debajo. A lado y lado de la carretera se erguían dos hileras de edificios en ruinas haciendo el efecto de dos grandes murallas. Eran de difícil acceso, así que no suponían un buen escondite para los bandidos. Pero no eran los únicos edificios altos. Carolina avanzó por allí medio agachada, con la escopeta entre las manos y procurando no hacer ruido. “Odio esto” se dijo para si misma, sin embargo era necesario. Las ruinas de las ciudades poseían restos del antiguo mundo con los que todavía era posible hacer trueques, buenos trueques. Especialmente si lograbas encontrar algo de ropa, libros o tecnología que todavía funcionase.

Al final de la calle, en la esquina del último edificio y bajo unas runas, parecía haber un escaparate de una tienda. Carolina se acercó allí seguida de Epona. Observó que en el interior de la tienda había ropa así que buscó entre las runas algún lugar por el que acceder. Distinguió bajo un trozo de pared caída un hueco por el que pasar. De la silla de montar cogió tres bengalas, guardó dos de ellas en el bolsillo del pantalón y encendió la tercera. Entró en el local por aquel agujero y lanzó la bengala al suelo, al centro de la sala. Era una sala pequeñita, de 60 metros cuadrados. A la derecha había un mostrador, con una caja registradora y algunas prendas de ropa tiradas por encima. Al fondo había dos probadores, y junto a ellos, en la pared, un espejo. Dos maniquís estaban expuestos en el escaparate y otros dos junto a los probadores. Tenían formas femeninas y estaban vestidos. El resto de la sala se componía de estanterías y colgadores llenos de ropa polvorienta pero intacta.

Carolina recorrió la tienda con mirada curiosa. Paró frente a uno de los maniquís y se fijó en el sombrero y en las gafas de sol. Las suyas estaban rotas, había tenido que unir la patilla a la montura con una horrible cinta aislante. Se intercambió las gafas con el maniquí. Cogió el sombrero y caminó hacia el espejo. Se quitó la vieja gorra y se puso aquel sombrero de ala, era de color marrón claro y estaba hecho con algo parecido al mimbre. Sin duda era más fresco que su gorra y lucía mucho más. “Parezco la chica del libro” se dijo recordando la portada de una novela que Salvador, su tutor, solía leerle cuando era niña. Poco a poco Carolina se animó y fue probándose más ropa. Primero buscó unos nuevos tejanos, ya que los suyos estaban demasiado desgastados, tardarían poco en romperse. Luego buscó una camisa nueva, pero ninguna le convenció. Finalmente se probó unas botas camperas, de color negro, con unos dibujos sin sentido en los lados. Como le iban perfectas decidió quedárselas y tirar las otras, cuya suela ya apenas existía. Cogió toda la ropa que le pareció bonita y buena, y la fue sacando fuera de la tienda. Al acabar tenía una montaña enorme de ropa frente a Epona.
- Creo que no nos lo podemos llevar todo, Epona. No pesa, pero abulta – dijo mientras empezaba a seleccionarla.
Definitivamente se quedó con una cuarta parte de la ropa: la que tenía mejor tacto, estaba en mejores condiciones, conservaba los colores intactos y era, además, bonita. La metió toda en un saco y la cargó a lomos de Epona.
- Vamos – dijo, y continuó andando por la calle que atravesaba.

Era un paseo largo. Al final sólo podía verse una montaña de runas que dejaba un estrecho pasillo para continuar. Desgraciadamente era la única opción si Carolina quería cruzar las ruinas, puesto que el resto de salidas de aquel paseo estaban cortadas por edificios totalmente destruidos. En esta calle las estructuras habían resistido menos, siendo la altura máxima la de dos pisos. A través de puertas y ventanas podía verse el interior de los bloques, siempre llenos de escombros. “Aquí no hay nada para ver, ni nada para recoger” se dijo para si misma. Carolina solía fijarse en las señales dibujadas en el suelo: flechas que señalaban dirección, líneas paralelas que iban por el centro de la calle o grandes rectángulos que se repetían uno junto a otro de color blanco de un lado a otro del asfalto. Intentaba imaginarse cómo habían sido aquellas ciudades, para qué servían todas las señales que veía colgadas en los postes, cómo vestía la gente y sobretodo, dónde vivían. Ella había nacido después del derrumbe, no como Salvador, que lo vivió todo. Su tutor, como así le gustaba llamarlo, le había enseñado y explicado todo lo que sabía del viejo mundo, de la tecnología y de la sociedad, sus partes buenas y sus partes malas, y sobretodo cómo vivían. Le había enseñado fotografías, ruinas y viejos utensilios. Pero nada era suficiente para que Carolina tuviera una imagen certera de cómo eran aquellas ciudades.

Un disparo seguido de un fuerte grito interrumpió sus pensamientos. Carolina estaba frente al estrecho pasillo que daba salida al paseo. Rápidamente se escondió entre las runas. El ruido venía del otro lado de los escombros, alguien estaba disputándose algo con otra persona. Carolina hizo señales a Epona para que se apartara a un lado y se quedara quieta. La yegua inicialmente no quiso obedecer, y Carolina empezó a ponerse más nerviosa gesticulando con más fuerza e ímpetu hasta que finalmente le hizo caso. “Yegua imbécil” pensó, y avanzó por el estrecho pasillo, medio agachada y con el dedo en el gatillo de la escopeta. Había aprendido a moverse con sigilo a lo largo de los años, sobretodo des de la muerte de Salvador. Sin embargo, nunca confiaba en que ello la hiciera invisible. Quien quiera que fuera que estuviese al otro lado quizá conocía su posición. Cuando llegó al final detuvo el paso.

Asomó la cabeza por encima de los escombros y alcanzó a ver a varios hombres en una calle despejada. Uno extendido en el suelo, retorciéndose y gimiendo de dolor. Otro hombre, con una pistola, le pisaba la cabeza. Había 3 hombres más de rodillas con las manos en la nuca y detrás de ellos había 5 mulas cargadas. “¡Comerciantes!” Pensó Carolina. Detrás del hombre armado había otros dos con rifles y otro caminando a espaldas de los rehenes. Estaba claro que los otros eran bandidos. “No es tu problema, Carol, no seas estúpida… quizá no te han visto…” se repetía constantemente.
- Dímelo de una jodida vez – decía el que pisaba la cabeza del comerciante, parecía el cabecilla – ¡dónde cojones tenéis los alijos!
- Ya se lo hemos dicho – respondió uno de los comerciantes – ¡no comerciamos con drogas!
La situación se ponía cada vez más tensa, y Carolina se ponía cada vez más nerviosa. ¿Qué hacer? Huir sería lo más lógico. Estaba sola contra cuatro bandidos. Sin embargo, si rescataba a los comerciantes quizá rascaría algo beneficioso: comida o municiones. Igual podría obligarles a darle una parte del cargamento como pago por su vida. No, eso no lo aceptarían nunca, los comerciantes prefieren morir antes que dar una parte de su cargamento. Era mejor marcharse.
- Cerdo mentiroso – gritó el bandido mientras se apartaba hacia atrás. Luego apuntó a la cabeza del que agonizaba.
- ¡No! – gritó el comerciante. Carolina pudo ver bien ahora al que yacía en el suelo. Era un crío, no debía tener más de 16 años, quizá 14 o 15.
Dejó la escopeta apoyada en la runa y cogió la pistola que llevaba sobre el ombligo. Des de su escondite apuntó al cabecilla.
- ¿No? Pues responde, ¡o le mataré!
- Llevamos medicinas en el cargamento, son para Monte Fuerte… – dijo el comerciante.
- Esa no era la respuesta correcta – respondió amenazante el bandido.

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  • AdriaAdria Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2011
    Continúa:

    Carolina apretó el gatillo y un fuerte bang interrumpió la escena resonando por todas las ruinas. Los rehenes agacharon la cabeza confundiendo el disparo y pensando que habían matado al chico. Los bandidos miraban hacia todas partes buscando el origen, el eco que se había generado hacía difícil detectarlo. El cabecilla cayó de rodillas y se llevó las manos al pecho, agonizante. Antes de que cayera al suelo definitivamente muerto, Carolina disparó de nuevo. Esta vez disparó a uno de los que estaban detrás del cabecilla. Su puntería no fue tan certera, pero todavía contaba con el factor sorpresa, así que tras cuatro disparos consiguió derribarlo. Los comerciantes corrieron a esconderse dejando al pobre chico herido en el suelo. Los bandidos detectaron el origen de las balas y respondieron al fuego. Carolina se dejó caer tras los escombros. Las balas que chocaban contra estos hacían saltar pequeñas piedras que caían sobre su sombrero. Guardó la pistola y cogió la escopeta. Esperó a escuchar menos disparos. Entonces asomó levemente la cabeza. Uno de los bandidos recargaba el rifle, y el otro disparó al ver el sombrero de Carolina.

    “Piensa, piensa, piensa” se repetía en la cabeza. El que recargaba el rifle parecía tener problemas así que decidió salir al asalto. Con la escopeta entre las manos salió corriendo de su escondite en dirección al que todavía disparaba. Éste desconcertado se levantó, descubriéndose y apuntando a Carolina. Ella no le dio tiempo a reaccionar disparando dos cartuchos directamente contra su pecho. El hombre salió proyectado hacia una pared. Carolina tenía la sensación de haber alcanzado el éxito en la pelea, pero los disparos del otro hombre le borraron rápidamente la idea de la cabeza. Saltó tras los escombros en los que se había escondido su oponente salvándose de las balas. Estas pasaban velozmente por encima de su cabeza, cuando no se chocaban contra las runas que la cubrían. Se incorporó como pudo e intentó asomar la cabeza, pero cada vez que el sombrero se asomaba un balazo la obligaba a agacharse. “¡Mierda!” pensó.

    Una idea pasó por la cabeza de Carolina, parecía alocada pero la situación requería una actuación así. Se quitó el sombrero y lo puso en la punta del pie derecho. Dejó la escopeta en el suelo y desenfundó la pistola. Apoyada en su codo izquierdo levantó la pierna para asomar el sombrero. Tras el primer disparo escondió el sombrero. Luego lo volvió a asomar, pero esta vez asomó la cabeza y el brazo derecho por el otro lado. El tipo se descubrió completamente para disparar al sombrero, sin darse cuenta de que Carolina le estaba apuntando. Tres disparos fueron suficientes para derribarle. Acto seguido salió corriendo del escondite con la pistola entre las manos.

    Llegó hasta el tipo al que acababa de abatir y le apartó la pistola de las manos de una patada. Todavía estaba vivo. Los comerciantes también salieron de sus escondites al ver la zona relativamente segura. Estaban desconcertados, no sabían quien era ella. Uno de ellos corrió hacia el chico. El otro se quedó totalmente perplejo observando a los bandidos muertos. El tercero, no sin algo de miedo y duda, caminó hacia Carolina, quien estaba registrando los cuerpos en busca de armas y munición.
    - Hola – dijo el comerciante – vengo a darte las gracias – añadió con amabilidad.
    - No hay de qué – respondió secamente Carolina, mientras le quitaba el cinturón a uno de los cuerpos.
    - Soy Carlos, dirijo este grupo de comerciantes – dijo tendiendo la mano. Carolina alzó la mirada y se percató de la avanzada edad de Carlos.
    - Carolina – respondió mientras estrechaba la mano.
    - Es raro ver una mujer por aquí, y sobretodo tan diestra con las armas – añadió sonriente.
    - También es raro ver a un viejo andando por aquí, no le parece – dijo ella bruscamente.
    - Oh, no, no me malinterprete. No tengo nada en contra de las mujeres, al contrario. En el viejo mundo eran mucho más libres que ahora… ya ves hemos dado un paso atrás en todo… – su voz temblorosa y su mirada triste eran un reflejo de la nostalgia que acechaba su alma – hasta en eso. Entonces tenían los mismos derechos, aunque no siempre era así… en fin, no la aburriré con los recuerdos de un viejo. Quería ofrecerle un trato.
    - Me conformo con un poco de comida y algo de munición, por la que he gastado. Tengo algo de ropa si además quiere hacer un trueque – respondió Carolina.
    - No, no me refiero a eso – añadió entre risas el hombre –. La he visto disparar. Es muy buena. Necesito a alguien que nos escolte hasta Monte Fuerte, y tú pareces la indicada.
    - No soy una mercenaria.
    - Escucha lo que te ofrezco. Te daré comida para todo el viaje, y más cuando lleguemos allí. Te ofrezco municiones para cubrir las balas de hoy y las que necesites durante el viaje, y munición extra cuando lleguemos…
    - Me parece poco por mis servicios. Estaré sola frente al enemigo. Seguro que puedes mejorar la oferta.
    - Está bien, una noche de hotel con baño caliente incluido. Y si me apuras, puedo negociar un buen trueque por ti con esa ropa que dices que tienes. En Monte Fuerte tenemos buena reputación, conseguimos buenos tratos – añadió con una sonrisa nerviosa.
    “Está desesperado”, pensó Carolina, pero el trato era bueno. Hacía meses que no se daba un baño caliente, eran muy caros. Y dormir bajo techo, en un colchón, aunque fuera viejo, era todo un lujo. Carolina tendió la mano mientras afirmaba con la cabeza y una sonrisa. Carlos estrechó la mano de Carolina complacido, y añadió: “Pongámonos en marcha, cuanto antes salgamos de aquí mejor”.
  • AdriaAdria Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2011
    Continúa
    II

    Alférez entró furioso en la habitación. Estaba manchado de sangre e iba desnudo de cintura para arriba. Sólo llevaba puestos sus pantalones militares y sus botas altas con puntera de hierro. Su rostro atravesado por una horrible cicatriz y totalmente rapado impresionó a Clara, que estaba sentada en una silla en el centro de la sala, con dos hombres a lado y lado sujetándola por los hombros y otros dos hombres a lado y lado de la puerta vigilándola. Alférez arrastraba a Sara sujetándola con fuerza por su larga melena negra. Sara era una chica de 14 años, aunque ya parecía toda una mujer. Pese a su juventud estaba muy desarrollada. Llevaba la ropa echa jirones y también manchada de sangre. Por entre las rajas de su ropa podía adivinarse su delicado cuerpo, sus firmes pechos estaban al descubierto y su suave piel era tentadora para todos los hombres que había en la sala. Pero pertenecía a Alférez, igual que Clara, la madre de Sara. Sara se retorcía de dolor y Clara no puedo evitar un gemido de sufrimiento al ver los ojos amoratados y la nariz sangrante de su hija.
    - ¡No por Dios! ¿Qué le has hecho? ¿Por qué? – las palabras escapaban de su boca, la desesperación superó su miedo a hablar.
    - ¿Qué que le he hecho? ¡Se lo ha hecho ella sola al intentar huir! – gritó Alférez mientras empujaba a Sara a los pies de Clara.
    La joven se arrastró sollozando hasta la falda de su madre. Esta intentó inclinarse para acariciarla y consolarla, pero los dos hombros la forzaron a quedarse quieta como estaba. Sara se abrazó a las piernas de su madre intentando no hacer demasiado ruido al llorar.
    - ¿Dónde está la pequeña? ¿Dónde está Alma? – gritó Clara.
    - ¿Sabías que intentó escapar? ¡¿Lo sabías?! – dijo Alférez mientras se acercaba violentamente a Clara –. ¡No me preguntes por la otra! – chilló descargando un guantazo en la mejilla de Clara, quien permaneció en silencio –. ¿No respondes? – desenfundó su pistola y puso el cañón en la cabeza de Sara –. Quizá debería quitarme a una de mis putitas de encima, me salen muy caras.
    - No, no le hagas nada… - su voz era temblorosa. Por sus mejillas empezaban a resbalar lágrimas, el miedo comenzaba a apoderarse de su cuerpo –. ¡Yo le pedí que huyeran! ¡Yo se lo dije!
    - Tenemos una rebelde entre nosotros, chicos – respondió Alférez, y sin más preámbulo apuntó a la cara de Clara y disparó. Su sangre salpicó la pared y su cabeza cayó sin vida hacia delante. Su cuerpo permaneció inerte en la silla. Los dos hombres la soltaron, pero ella no cayó al suelo.
    - ¡No! – gritó Sara con desesperación – ¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo de puta! – intentó levantarse para golpear a Alférez, pero apenas tenía fuerzas y cayó de bruces al suelo. Alférez le dio la espalda y caminó hacia la puerta.
    - Llevaos a esta zorra, no quiero verla hasta que no tenga magulladuras en la cara.
    - ¿Qué hacemos con ella? – pregunto uno de los hombres que yacía junto a la puerta.
    - Haced con ella lo que queráis, pero no la magulléis más. No me gusta cuando están lisiadas – Alférez abandonó la sala.

    Sara miró a los cuatro hombres que se le acercaban entre risas. Uno de ellos empezó a desabrochar la bragueta de su pantalón y Sara empezó a ponerse nerviosa. Su pulso se aceleraba, se movía nerviosa arrastrándose por el suelo, intentando huir, hasta que sintió como alguien le cogía de la pierna. Con fuerza la arrastraron por el suelo de la habitación. Ella no paraba de gritar desconsolada. Los hombres la insultaban y se reían de ella. Cuanto más luchaba por liberarse más se reían. Le arrancaron toda la ropa sin contemplación alguna. La dejaron completamente desnuda. Ella intentaba golpearles y morderles, pero la acabaron sujetando por los brazos y las piernas, y finalmente le amordazaron la boca con un trapo. Sus gritos ahora eran ahogados y poco a poco se fue quedando afónica. Empezó a llorar desesperada cuando sintió un fuerte e intenso dolor en su interior. Finalmente cayó agotada del esfuerzo y no pudo hacer más que lamentarse de la violación que estaba sufriendo. Los hombres fueron turnándose hasta que finalmente se la llevaron de allí a rastras.

    Su destino fue una habitación pequeña, fría y vacía. Era parecido a una celda, sólo que no tenía ni si quiera un inodoro. Había hecho un agujero en el suelo para que pudiera hacer sus necesidades, y habían tapiado las ventanas para que la luz del sol no entrara. Cuando Sara entró en la habitación corrió a la esquina y se sentó allí, con las rodillas dobladas rodeadas por sus brazos. Escondió su cabeza entre las piernas y empezó a llorar. No eran lágrimas de impotencia, eran lágrimas de nostalgia. Recordaba una vida mucho mejor antes de que Alférez matara a su padre y se apropiara de ellas. ¿Cómo había pasado todo? Ella entonces tenía 10 años, y Alma tenía 6. Recordaba que al principio Alférez no las trataba mal. Parecía que se sintiera culpable, pero sólo quería la colaboración de su madre en sus juegos sexuales.

    Un día todo cambió, Clara creyó erróneamente que Alférez la amaba, y se negó a hacer todo lo que él le pedía. Alférez encontró otra manera de conseguirlo: pegándole. Pero con el tiempo Clara aprendió a aguantar el dolor y volvió a resistirse. Entonces amenazó con matarlas, a ella y a su hermana, y Clara cedió de nuevo. Tanto Sara como Alma eran muy pequeñas por entonces, todavía no tenían el cuerpo desarrollado y Alférez, aunque era un hijo de puta, no le gustaba acostarse con niñas. Tampoco dejaba que nadie lo hiciera: creía que si las educaba bien de niñas, cuando fueran mayores serían sumisas por si solas. Con Sara no había funcionado, pero con Alma estaba logrando progresos. Quizá por eso su madre había intentado que ambas huyeran. Sara no se había mostrado muy de acuerdo: en el páramo que era ahora el mundo una chica tan joven y una niña no lo tenían fácil para sobrevivir solas. Y eso contando que llegaran a algún pueblo en poco tiempo. Además, todos los pueblos de la zona estaban controlados por Alférez y su asquerosa banda de Los Hermanos. Pero Sara se dejó convencer, y eso lo costó la vida a su madre. Le consolaba pensar que, después de cuatro años de dolor y sufrimiento, su madre estaría mucho mejor ahora. Dejó de reflexionar sobre eso y se limitó a recordar cuando era niña, mucho antes del incidente con Alférez. Su padre solía leerles historias en la cama, justo antes de dormir, y luego las arropaba. Recordó la sonrisa preciosa que llevaba su madre cada mañana. Él la hacía feliz.

    Sus recuerdos fueron interrumpidos por la puerta abriéndose. Alma entró en la sala con una bandeja. Su hermana tenía 10 años, la misma edad que Sara cuando llegaron a aquél burdel en las ruinas de Barna. Iba vestida como una princesita, con un vestido de falda larga de color blanco, y un lacito a juego. Alférez le regalaba esa ropa, y juguetes, y le concedía casi todos los deseos que ella pedía. A cambio ella tenía que cumplir los suyos. Ese era el secreto. Ahora eran cosas sencillas, como barrer, fregar y hasta cocinar, pero con el tiempo accedería a todo lo que él le pidiera. A cambio no recibiría casi nada, puesto que a Alférez le costaba poco conseguir todo lo material que ella pudiera desear, y al fin y al cabo, sólo eran chorradas. Llevaba un plato lleno de un puré verdoso y un vaso con agua.
    - Le pedí a Alférez venir a verte, y me dijo que te podía traer algo de cena – dijo Alma – pensé que te gustaría – sonrió.
    - Gracias guapa – respondió Sara.
    A veces pensaba que Alma era totalmente consciente de lo que Alférez pretendía, y que sólo jugaba sus bazas por tal de sobrevivir en aquél mundo horrible. Quizá de las tres, la pequeña había sido la más inteligente. Era mejor eso que ser golpeada día y noche. Pero Sara no podía evitarlo, su madre le había insistido en la necesidad de defender su libertad. Alma dejó la bandeja en el suelo y Sara se tiró desesperada a comer. El puré tenía un sabor horrible, pero cuando el estómago esta vacío, no se perdona nada. Alma estalló en carcajadas.
    - Tranquila, no te quitaré ni un trocito – decía la pequeña.
    - Alma, tenemos que irnos de aquí.
    - Yo no quiero irme. Mamá está aquí.
    - Alma, mamá ha muerto… Alférez la ha matado.
    - ¡No! ¡No es verdad! – gritó Alma desesperada – ¡Eres una mentirosa!
    - ¡Alma tranquilízate!
    - ¡Mentirosa! – Alma se levantó y caminó hacia la puerta.
    - ¡Alma espera! – desesperada intentaba que Alma se quedara. Pero se marchó, cerrando la puerta tras de si.

    “¡Mierda!” pensó Sara. Estaba claro que Alma tenía la cabeza absorbida por Alférez. Pero aún y así tenía que sacarla de allí, el problema era ¿cómo? Estaba encerrada en una sala de la que no podía salir, y aunque pudiera, ahora mismo no tenía fuerzas. Pero no la iban a tener allí siempre. Algún día querrían utilizarla para algo. Si no era Alférez, la obligarían a acostarse con alguno de sus hombres o algún cliente esporádico. Era triste, pero esperaba que fuera así: esa sería su ocasión de salir. El problema sería conseguir a Alma y marcharse con ella. Se hacía de noche. Se dio cuenta por que empezaba a hacer cada vez más frío. Hasta entonces no le había preocupado estar desnuda, pero ahora era un problema real. Si Alma le hubiera traído una manta en lugar de comida habría sido mejor. Lo único que la tranquilizaba era que Alférez no la dejaría morir: con su madre muerta, ella era la única a la que podía utilizar.
  • AdriaAdria Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2011
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    Había pasado un rato, a Sara le parecía una eternidad, cuando la puerta volvió a abrirse. Entró un hombre con un maletín y algo de ropa. Se acercó a Sara. Ella lo miraba con desconfianza.
    - Tranquila, no soy uno de ellos. Me ha hecho traer Alférez para atenderte. Soy médico, supongo – dijo.
    Sara no acababa de estar confiada, sin embargo no le podía pasar nada peor. El doctor dejó la ropa junto a Sara y extendió una manta en el suelo. Le insinuó que se estirara en la manta. Ella lo hizo boca arriba. Acto seguido dejó el maletín junto a ella y empezó a tocarla. Lo hacía con delicadeza y observación. Cuando ya había observado las piernas y el torso, y sin decir nada, se centró en la nariz.
    - ¿Te duele si toco así? – dijo.
    - Un poco – respondió ella.
    - Bien, creo que no tienes nada roto. Descansa mucho. Ahí tienes ropa para vestir-te, y la manta te la puedes quedar.
    - Gracias doctor.
    - Tranquila – sonrió afablemente y le guiñó el ojo. Estaba claro que aquél hombre quería desmarcarse de Alférez y su cuadrilla.

    Regularmente le traían comida, pero no acababa de llegar la hora de salir de allí. Sara acabó perdiendo la noción del tiempo. Quizá llevaba cinco días encerrada, quizá una semana. De vez en cuando escuchaba unos pasos acercarse por el pasillo y detenerse frente a su puerta. Al cabo de un rato escuchaba los pasos alejarse nuevamente. Sara solía pensar que era Alma que venía a verla, sin embargo nunca entraba, quizá el enfado todavía le duraba. Sara pasó aquel tiempo planeando su fuga. Estaba claro que tarde o temprano la necesitarían para satisfacer a uno de aquellos pervertidos clientes de Alférez. Aquellos hombres solían contratar una habitación y una chica y esta debía ocuparse de todo lo que necesitaran: alcohol, comida, sexo, absolutamente todo lo que desearan. Excepto matarlas, claro. Tenía el bote de las drogas entre las manos y se le ocurrió la idea: introduciré estas pastillas en la comida o la bebida del cliente y lo dormiré. Luego podré huir. El problema será sacar a Alma de aquí. ¿Cómo la encontraría? Y más importante aún ¿Cómo sacarla sin sospechas? La puerta se abrió y Sara escondió las drogas entre su ropa. Alférez entró y la miró directamente a los ojos. Su mirada furiosa fulminó a Sara quien, recordando la paliza que le habían dado hacía poco, retrocedió a rastras hasta chocar con la pared.
    - Llegó la hora, preciosa – dijo con sorna – ¡Levántate!
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